Tierra de nadie

¿Por qué no podemos adorar a un espagueti?

Con permiso de Salvini, de la momia de Franco y de la gresca continua entre el Estado opresor y el demonio independentista, el hecho crucial del verano ha tenido lugar en Holanda, cuyo Consejo de Estado ha determinado que el pastafarismo, con su Iglesia del Monstruo del Espagueti Volador, sus coladores en la cabeza tipo bombín y su veneración a los piratas de pata de palo, no es una religión sino una broma, y, en consecuencia, carece de sus privilegios.

Con esta distinción entre religiones serias y de guasa, los holandeses, que siempre fueron un tanto errantes, han resultado bastante erráticos, incapaces de apreciar el sentido del humor de confesiones como el cristianismo o el Islam, cuyas chanzas son de campeonato. No es un chiste que te esperen 72 vírgenes en el paraíso si te inmolas por la yihad o que la virginidad de una madre en cooperación necesaria con el Espíritu Santo sea un dogma de fe. No hay que tomarse a chufla que el primer hombre fuera un monigote de barro de un dios alfarero pero sí que una fe se construya en torno a los Ocho Condimentos, que se rebele contra el creacionismo, que prometa un cielo de cerveza y strippers y que sienta furor por la pasta con tomate o a la carbonara.

La primera condición que debería cumplirse para legalizar una religión y concederle ciertos derechos es que sea inofensiva e incapaz de provocar daño a sus fieles y a quienes se resistan a aceptar que los dioses dictan textos sagrados de obligado cumplimiento. Inclinarse ante unos tallarines con albóndigas no es mejor ni peor que hacerlo ante un crucifijo o poner a prueba los riñones con genuflexiones en dirección a la Meca, con la diferencia de que en nombre de Monesvol (Monstruo del Espagueti Volador) no se han cometido las atrocidades que aún salpican la historia de los monoteísmos clásicos.

El Evangelio del Señor de los Fusili no predica que los niños se acerquen a él para que luego sus sacerdotes cometan todo tipo de abusos con la complacencia o la indiferencia vaticana, ni promete la absolución de los pecados a quienes se pasen por la piedra a los infieles con abundantes raciones de metralla. Dice defender todo lo que es bueno y oponerse a todo lo que no lo es, lo cual no es un mal principio. Y encuentra una relación directa, proporcional incluso, entre el calentamiento global, los terremotos, los huracanes y otros desastres naturales y el descenso en el número de piratas. ¿Simple coincidencia? Quizás.

Es una verdad científica que la pasta y la cerveza engordan, aunque su consumo es sin duda más benéfico que el opio con el que algunas religiones envenenan el cuerpo y el alma. Los creyentes de Su Suprema Presencia Boloñesa rechazan los dogmas y se reservan el derecho a cambiar de opinión o a aceptar si se les convence que su tallerinesco creador no existe salvo en la imaginación de los redactores de la guía Michelín. De hecho consideran que no es demasiado listo y que el universo al que dio lugar fue producto de un diseño no inteligente.

A la manera holandesa, la santa comisión asesora de Libertad Religiosa española ha denegado hasta en cuatro ocasiones la petición para inscribir al pastafarismo en el Registro de Entidades Religiosas. Entre sus argumentos, su intención jocosa, su tono de burla y, lo que es más divertido, su falta de credibilidad, como si eso de separar las aguas del Mar Rojo para escapar de los egipcios fuera de lo más cotidiano. Como hemos sabido en los últimos días, este país tiene más cerdos que habitantes, y eso que sobran españoles, a juicio de esa octogenaria inglesa que ha pedido que le devuelvan el importe de sus vacaciones por la enorme presencia hispana en Benidorm. Las autoridades tratan de impedir, al parecer, que la pasión por la grasa unida a la devoción por los carbohidratos nos transforme en creyentes obesos. La libertad de culto ha de ceder ante un bien mayor: la salud pública.

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