¿Qué política salarial aplicar en tiempos de crisis? Esta es, sin duda, una pregunta fundamental que necesita una contestación radicalmente diferente a la proporcionada por los partidos, conservadores y socialistas, que han gobernado el Estado español durante las últimas décadas.
Como si la causa de los males que aquejaban nuestra economía fueran unos costes laborales excesivos, como si la clave para mejorar los estándares de productividad y competitividad de las empresas residiera en su moderación o reducción, esos gobiernos han implementado políticas cuyo objetivo no ha sido otro que reprimir el aumento de los salarios y de paso, apelando a la conveniencia de "flexibilizar" los mercados laborales, reducir la capacidad negociadora y de presión de las personas asalariadas.
¡De aquellos barros, estos lodos! Las condiciones laborales de la mayor parte de los trabajadores, aquí y en el conjunto de la Unión Europea (UE), no han dejado de empeorar, con y sin crecimiento. No busquemos las causas de esta deriva en la guerra ni en la inflación, ni tampoco en la pandemia, ni siquiera en el crack financiero. Todo ello, por supuesto, ha contribuido a empeorar de manera sustancial una situación cuyas causas presentan un perfil estructural, hunden sus raíces en el funcionamiento mismo del capitalismo y en las políticas económicas aplicadas, al servicio de las elites corporativas y financieras.
¿Cuál era la situación de los trabajadores asalariados en la economía española antes del estallido de la guerra? Otra vez estamos ante una pregunta clave, pues pone sobre el tapete la naturaleza y la entidad de los problemas a resolver y también permite valorar el alcance de las políticas diseñadas; más concretamente, el plan que acaba de proponer el Gobierno para enfrentar las consecuencias económicas de la guerra.
Según la Oficina Estadística de la Unión Europea (Eurostat), los salarios reales en 2020 aumentaron, de media, un 1,3%, pero el año siguiente, 2021, cayeron un 2,2%. En el primer caso, el moderado aumento de los salarios nominales se vio acompañada de un registro negativo en el índice de precios al consumo (IPC), mientras que en el siguiente ejercicio la pérdida de capacidad adquisitiva fue el resultado de que la inflación casi alcanzó el 3%, mientras que los salarios nominales retrocedieron un 0,3%.
Es importante destacar que la desigualdad en el ámbito salarial ha crecido. El mapa de la distribución de los salarios por deciles de ingreso ofrecida por el Instituto Nacional de Estadística (INE) da cuenta de esa polarización, que, en 2020, último año para el que esta institución ofrece datos, se ha tornado más pronunciada.
El salario promedio de los trabajadores con menores ingresos fue de tan sólo 521 euros mensuales, mientras que el situado en el decil superior alcanzó los 4934 euros. La distancia entre ambos deciles se amplió en 2020 en relación a 2019; la retribución del 10% de los trabajadores mejor posicionados era 9,5 veces la recibida por los que acreditaban salarios más bajos. Dice mucho de la vulnerabilidad de estos últimos observar que, en un contexto de retroceso del IPC, también se redujo su capacidad adquisitiva.
Hay que destacar, en este sentido, que el número de trabajadores pobres -esto es, aquellos que, a pesar de disponer de un empleo, malviven en situación de pobreza, su salario no les alcanza para cubrir necesidades esenciales-, aunque ha mejorado en relación a 2019, suponía en 2020 el 11,8% de la población trabajadora, más de 2 millones de personas.
Otro dato a tener en cuenta a la hora de calibrar la situación laboral de los trabajadores es el elevado número de horas extraordinarias por las que no reciben ninguna retribución -podemos decir, tirando de cinismo, que su "retribución" es conservar el empleo. La cifra proporcionada por el INE, referida al cuarto trimestre de 2021, es de cerca de tres millones de horas entregadas gratuita y obligatoriamente a la empresa, lo que significa algo más del 45% de las horas extraordinarias totales. Ello, evidentemente, nos habla de una importante merma de ingresos (y de derechos) no recogida por las estadísticas, consistente en trabajar más horas -y, posiblemente, con más intensidad- por el mismo salario. ¡Puro esclavismo!
En este contexto de estancamiento o franca regresión salarial de la mayor parte de los trabajadores, las retribuciones de los directivos y ejecutivos, especialmente los de las grandes corporaciones, se mantienen en niveles estratosféricos. OXFAM, en un informe de 2019 (Quien parte y reparte: La huella en la desigualdad de las empresas del IBEX 35), poniendo el foco en las empresas del IBEX, señala que los salarios de los principales ejecutivos (téngase en cuenta que una parte importante de sus ingresos son de naturaleza no salarial) se sitúan muy por encima de los ingresos medios de sus trabajadores; en algunos casos, superan varios cientos de veces ese nivel; por ejemplo, en ACS, 388 veces, en el Banco de Santander, 257, y en el Banco Bilbao Argentaria, 213.
Añadamos a este más que preocupante panorama los altos niveles de inflación actual. La guerra ha precipitado e intensificado una dinámica inflacionista que ya existía con anterioridad. En 2021 el IPC subió el 3,1% (hay que remontarse a 2011 para encontrar un aumento de los precios similar) y en términos interanuales, comparando marzo de 2022 (dato que acaba de ser entregado por el INE) con el mismo mes de 2021, la subida fue del 9,8%.
De los componentes que integran el IPC, los que han registrado un comportamiento más alcista han sido aquellos capítulos que están sobrerepresentados en la cesta de consumo de los grupos de población más vulnerables: alimentos y bebidas no alcohólicas, transporte y, muy especialmente, el referido a vivienda, agua, electricidad, gas y combustibles, cuyo crecimiento en media anual ha sido del 11,1% y en términos interanuales del 25,4%.
Ahora que está en candelero el papel que deben desempeñar los impuestos en el plan de emergencia diseñado por el Gobierno, hay que precisar que la inflación -cuya evolución es imposible aventurar en un contexto de incertidumbre como el actual, pero que muy posiblemente se mantendrá en niveles similares o incluso mayores al menos durante los próximos meses- supone aumentar los que pagan los trabajadores; de hecho, es un impuesto claramente regresivo que recae sobre las espaldas de los que tienen los salarios más bajos, que carecen de la capacidad de indexar sus ingresos al crecimiento de los precios y, en consecuencia, son claros perdedores.
El contrapunto de esta situación lo encontramos en la decisión por parte del Gobierno de dejar para otro momento -¿para cuando?- su proyecto de introducir más progresividad en el muy regresivo sistema tributario español, caracterizado porque las grandes corporaciones y fortunas pagan menos impuestos que las pequeñas y medianas empresas y los trabajadores. Clausurada "sine die" esta vía de financiación, la actuación de las administraciones públicas se sostiene cada vez más en la deuda, encontrándose de esta manera al albur de los acreedores y mercados financieros
Por todo lo anterior, el anunciado a bombo y platillo "pacto de rentas" no se puede convertir en una política de represión salarial, no puede ser un suma y sigue de las políticas aplicadas en las últimas décadas. Se necesita determinación y ambición para cambiar el actual estado de cosas.
Por supuesto, es esencial mantener el objetivo de aumento del salario mínimo, un colchón imprescindible para los trabajadores más vulnerables, que, a pesar de los avances recientes, todavía está situado por debajo del promedio de la UE, anticipando las fechas de cumplimiento del compromiso del Gobierno de coalición.
Asimismo, el Gobierno debe impulsar un acuerdo entre los actores sociales -en una convocatoria que tiene que superar el perímetro de los que dieron el visto bueno de la reforma laboral, grandes patronales y organizaciones sindicales. En esa mesa social, hay que poner sobre la mesa, como idea básica, el compromiso de que los salarios mantendrán cada año la capacidad adquisitiva y mejorarán especialmente la de los colectivos más desfavorecidos. No es aceptable que, como pretenden las patronales, el ajuste de los salarios a la inflación se demore varios años.
Además, el Gobierno, con independencia de lo acordado en la mesa social, debe trasladar a su propia agenda ese compromiso salarial y el de la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores. Tanto en las empresas que gestiona directamente, como en las que operan bajo régimen de concierto y las que reciben recursos públicos (en forma de préstamos y/o garantías) es necesario asegurar que se dan las condiciones para la negociación colectiva, prohibir los despidos, garantizar la igualdad de género en materia retributiva, limitar las retribuciones de los ejecutivos y accionistas, preservar la capacidad adquisitiva de los salarios, y penalizar la realización de horas extraordinarias no pagadas y la contratación fraudulenta.
Avanzar en esa dirección no es tarea fácil. Seguro que el Gobierno encontraría resistencias entre las patronales y los poderes fácticos; también tendría que vencer la inercia de un buen número de empresas -grandes medianas y pequeñas-, que han incorporado la explotación laboral y los privilegios de unos pocos a su modelo de negocio. Pero este es el camino para que las palabras justicia y solidaridad, que ahora tan sólo son una carcasa vacía, tengan sentido. Esta es, por lo demás, la senda para ampliar la base social de las políticas transformadoras y frenar el ascenso de las derechas.
Comentarios
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