¿Por qué no puede nacer lo nuevo?

Reunión de un club de mujeres patriotas en una iglesia durante la Revolución Francesa (1789-1799).
Reunión de un club de mujeres patriotas en una iglesia durante la Revolución Francesa (1789-1799). Chérieux, Biblioteca Nacional de París.

¿Tiene que asumirse como un destino inexorable que vamos hacia la catástrofe? ¿No hay más alternativa al mundo que esperar a que la intensidad del dolor nos haga despertar de este "sueño dogmático" y, sobre todo, entretenido? ¿Hay que caer en la resignación doliente de que solo cuando todo reviente despertará la alternativa que ha representado la izquierda?

Como es un lugar común citar la idea de "interregno" de Gramsci, conviene precisar lo que en verdad estaba diciendo el pensador sardo. Antonio José Antón Fernández decía en sus Cuadernos de la cárcel, que «La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en ese interregno se dan los más diversos fenómenos morbosos». Lo plantea en un texto donde se está preguntando por la pérdida de fuerza de las viejas ideologías entre los jóvenes, y cómo el recurso creciente a la fuerza es lo que le queda al poder que ha perdido credibilidad. Un poder sin legitimidad es, decía en ese mismo tiempo Max Weber, Macht, pura fuerza, mientras que es la legitimidad la que convierte al poder en Herschaft, esto es, en dominio, propio de quien posee la autorización para mandar. Los fenomenos enfermizos de la violencia surgen cuando se acaban los argumentos. Cuando el poder ya no tiene credibilidad y la fuerza incrementa el enfado por su falta de justificación. Entonces ¿por qué no puede nacer lo nuevo?

Vemos que en nuestras sociedades se están dando tres fenómenos en paralelo. Uno, el recurso a la guerra; otro, el desentendimiento ciudadano, en una indiferencia que no es propia de las sociedades occidentales que nacieron al calor de la Ilustración; en tercer lugar, una aceleración de los comportamientos antisociales de los que intuyen que vamos al abismo y quieren darse prisa para sacar provecho.

El recurso a la violencia, cuya supuesta desaparición llevó a un ingenuo Steve Pinker a pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, está presente en todas las esferas de la vida nacional e internacional en, prácticamente, todos los países. No es solamente la existencia de guerras o genocidios con saldos terribles (Gaza, Ucrania, Yemen, Etiopía, Siria...) sino la normalización del recurso a la violencia por encima de las reglas del derecho nacional e internacional. A Israel le da lo mismo que la comunidad internacional sancione el genocidio contra el pueblo palestino o que haya protestas diplomáticas por bombardear una Embajada iraní, porque sabe que EEUU autoriza esa masacre que no genera en la población norteamericana el más mínimo rubor. Solo en Vietnam, cuando volvían envueltos en la bandera los féretros de los jóvenes soldados, la sociedad, los campus universitarios y los medios de comunicación confrontaron esa guerra. Si los que mueren son otros, la sociedad norteamericana no termina de diferenciar entre una masacre en Rafah y una película de Bruce Willis.

En todos nuestros países -cierto que en unos más que en otros- aumenta la violencia policial, las leyes mordazas autorizan a los cuerpos y fuerzas de seguridad a obrar con impunidad, la violencia contra las mujeres no cesa y el derecho parece que no está escrito para los inmigrantes, sea en el trayecto o sea cuando logran, pese a tantas dificultades, llegar a algún destino. Y al tiempo que crece el uso de la violencia sistémica, se castiga con mayor contundencia las medidas de presión democráticas (huelga, piquetes, concentraciones, desahucios, manifestaciones, etc.).

El desentendimiento indiferente de amplios sectores de la ciudadanía tiene muchas causas, pero no es menor el auge del mercado y el desarrollo de la tecnología. Al convertirse cada vez más cosas una mercancía, que se obtiene solamente a través del intercambio comercial de la oferta y la demanda -de la amistad al deporte, pasando por el ocio o la cultura- nuestras relaciones son automáticas, intermediadas por el dinero y desconectadas de cualquier compromiso. Pagamos y ahí terminan nuestras obligaciones: de donde viene lo que consumimos, a dónde va, qué ocurre con los seres humanos que nos lo suministran, etc. Cuando compramos en una máquina o pagamos en otra, ya ni siquiera hace falta dar las gracias. En esa locura mercantil, tenemos dificultades morales para entender, por ejemplo, que el cuerpo de las mujeres no puede ser una mercancía, igual que no lo es vender un riñón ni debiera serlo la explotación.

La tecnología, que todo lo intermedia, impide ver las causalidades, los fundamentos y los efectos en nuestras sociedades. Igual que las calculadoras nos han hecho olvidar cómo se hace una raíz cuadrada -con una lógica similar a lo que nos ha hecho olvidar todos los teléfonos que antes nos sabíamos de memoria o aprendernos las calles antes del GPS- tenemos dificultades para entender las vinculaciones entre lo que hacemos, votamos, consumimos, deseamos, rechazamos y la manera en la que se están desarrollando nuestras sociedades. Esta ocultación de la realidad que opera la tecnología es evidente en todo lo que promete la Inteligencia Artificial -que inventa situaciones, voces, cuerpos-, y se radicaliza en las redes sociales -amigas de lo grotesco, lo sensacionalista, el chisme y lo sorprendente- pero lleva operando decenios en los medios de comunicación, que nos muestran el desenlace, pero no nos ayudan a entender de dónde viene el problema. Esto afecta a lugares insospechados, como la moda, que es una manera de trasladar lo audiovisual al vestido y nos convierte en escaparates de nosotros mismos, con las luces siempre encendidas (hasta que regresas a casa) y donde la promesa de cambiar quienes somos -la nueva subjetividad que nos entregaría una nueva imagen (ahora se llama outfit)- nos desconecta, por ejemplo, de dónde viene la ropa, quien la cose, la lleva a la tienda, la coloca y vende o, finalmente, la lleva a un vertedero. Y, sobre todo, que si bien es verdad que comprar ropa nueva -o que no teníamos- nos otorga cierta sensación de control sobre nuestra vida, no nos deja entender que ese control se logra de manera más profunda y permanente de otras maneras que tienen que ver con el pensamiento, la lectura, las artes, la cultura y el diálogo.

La conclusión es que si la guerra de Irak no fue retransmitida porque pondría a la población en contra (aun así, millones salieron a protestar a las calles), el genocidio en Palestina está siendo transmitido y las imágenes de horror no bastan para que la ciudadanía se levante a gritar que no en nuestro nombre.

El aceleramiento de los comportamientos antisociales por parte de las élites es una de las consecuencias de lo anterior. Cuando Trump dice que podría matar a alguien en la Quinta Avenida y no le pasaría nada; cuando Díaz Ayuso puede disfrutar de una vivienda ganada presuntamente con comportamientos delictivos o deja morir a 7291 ancianos en residencias y no pasa nada; cuando el Secretario General del PP, fotografiado con un narco de vacaciones, puede tener más de cinco años al Consejo General del Poder Judicial secuestrado y no pasa nada; cuando en el PSOE puedes decir una cosa y la contraria y no pasa nada; cuando un periodista famoso, como Ferreras, da noticias sabiendo que son falsas y no pasa nada; cuando la corrupción de los gobiernos y los partidos es el pan nuestro de cada día, y no pasa nada, lo que tenemos es que la política está autorizando a la ciudadanía a tener esos mismos comportamientos. El auge de la extrema derecha no genera algo que no estuviera en los partidos de la derecha. Lo que pasa es que ahora se sienten autorizados, desacomplejados, sienten que tienen que redoblar la apuesta porque cada vez su abuso es menos creíble. Una suerte de envalentonado "sí: ¿y qué pasa?" que no parece tener freno. En Italia está gobernando una señora que se declara seguidora de Benito Mussolini, y en Portugal, revolución de los claveles mediante, Chega!, un partido que defiende la dictadura de Salazar ha obtenido el 18% de los votos.

Gramsci, cuando pensaba en el interregno, decía que lo nuevo "no puede nacer". Y esa es la clave: "no puede" porque no le dejan. En España hemos visto cómo, pese a no haber el "menor indicio" contra Mónica Oltra, fue señalada y cayó el gobierno del Botanic que configuraban el PSOE, Compromís y Podemos. Tampoco nunca nadie demostró nada contra Pablo Iglesias, pero salió del gobierno en el que era vicepresidente. Tampoco hubo nunca niñeras en Podemos, pero dispararon a Gara Santana y Teresa Arévalo, miembros de la dirección, y las estigmatizaron; tampoco hubo nada contra el diputado Rafael Mayoral, pero salió en los telediarios como si fuera culpable; ningún indicio hubo contra la jueza Victoria Rosell, pero tuvo que dimitir, varias portadas de El Mundo por medio (y su pareja, periodista, ha terminado imputado por enredos del juez corrupto y encarcelado Salvador Alba que no acepta que inferiores le hayan llevado a la cárcel); "ningún indicio" contra muchas personas que, sin embargo, protagonizaron decenas de portadas y tertulias, sobre las que se repiten mentiras demostradas como tales pero que se convierten en verdad de tanta insistencia y que logran que los señalados terminen saliendo de la política. Porque al final, y es la razón de fondo, se buscan dos grandes consecuencias: el desaliento general de los que piensen hacer política desde la izquierda -van a saber que se paga un precio alto-, y el beneficio, siempre, de la derecha, bien porque encuentran el camino allanado (así ganó su primera victoria Aznar en Castilla y León), bien porque ese mensaje de "todos son iguales" les exonera de cualquier responsabilidad.

Gramsci llamaba a usar el agotamiento de la credibilidad de "lo viejo" para abrir nuevos procesos de conciencia. Es evidente que para que lo nuevo "pueda nacer" hay que superar los obstáculos que pongan las estructuras anquilosadas que van a reaccionar ante la amenaza -de ahí la insistencia en la unidad popular, que no es lo mismo, aunque es la herramienta, que la unidad de los partidos de izquierda-. De la misma manera, hay que trasladar a la sociedad que portamos en el presente algunos rasgos de lo que queremos para el futuro. Que no puede ser solo, aunque también, la confrontación. La antesala de toda revolución decía Jesús Ibáñez, es una gran conversación. Y esa es la pregunta ¿estamos construyendo esa gran conversación?