Las carga el diablo

Pedro Sánchez y el soberanismo catalán

Pedro Sánchez y el soberanismo catalán
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, interviene durante la Festa de la Rosa del PSC, el pasado 24 de septiembre de 2023, en Gavà, Barcelona. Kike Rincón / Europa Press / 24/9/2023

28 de diciembre de 2015. En plenas fiestas de invierno, entre Nochebuena y Año Nuevo, el comité federal del PSOE se reúne en Ferraz y decide prohibir a Pedro Sánchez iniciar contactos con Podemos para formar Gobierno a menos que este partido recién nacido, y que acaba de obtener 69 escaños, renuncie expresamente a defender un referéndum independentista para Catalunya. Las elecciones habían sido ocho días antes, el domingo 20, y el resultado dejaba claro que los ciudadanos de este país habíamos decidido jubilar al bipartidismo que nos había estado gobernando durante casi cuatro décadas.

Las elecciones las había ganado el PP de Mariano Rajoy con 123 diputados, el PSOE había conseguido 90 y Ciudadanos, formación modelada por el empresariado para frenar tanto a Podemos como al soberanismo catalán, logró alcanzar 40 escaños. El diario El País, en manos de Antonio Caño, el peor director que el rotativo ha tenido en su historia, regalaba a la derecha cada día portadas beligerantes con Podemos y Catalunya, con Iglesias y Artur Mas (Puigdemont ni siquiera había saltado al ruedo aún), que competían en cuanto a ensañamiento con los diarios de cabecera de la derecha de toda la vida.

Todavía obediente en aquel entonces con sus "mayores", y haciendo gala de la mentalidad práctica que lo adorna, el secretario general socialista pactó con Ciudadanos primero y luego le ofreció a Podemos sumarse para completar la mayoría absoluta siempre y cuando, claro estaba, Iglesias y los suyos dejaran de lado su apuesta por el derecho a decidir de la ciudadanía catalana. Resultado: repetición de elecciones tras la investidura fallida de Sánchez y renuncia de Rajoy a presentarse porque siempre admitió que no contaba con los apoyos suficientes.

La convocatoria del 26 de junio de 2016 cambió poco las cosas: el PP obtuvo 137 escaños, –¿les suena la cifra?–, el PSOE bajó hasta 85, Podemos llegó a 71 con IU y Ciudadanos perdió ocho, pero aún tenía 32. Verano terrible aquel en el que no se llegó a ningún acuerdo. Sánchez se negaba a apoyar a Rajoy y su partido lo echó en un golpe de Estado interno perpetrado el primero de octubre. Tras elegir una comisión gestora, el socialismo "de toda la vida" decidió abstenerse para que Rajoy pudiera gobernar.

Lo que sigue quizás lo recordemos mejor, porque está algo más cerca en el tiempo: en 2017 Sánchez volvió a presentarse a secretario general de su partido, le ganó las primarias a Susana Díaz, y Rajoy, que no supo o no quiso rebajar la tensión en el conflicto catalán, se encontró primero con un referéndum y más tarde con el presidente de la Generalitat en el extranjero. Aplicó el 155 y buena parte del Gobierno autonómico fue encarcelado.

Poco más tarde se descubrió, mire usted por dónde, que tal como estaba configurada la correlación de fuerzas en el Congreso de los Diputados los números daban para una moción de censura encabezada por Sánchez. Podemos y los soberanistas catalanes se pusieron a ello y Rajoy fue desalojado. A partir de ese momento, las derechas se confabulaban para combatir a sus principales demonios: Podemos y Catalunya, Catalunya y Podemos; Iglesias y Puigdemont, Puigdemont e Iglesias.

Hay que reconocer que el bipartidismo sabe defenderse, que tiene recursos y apoyos que le hacen incombustible: dinero a espuertas, el 90% de los medios y una acreditada falta de escrúpulos. Pero, a menos que triunfara un golpe de Estado y cayéramos en el involucionismo por el que ahora trabajan sobre todo los fascistas de Vox, pero no solo ellos, no tiene manera de evitar que las aspiraciones de un amplio porcentaje de la ciudadanía tengan su reflejo en los resultados electorales, como sucedió el pasado 23 de julio. Y si los resultados son los que son, es porque la gente piensa como piensa aunque haya quien se empeñe en que dejen de pensar como lo hacen.

Demonizar a Podemos está demostrado que no funciona, por muy hibernada que ahora parezca esta formación política, que tampoco lo está tanto. No funciona porque lo que hay detrás son ideas, propósitos y una manera de entender la vida que el bipartidismo se empeña en ningunear. El enfrentamiento con los partidos nacionalistas tampoco parece resultarles demasiado útil porque sus representantes en el Parlamento de la nación están respaldados por millones de ciudadanos que gozan de los mismos derechos que quienes se empeñan en patrimonializar su idea de España una, grande y libre.

Desde 2015 estamos en las mismas. Desde aquel día de los inocentes en que el PSOE impidió a Sánchez pactar con Podemos si estos se empeñaban en respaldar el derecho a decidir de los catalanes, el bipartidismo y su apéndice ultraderechista tropieza en las mismas piedras. Antes, Iglesias; ahora, Puigdemont. Siempre topan con la cuestión catalana y se empeñan en continuar sin resolverla de la única manera posible que existe: desde la política y con mucho diálogo.

La intransigencia nunca puede ser el camino, el futuro solo pasa por entender, además de respetar sus postulados, a quienes tienen legítimo derecho a participar en la gobernabilidad del país y contribuir a su diseño. Sánchez, si llega el momento propicio, abrazará a Puigdemont como en noviembre de 2019 abrazó a Iglesias. A ver qué pasa.

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