El ojo y la lupa

Gloria y caída de Maiakovski, el poeta rojo

libroEn Prohibido entrar sin pantalones (Seix Barral), Juan Bonilla recrea, con todos los instrumentos de la novela y algunos menos del ensayo, la biografía de Vladímir Maiakovski, el gran poeta rojo, profeta de las vanguardias y el modernismo rusos, transgresor y provocador por antonomasia antes de 1917, glorificado por el régimen comunista y crucificado luego por elitista incapaz de adaptarse con el debido entusiasmo a la línea oficial del partido. Cuando el desencanto y la amargura le empujaron el 14 de abril de 1930 a apretar el gatillo de una pistola Browning de fabricación española, con tan sólo 37 años, ya le había dado tiempo a hacerse viejo, a sentir que su tiempo había pasado, incluso a arrepentirse de haber elaborado informes contra otros escritores.

Bonilla ha escrito un libro magnífico. Las palabras del poeta de hace un siglo encajan en el texto de tal forma que cuesta distinguirlas de las del escritor de hoy. A través de ellas, se escenifica la exuberancia artística de la Rusia prerrevolucionaria, las disputas entre acmeistas, simbolistas y futuristas, el impacto de una poesía y una forma de vida provocadoras, cuya única regla era que no había reglas y que había que hacer tabla rasa de todo lo  anterior. Y también lo bueno y lo malo, la esperanza y la decepción que traería el régimen comunista. Por las páginas de Prohibido entrar sin pantalones transitan Gorki, Pasternak, Ajmátova, Maldelstam, Blok, Bunin, Esenin, Bábel, Meyerhold y Eisenstein. También Stalin, Lunacharski, Lenin y Trotski, y casi ninguno sale bien parado.

Maiakovski consideraba compatibles el ideal revolucionario y el poético. Creía que el Octubre rojo traería consigo no solo justicia y pan para todos, sino también una explosión de libertad. Antes de 1917 aseguraba, en versión de Bonilla: "Hay que negarse a admitir la superioridad moral de quien manda y da ordenes precisas acerca de cómo vivir, cómo amar, como comportarse, qué leer, qué aplaudir, cómo vestirse. Había que echar abajo todo eso, destruir todos los detalles del mundo heredado e inventar un nuevo territorio de libertad absoluta".

Cuando cayó el régimen zarista, esa utopía duró lo que un suspiro, lo suficiente como para juzgar a Dios por crimen de lesa humanidad. "Puro futurismo", diría. La sentencia, a muerte, se ejecutó con los disparos al cielo de un pelotón de soldados. O para inventar un nuevo periodismo, no ya a través de la mítica revista LEF, sino de la contratación de actores para que escenificaran por la calle las noticias.

Maiakovski creía que "la revolución de las ideas, sustanciadas en el socialismo y el posterior anarquismo, no puede separarse de la revolución de las formas, sustanciada en el futurismo". Escribió: "¿Quién es más/ el poeta o el técnico (...)/ Los dos./ Los corazones son también motores" (de El poeta es un obrero). Y: "Arrasadas las antiguallas/ un mito nuevo/ se impondrá en el mundo" (de 150.000.000). Y: "Ayer, a las seis y cincuenta/ murió el camarada Lenin (...)/ El horror hizo brotar/ un estertor de acero./ Una ola de sollozos/ pasó sobre los bolcheviques" (De Lenin). Y: "Quiero que mi pluma sea una bayoneta, que del trabajo de hacer versos, como de la producción del hierro y del acero, el camarada Stalin informe al ejecutivo diciendo: en cuanto a nuestros versos hemos sobrepasado el fin de la producción de antes de la guerra".

Maiakovski nunca dejó de ser el ingenuo poeta que no admitía más reglas que las que le dictaba su talento. Llegó a pensar que su panegírico a Lenin le blindaría, le haría intocable. Pero no con Stalin. Este no le humilló como a Bulgákov, al que convirtió en limpiador de un teatro. Le dejó viajar al extranjero y le ahorró el GULAG o el tiro en la nunca, pero le segó la hierba bajo los pies, y dificultó la edición de sus obras completas y sus intentos de trabajar para el cine y el teatro. También alentó que le reventasen sus recitales, que le acusasen de elitista, de anteponer su amor de perrito faldero por una burguesa caprichosa –relación tratada extensamente en el libro- al interés de la clase obrera. Pero su delito fue uno solo: querer ser y vivir como un poeta.

El estilo de Prohibido entrar sin pantalones se adapta como un guante a la evolución de la vida y obra de Maiakovski. El mismo lector que se exalta con la descripción de la explosión política y cultural prerrevolucionaria, entiende el entusiasmo y la fe en el futuro que inspiró el régimen comunista, y se amarga cuando se  malogra ese ideal de libertad y progreso. Hasta que el poeta se dispara en el corazón, "el lugar del futuro", como dice Bonilla.

Ya muerto, quienes le mataron –aun sin apretar el gatillo- le convierten en un mito. Unas 700.000 personas le rinden tributo. Y 8 años, 4 meses y 28 días después, el régimen le dedica una monumental, exuberante, socialista y futurista (¿) estación en el fastuoso Metro de Moscú. Con 38 mosaicos multicolores que recrean los logros técnicos y deportivos del país de los sóviets, e ilustran el ideal comunista de construir una sociedad perfecta.

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