El ojo y la lupa

De ‘House of cards’ a ‘Marseille’

A pesar de la excelente reseña de Marseille que ya ha hecho en este medio María José Arias, no me resisto a la tentación de comentar esta primera producción europea de Netflix, siquiera sea para compararla con la serie norteamericana de la que, en buena medida, es deudataria: House of cards.
En ambos casos, hay un protagonista absoluto, un actor prodigioso que destaca en su segunda vida para la pequeña pantalla, sin desmerecer de la que desarrolló para la grande y le hizo ganar un lugar de privilegio. Kevin Spacey y Gerard Depardieu se bastan por sí solos para dar credibilidad a sus personajes. Muy malos tendrían que haber sido los directores y guionistas (lo que no es ni mucho menos el caso), y muy cicatero el esfuerzo de producción (tampoco) para echar a perder tanto talento interpretativo.

Ambos actores están espléndidos y en exuberante madurez artística. El británico, escenificando a un político sin escrúpulos, Frank Underwood, curtido en las conspiraciones y mangoneos del Capitolio y que, sin reparar en medios –por sucios o criminales que sean- intriga para alcanzar la presidencia del país más poderoso del planeta. El francés, encarnando a Robert Taro, eterno alcalde de la segunda ciudad del país, Marsella, que decide optar de nuevo al cargo en respuesta a la traición de Lucas Barrés, su número dos, a quien se la iba a entregar en bandeja.

No es posible designar un ganador en este hipotético duelo interpretativo entre Spacey y Depardieu, tan grandes ambos aun que cada un o a su particular manera. Habría que dictaminar combate nulo, o mejor dar a los dos como ganadores. El nivel apenas decae en el segundo escalón del reparto: Robin Wright en el papel de esposa de Underwood, Benoît Magimel como Barrés, y Stephane Caillard y Geraldine Pailhas como la esposa y la hija del alcalde marsellés.

Cabría preguntarse si los actores de Marseille se han inspirado en parte en los de House of cards. No sería extraño pero, en todo caso, eso no les habría llevado a la imitación sino a la recreación diferenciada, porque los personajes que encarnan tienen un perfil moral diferente. En la serie norteamericana es resultado de la ambición en estado puro. En la francesa, ésta es solo un elemento importante, pero no el esencial, y como se desvela a medida que avanza la acción, se ve sobrepasada por sentimientos más elementales y frecuentes, como el remordimiento y la venganza. Marseille deriva hacia la tragedia de tonos shakesperianos, con ecos de El rey Lear y Ricardo III. El último capítulo, en el que se cierran todos los flecos abiertos en la trama, y que concentra quizá un exceso de intensidad, lleva esta línea argumental a un extremo que roza la desmesura.

El argumento de Marseille parece, en principio, más pequeño que el de House of cards. No ya tan solo por la transcendencia de lo que está en juego, sino sobre todo por lo acostumbrados que estamos a la estética norteamericana, impuesta por una omnipotente y omnipresente industria cinematográfica que lleva toda nuestra vida intentando impregnarnos de una visión del mundo ajustada a los intereses del imperio. Pero lo que la serie francesa pierde en dimensión aparente, lo recupera con creces en intensidad humana, y debería ser más fácil para un europeo entender las motivaciones personales de los personajes franceses que las de los norteamericanos.

Aunque el factor humano es más relevante que el político en Marseille, puestos ya a comparar las dos pugnas políticas que exponen ambas series, es más fácil entender y resulta más ilustrativo seguir los entresijos de una campaña electoral por la alcaldía de una gran ciudad europea que la pugna a mayor escala de House of cards, que suena demasiado a dejà vu en decenas de películas de Hollywood.
Tanto en uno como en otro caso, el espectador asiste a toda clase de tejemanejes, desde la compra de voluntades a la eliminación de obstáculos incómodos o la necesidad de transigir con poderes fácticos, con frecuencia siniestros, cuyos intereses chocan frontalmente con los de la mayoría de los ciudadanos. Juego sucio para dar y recibir del que quizás ninguna campaña electoral –ni en Europa ni en EE UU- se vea libre.

Si acaso, la serie francesa deja un resquicio a la esperanza, porque más allá de sus motivaciones más íntimas y de las inquietantes alianzas en las que se enredan, ambos candidatos a la alcaldía de Marsella están convencidos de que su proyecto es el mejor para la ciudad.

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