Otras miradas

Luditas y cornucopianos

Federico Herrera

Jefe del Laboratorio de Estructura y Dinámica Celular. Instituto de Tecnologia Quimica e Biologica (ITQB NOVA), Oeiras, Portugal

¿Cuánta tecnología es demasiada tecnología? Esta pregunta es de las más complejas que un ciudadano puede hacerse en una sociedad tan tecnológica y a la vez tan acientífica como en la que vivimos. Y debería hacérsela. Deberíamos hacérnosla todos. No me refiero sólo a considerar los posibles riesgos que una tecnología puede conllevar para los consumidores; me refiero también a valorar la repercusión ética, económica y social (política, ecológica, laboral, cultural, educativa, afectiva, etc...) de su implantación.

Sin embargo, la sociedad de consumo parece esforzarse en evitarlo, desviando siempre la atención y la discusión social hacia la utilidad –real, potencial o simplemente estética- de la nueva tecnología y, sobre todo, hacia los beneficios económicos que va a producir. Los estudios de seguridad/toxicidad/impacto ambiental avanzan muy lentamente y los protocolos institucionales de seguridad parecen desarrollarse sólo a partir de malas experiencias propias o ajenas. Por ejemplo, a día de hoy, España aún no tiene un registro de los suelos contaminados con residuos radiactivos.

En los controles que los Estados han impuesto a la Industria ha primado históricamente el no hacer excesivamente costosos los procesos de desarrollo y producción para no perjudicar la competitividad de las empresas. Por ejemplo, a las empresas de pañales y plásticos desechables nunca se les han aplicado impuestos especiales por el daño medioambiental que causan sus productos, ni se les han exigido planes de recuperación y reciclaje de los residuos que genera su consumo (no su producción, eso es otro tema). Así, llevamos décadas arrastrando un problema ecológico de una dimensión extraordinaria y creciente, y de costosa y difícil solución.

A medida que algunos sectores sociales han ido comprendiendo la gravedad de la situación, ha ganado volumen y protagonismo el debate sobre las nuevas tecnologías (e incluso sobre algunas ya relativamente antiguas, como la energía nuclear o el uso de leche en polvo de sustitución). Las posiciones anti- y pro-tecnológicas se han polarizado progresivamente y han surgido dos grandes frentes, que se denominan mutuamente de forma despectiva "luditas" y "cornucopianos". Luditas y cornucopianos se desprecian con saña y libran una interminable y sucia guerra de trincheras, con el desorientado consumidor en el medio.

Los cornucopianos (o "cientifistas" o "tecnofideistas"[1]) dicen que los luditas son irracionales y anticientíficos, un freno para el progreso, malthusianos alarmistas y cobardes que exageran el impacto de la bomba poblacional de los Ehrlich, ignorantes incapaces de comprender el potencial de la tecnología para mejorar la vida del ser humano, idealistas, románticos enamorados del falso ideal de comunidad del hombre con la naturaleza que se inventó Rousseau. Los luditas no se dan cuenta –siguen diciendo- de que la naturaleza es impersonal, dura y fría, ni de que el ser humano está solo ante la adversidad y su  supervivencia depende exclusivamente del control que consiga sobre las terribles fuerzas de la naturaleza.[2]

Los luditas, por su parte, dicen que algunos cornucopianos podrían ser optimistas patológicos con una fe ciega en que la Tecnología permitirá sortear todos los baches, salvar todos los obstáculos por grandes que sean (incluidos aquellos nada pequeños que nosotros mismos hemos provocado), pero que la inmensa mayoría de ellos son gente arrogante y desaprensiva que infravalora los riesgos y sobrevalora los beneficios de cada nueva tecnología guiados por la avaricia, no por el conocimiento; lacayos del sistema, del poder económico, de las multinacionales; representantes del pensamiento único, del mainstream; malvados manipuladores del rebaño (o, en algunos pocos casos,  ingenuas ovejas que se han dejado engañar por lobos con piel de cordero). Los cornucopianos no quieren entender –siguen diciendo- que el mundo se va a la mierda a los vertiginosos pasos del mercado y la tecnología; no quieren entender que lo más prudente y sensato es avanzar despacio, sin pausa pero sin prisa, hacia la utopía de una vida feliz en armonía con la naturaleza.2

Cuando hay mucho ruido en el ambiente conviene siempre recordar a Bertrand Russell: "El impulso hacia la construcción científica es admirable cuando no frustra ninguno de los impulsos principales que dan valor a la vida [...]. Los líderes del mundo moderno están borrachos de poder: el hecho de que puedan hacer algo que nadie antes hubiera creído posible les parece suficiente razón para hacerlo. Pero el poder no es uno de los fines de la vida, sino simplemente un medio para alcanzar otros fines, y hasta que el ser humano no recuerde los fines a los que el poder debería servir, la ciencia no hará lo que verdaderamente podría para contribuir a una buena vida".[3]


NOTAS
[1] Ver, por ejemplo, Merchants of Doubt: How a Handful of Scientists Obscured the Truth on Issues from Tobacco Smoke to Global Warming. Naomi Oreskes y Erik M. Conway (2010).
[2] Ver, por ejemplo, La izquierda Feng-Shui: Cuando la ciencia y la razón dejaron de ser progres (Ed. Ariel). Mauricio-José Schwarz (2017)
[3] The Scientific Outlook. Bertrand Russell (1931). La traducción es mía, perdón si no es perfecta. Para mayor detalle, el extracto ha sido sacado del último capítulo: "Science and Values".

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