Otras miradas

El grado cero de Roland Barthes

Antonio Puente

ANTONIO PUENTE

Escritor y periodista. Su último libro publicado es el poemario ‘Sofá de arena’

Paradoja de la efemérides: se cumplen ahora 30 años de la muerte del autor de La muerte del autor. Un episodio tan banal y antiheroico como la suerte que él mismo confiere al aura de los creadores una vez consumadas sus obras, sin rostro alguno, sin nombre, extintos en la tinta (pues lo que llamamos la obra no es sino "la cola imaginaria del texto", y lejos del ideal romántico y de la Ilustración, el autor nunca está detrás de este, sino ilegiblemente "perdido en medio del texto"; y, sobre todo, "el nacimiento del lector implica la muerte del autor") fue el que aconteció sobre el asfalto de la rue des Écoles, en la fachada del Collège de France en que impartía sus clases ("grado cero", fragmento, disolución, defunción del autor, la experiencia suprema del amor es la de "un texto sin contexto"...), cuando resultó mortalmente atropellado por una furgoneta de reparto de una lavandería.
El hecho de no morir en el acto aquella tarde de finales de febrero, sino unas semanas después, en el hospital de Salpêtrière, contribuyó a silenciar la anécdota de que el día de autos había almorzado en privado con François Mitterrand, a instancias de su amigo, el futuro ministro de Cultura Jacques Lang. Un silencio, al parecer, deseado por ambas partes: Barthes, por su aversión a cualquier agenda pública fuera del marco intelectual, y Mitterrand, para no parecer gafado...

De modo que una insignificante furgoneta de reparto con ropa limpia junto a la calzada del epicentro del saber, cercenando la vida del lúcido padrastro (pues no hay padre ni patrón, frente al desmadrado placer del texto) del posestructuralismo. Acaso sea un episodio culminante para una cierta arqueología del saber secular. Pues hay, tal vez, una macabra línea de continuidad retrospectiva –una "cadena textual", diría el autor de El grado cero de la escritura–, entre ese desconocido conductor de la furgoneta que, en 1980, arrolló mortalmente a Roland Barthes, el camarero que, a mediados del siglo, propició el suicidio de Dylan Thomas, y el cochero que, un centenario antes, en 1889, desató la locura de Nietzsche. Tres agentes anónimos que, a través de una perfecta carrera rotatoria por tres puntos neurálgicos de la cultura occidental (la puerta de la Sorbona, el hotel Chelsea de Manhattan y la plaza Carlo Alberto de Turín), conducen al más irónico paroxismo el desamparo del hombre contemporáneo. Liquidan, accidental pero literalmente, a tres emblemáticos pensadores de la liquidación, que coinciden en denunciar la profunda deshonestidad que encierra la voluntad de sistema de la encostrada moral burguesa, para abrirle la espita a un cierta redención a través de la afirmación subjetiva y fragmentaria. Levantan estos, sucesivamente, el acta de defunción de Dios, del Poeta y del Autor, e, ironías de la muerte, son finiquitados, en pleno trasiego rodado, por tres Poncio Pilatos involuntarios y anónimos.
Ciertamente, el episodio de la muerte de Roland Barthes (Cherburgo, 1915-París, 1980) parece culminar, en paroxismo y absurdo, el derroche de esa imagen de crística paganía de un Nietzsche abrazado al lomo del caballo que estaba siendo duramente fustigado por el cochero, para recibir en su lugar los golpes y entrar en un silencio irreversible, y de un Thomas que ponía este broche de oro a su gira de recitales en Manhattan: "He tomado 18 whiskys seguidos; creo que es un buen récord", para entrar en el coma que le propició la muerte. La página en blanco que dejó el primero sobre su escritorio y el recado imposible de uno de los poemas finales del segundo, "¡Hombre, sé tú mi metáfora!", parecen una formidable pretexto o inspiración de fondo para el autor de La muerte del autor.
"La literatura –señaló con su proverbial pluma seductora– es el kamasutra del lenguaje". Bajo su ludismo fragmentario y su escritura muchas veces centrífuga y disolvente –presidida por un cierto dandismo a la defensiva–, hay, entre líneas, una reivindicación quizás más perdurable que el compromiso sartreano, y es la honestidad creativa. La falsificación cultural fue uno de sus caballos de batalla. "Lo que caracteriza a las sociedades avanzadas es que consumen imágenes y ya no creencias; son más liberales pero también más falsas, menos auténticas", señaló, para prevenirnos de que "el poder enmascara siempre de natural y necesario lo que no es sino contingente y arbitrario".
Nos legó la sutil paradoja de que no hay nada más subversivo que escribir un libro rompedor, pero también nada más converso que presentar ese mismo libro en sociedad. En definitiva, la muerte del autor no es una licencia para que el escritor baje la guardia. Al contrario; por los mismos años cincuenta en que el premio Nobel italiano Eugenio Montale anotaba en su diario: "Antes los poetas teníamos un público, pero ahora este se ha desentendido y se ha puesto a escribir", Barthes pronosticaba, en El grado cero de la escritura, la célebre distinción entre "escritores" y "escribientes", mientras alertaba sobre la plaga de esta última especie que se vendría encima, en detrimento de aquellos. Estos devendrían en los nuevos voyeurs –para quienes la palabra sólo tiene un valor instrumental y contingente–, y terminarían por usurpar el lugar del antiguo "visionario" –para quien escribir es "un verbo intransitivo" y una experiencia fundacional de revelación a través del lenguaje–. El cometido de la escritura literaria es, explicaba, "expresar lo inexpresable", y lanzó, como un meteorito, esta concluyente prueba de fuego: "Escritor es sólo aquel para quien el lenguaje crea un problema".

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