Otras miradas

¿Para qué sirven los seguidores?

Diana López Varela

Periodista y guionista

Los logos de las redes sociales Twitter y Facebook. REUTERS
Los logos de las redes sociales Twitter y Facebook. REUTERS

De tanto que va al cántaro a la fuente, al final se rompe el cántaro, o se seca la fuente, y la mía llevaba más de un año dando señales severas de extinción. He dejado Facebook y Twitter, de un tirón y sin posibilidad de recuperar las cuentas porque pulsé el "sí a todo" cuando el algoritmo me preguntó, amenazante, si pretendía retirarme definitivamente. Me he ido sin propósito de enmienda, o como propósito de año nuevo, y como consecuencia inmediata he perdido 16.000 seguidores de golpe (12.000 en twitter y 4.000 en la página de facebook) que ya sé, son pocos para la comunidad influyente, pero el mundo entero para un empequeñecido ego de provincias. Después de esta decisión radical, no tardaron en llegar los correspondientes mensajes interesados por mi estado de salud (mental) que no supe muy bien cómo tomarme. A todos nos perturba que alguien abandone las redes sociales cuando todavía está lleno de vida, no deja de ser algo así como la antesala del suicidio: el último concierto de Amy Winehouse.

Como con el tabaco, no era la primera vez que coqueteaba con la idea de romper las cadenas que me ataban a esta dependencia estúpida, y muchas veces había fantaseado con el colapso mundial de todas las redes, WhatsApp incluido, y con la vuelta al mundo feliz de mi infancia y mi adolescencia en el que ya saben, las chavalas quedábamos a golpe de timbrazos en el portal, jugábamos en las calles, y las cartas de San Valentín se amontonaban en el buzón de Tercero A. Durante el último año y medio había amagado con cerrar mis perfiles principales en varias ocasiones. Por supuesto que hubo motivos concretos (algún linchamiento puntual que enseguida se apagaba por la aparición de otro sujeto linchable, meteduras de pata menores, y arrepentimientos de última hora por ser más bocazas de lo que me gustaría) pero también, y, sobre todo, estaba el cansancio. Un cansancio pesadísimo y cada vez más intolerable sobre la repercusión de cualquier tontería, y sobre el uso (o autouso) de mi imagen, de nuestra imagen, para vendernos en el mercado del gratis total. El mercado en el que deambulan despedazados gajos de nuestras vidas y de nuestras opiniones, un derroche de locuacidad que casi nunca sale gratis. Por la boca muere el pez y por nuestra intimidad compartida muere un poco nuestra libertad en manos de los latinkíns de las redes y de las hienas de los datos personales. Esas hienas no son solo empresas, también está papá Estado, grupos políticos, bancos, fuerzas de seguridad u oenegés a las que gustosamente cedemos nuestros datos por alguna causa que casi nunca se resuelve gracias a una firma digital. Si ningún tuit mío de hace más de una hora me representa, ¿cómo iba a representarme lo que escribí en 2018, 2017 ó 2011? Si nunca he tenido interés en saber nada de antiguas amistades o viejos amores, ¿por qué iba a tener que seguir sosteniendo todo el peso del pasado que Facebook se empeñaba en recordarme, a cara de perro, cada semana?

En el otro lado, estaban los motivos que hacían que me quedase, aún cuando a principios de verano cerré Twitter por primera vez después de que una torba de hinchas de la maternidad militante me sacudiesen encolerizadas por poner en entredicho el instinto maternal en una entrevista de televisión. El principal, eran los artículos. La lucha por la viralidad nos ha convertido a periodistas y opinadores en esclavos de las redes. Porque existe una ley no escrita, aunque muy vigente, en la que el escritor tiene la obligación moral de promocionar sus trabajos. A más seguidores, más retuits se nos suponen. Más likes. Más comentarios. Más "conversación" en torno al tema. Más responsabilidad, en definitiva, en la difusión de un texto cuyo éxito se aleja cada vez más del contenido. El clickbait está matando cualquier atisbo de interés periodístico y ya nos hemos acostumbrado, como una nueva forma de autocensura,  a pensar en titulares polémicos, temas polémicos, perfiles polémicos. Nos hemos mariapatiñizado a cambio del aplauso fácil. Y aunque los comentarios sean negativos y francamente hirientes, es esa furia hacia el autor o autora, carne de cañón de fácil acceso, la que también mueve el mercadeo de la prensa más precaria de la historia de nuestra democracia. Ahora estamos obligadas también a hacer un ejercicio de cinismo, a convertirnos en las Risto Mejide de la crítica, empoderadas de pacotilla esquivando las hostias a base de estoica jocosidad. Conozco a muchas compañeras, periodistas, que tuvieron que desconectar Twitter semanas enteras después del diluvio recibido tras la publicación de algún artículo.

El segundo motivo había sido, sin duda, la publicación de mi libro a principios del verano pasado. Me sorprendió saber que la propia editorial recalcase el número de seguidores que los autores tenemos y me sentí responsable de mi perfil bajo, bajísimo, en el que apenas había reclutado nuevos seguidores desde hacía meses, porque la vida me llevó a preocupaciones más genuinas. La inactividad se paga cara, me dije. Después llegó mi colaboración en radio, tras el parón veraniego. Y así me enrollaba una y otra vez en el bucle de Twitter, medio ausente hasta que publicaba y podía disfrutar de esa pequeña descarga dopamínica cuando algo lo petaba y el contador sobrepasaba las tres cifras. Es inevitable pensar en el lado bueno de las cosas, la luna de miel que cada cierto tiempo las redes nos regalan. El mensaje privado que a mí me ayuda más que la introspección para llenar la página en blanco. Escribimos para que nos lean. Yo, al menos. Y reconozco que twitter me ha acercado a personas maravillosas que generosamente han compartido sus historias y opiniones conmigo. La comunidad puede -y debe- ser crítica con los autores, pero debemos exigir normas claras de convivencia que impidan el acoso gratuito.

Una amiga periodista que acumula un número considerable de seguidores en su haber me dijo hace algunos meses que ella también estaba exhausta de la sobreexposición y del bullying, y que había meditado seriamente sobre la posibilidad de darle portazo al pajarito. Pero me dijo también que aún no se sentía preparada para perder todos esos seguidores que tanto le había costado conseguir. Me di cuenta de que los seguidores son las acciones de los pobres. Valemos según la cantidad de cuentas (que no de personas) que nos siguen. Si las acciones -seguidores- caen, perdemos nuestro capital social. A los tuiteros se les respeta en función del número de followers ("¡qué importa lo que diga ese, lo siguen 50 personas!)  y a los instagramers se les ofrecen colaboraciones teniendo en cuenta las "k" de sus perfiles. Pero en esto de la información y la creatividad, dos sectores enormemente dependientes de las redes, el éxito no siempre es una fórmula matemática. Ojalá yo hubiese vendido esos 12.000 libros, me hubiesen seguido 16.000 oyentes en mi última colaboración radiofónica, y mi último artículo colgado en Facebook superase los 4.000 compartidos.  La "paradoja Corberó" se aplica a grandes y a pequeños: el número de seguidores no asegura ingresos a marcas, audiencias a televisiones y, afortunadamente, tampoco lectores a los periódicos. El nuevo hombre/mujer orquesta (creador, instagramer, tuitera, locutor y colaboradora de alguna plataforma) está agotado y confundido.

El youtuber más famoso del mundo, Pew DieDie , acaba de anunciar un descanso sin fecha de vuelta, algo que ya había hecho el Rubius en el año 2018 aquejado de "una ansiedad del copón". Justin Bieber, Selena Gómez y otras muchas estrellas se han estrellado en ese diálogo incesante con los seguidores, que no siempre aprueban con un corazón la última conquista. Por mi parte, el único perfil que mantengo activo es el de Instagram, que ya oculta sus likes, y cuyo uso me interesa por su perfil amable y porque no estoy dispuesta a perderme las actualizaciones de Jennifer Aniston, recién estrenada en esta red y regalando dardos a Brad Pitt. O, como dice Tuices, responsable de mi hilo preferido de todos los tiempos, "he vuelto a Tinder a sabiendas que a donde debería volver es a la psiquiatra". Sin duda, personas como ella son lo mejor de esta década en redes.

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