De pequeño me ocurrió como a Obélix, me caí dentro de una marmita de poción mágica. Pero la mía no era de fuerza sobrehumana, era la marmita de tocar los cojones. Los toco aunque no quiera, porque no controlo bien mi irreverencia. Ni os cuento lo que pasa cuando sí quiero tocarlos, como hago en Twitter. Me convierto en una abeja glotona, que liba como si fuera néctar de las flores, la rabia y la impotencia que produzco en La Caverna.
La penúltima que lié fue hace un año, cuando se quemó Notre Dame, la cuna de la polifonía religiosa. Probablemente, una de las catedrales más hermosas del mundo. Me limité a decir que el Destino era un gilipollas, porque pudiendo haber chamuscado La Almudena, se cebó con Notre Dame. La Caverna se tomó como una herejía lo que en el fondo no era más que una crítica urbanística. Hay consenso entre todos los arquitectos de nuestro solar patrio en que la Almudena es una atrocidad de piedra, una mezcla espeluznante de estilos, "un cruce entre Lladró, el Museo de Cera de Colón y Las Vegas", como la definió un sabio. Pues no hubo forma de que los fachuzos encajaran el tuit: me convertí en trending topic y me excomulgaron desde ABC hasta el Marca.
Aprovecho estas líneas para aclarar que solo estaba expresando mi deseo de que ardiera la catedral. Sin obispos dentro.
Esta semana la he vuelto a armar. Con mi tuit sobre las lágrimas de cocodrila de Ayuso (vertidas, curiosamente, en La Almudena), he convertido Twitter en un nido de avispas rabiosas. Pero es que conozco el postureo lacrimógeno desde mi más tierna infancia. Mi madre, Gabriela Sánchez Ferlosio me contaba a menudo como su hermano Mino tuvo una pelea feroz con otro hermano, en ese ambiente de El Señor de las Moscas que se crea en las casas cuando los padres nos dejan solos. Mino se llevó la peor parte y mi madre se acercó a consolarle e intentó secarle las lágrimas. Pero él se negó en redondo al grito de
¡No me las quites todavía, que me las tiene que ver mami!
A falta de heridas de guerra, la única prueba irrefutable que podía ofrecer mi tío del maltrato que le había infligido su hermano eran sus gruesos lagrimones resbalándole por las mejillas.
Ayuso ha hecho lo mismo. Se ha marcado un Diego El Cigala, un Lágrimas Negras. Solo que quien tenía que verlas en La Almudena era la tele, no su madre. Es un clásico pepero. Las ranas genovesas tienden siempre a hacerse perdonar su desastrosa gestión con obscenas exhibiciones de sollozo en público. Apuesto a que Ayuso lo aprendió de Espe, de cuyo perro fue community manager. Cuando Ignacio González fue detenido, Espe quiso hacer olvidar a la prensa que todo apuntaba ahora hacia ella. De hecho, ahora mismo está imputada por media docena de delitos y ya no la libra de Soto del Real ni Cristo que lo fundó. Su recurso escénico fue romper a llorar a público. Para intentar convencer a la opinión pública que lamentaba la corrupción como la que más. La corrupción que ella misma había alentado.
No me mofo de las lágrimas de Doña Atascos. De hecho, suelo conmoverme cuando alguien llora en público. Me río de lo que Ayuso hace con ellas antes y después de que le hayan brotado. Antes de salir para La Almudena, elige a conciencia un rímel barato, de los que se corren enseguida. Es verosímil que por consejo de su jefe de gabinete, Miguel Ángel Rodríguez, un majadero sin escrúpulos que domina la manipulación emocional. Pero no cuela. Los productos que se fabrican hoy día para realzar la mirada están hechos a prueba de lágrimas. Es imposible que se transformen en ríos de chapapote y te bajen hasta el mentón. Ni Viktor Orban y sus gases lacrimógenos te podría llevar hasta ese extremo.
Pero incluso si tal cosa hubiera ocurrido, la reacción humana, espontánea, cuando ves que te has convertido en Natalie Portman en Cisne Negro es sacar un pañuelo y enjugar tus lágrimas. Porque todos sentimos una aversión natural a llorar en público. A convertir una emoción profunda en un show televisado. La consejera de Sanidad de Castilla y León, que lloró hace poco al recordar la muerte de los sanitarios, se tapó la cara cuando rompió a llorar. Su emoción era espontánea y creíble. Su reacción a su emoción, también. Ayuso en cambio posa como una madonna de Piero della Francesca y exhibe impúdicamente su negro lagrimón ante las cámaras. Se tiene que hacer perdonar que Madrid es la Comunidad que ha gestionado la pandemia de forma más desastrosa. Las lágrimas intentan hacernos olvidar los recortes, las muertes de ancianos, los desvíos de dinero...
No cuela. Ya lo dijo Donizetti: la lágrima, para emocionar al otro, ha de ser furtiva, no cantosa.
Y la de Ayuso el otro día en La Almudena era más falsa que un barómetro de José Félix Tezanos.
Comentarios
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