Otras miradas

Nerón en la Casa Blanca

Pablo Bustinduy

El presidente hace un gesto con el pulgar arriba a los periodistas a su llegada a la Casa Blanca, tras asistir al lanzamiento de la misión espacial SpaceX. REUTERS/Yuri Gripas
El presidente hace un gesto con el pulgar arriba a los periodistas a su llegada a la Casa Blanca, tras asistir al lanzamiento de la misión espacial SpaceX. REUTERS/Yuri Gripas

"Cuando empieza el saqueo empieza el tiroteo". Así reaccionó Donald Trump a las imágenes de la revuelta en Minneapolis. Su tuit no era solo una amenaza explícita a quienes se manifiestan en las calles del país. Era también una referencia a las declaraciones de un policía segregacionista en 1967, el año del long hot summer (una serie de durísimas revueltas raciales que acabaron con el ejército estadounidense tomando la ciudad de Detroit). Con el país en llamas por el asesinato de George Floyd, la respuesta del presidente es movilizar el imaginario de los años de plomo estadounidenses, apelar a los momentos más duros de la lucha por los derechos civiles – poniéndose del lado segregacionista. El resultado es imaginable: queroseno sobre el fuego. Es intencionado y efectivo.

La pandemia ha arrasado el marco al que Trump había fiado la reelección: el desempleo en mínimos históricos, la Bolsa por las nubes, seis años de crecimiento económico ininterrumpidos. Esas cifras velaban la imagen de un país desgarrado por la desigualdad, donde el 10% de la población acapara casi el 80% de la riqueza, 40 millones de trabajadores y trabajadoras son pobres, y el patrimonio medio de una familia blanca es 10 veces superior al de una familia afroamericana. El durísimo choque que ha generado la pandemia (más de 100.000 muertes, 45 millones de empleos perdidos) ha hecho saltar por los aires el orden económico y social norteamericano. La herida perpetua de la segregación racial, el gran multiplicador de las desigualdades, ha funcionado como espita. Estados Unidos vive una revuelta social sin precedentes desde los años 70.

La reacción de Trump ha sido inequívoca: combatir el fuego con fuego. Primero construyó la imagen de un enemigo exterior: China fabricó el virus, la OMS colaboró en su propagación, los inmigrantes lo trajeron al país (a día de hoy, Trump ha cerrado las fronteras y suspendido los programas legales de inmigración y asilo). Después vino el enemigo interior: el presidente llamó a movilizarse, en nombre de la libertad, contra las medidas que su propio gobierno había adoptado, en una cruzada declarada contra la ciencia y el sentido común que por desgracia nos resulta familiar. Hoy, con el país fracturado y sublevado por la cuestión racial, Trump apela al imaginario del desorden, el caos social y la anarquía, y llama abiertamente a la mano dura y la militarización del país.

Su última provocación, declarar Antifa (como se conoce en Estados Unidos al movimiento antifascista y libertario) como grupo terrorista, sitúa a un enemigo abstracto dentro de casa, asienta la idea de un orden social amenazado, y legitima un durísimo discurso de excepción contra cualquier forma de oposición o disidencia. Tampoco es algo del todo nuevo: en 2017 Trump describió como "very fine people" a los supremacistas blancos que se manifestaron en Charlotesville, y dijo que la culpa de los enfrentamientos que se produjeron entre el KKK y los antifascistas era de "los dos bandos". Quizá les suene también.

La doctrina del America First, una idea agresiva de la soberanía entendida como repliegue nacional, siempre tuvo un componente económico y otro identitario. La izquierda mundial leyó con dificultad esa estrategia de dos patas, que anticipó la fase ideológica de la desglobalización y sirve de guía y modelo a la extrema derecha del mundo entero. Guerra comercial y muros infranqueables, plantas industriales y jaulas en la frontera. Con las elecciones de noviembre en el horizonte, ante el colapso de su proyecto económico, el discurso gira radicalmente al polo identitario. El otro entre nosotros es el enemigo interior. Trump hace del miedo al desorden el centro del debate político; para ello profundiza cuanto haga falta el desgarro social.

Con los Estados Unidos en llamas, Trump ha decidido ser Nerón. Pero como en 2016, para derrotarlo en las urnas no bastará con no ser Trump. Sucederá en Estados Unidos en noviembre y lo veremos en Europa también. El partido demócrata debe ofrecer un horizonte concreto para la reconstrucción social y democrática del país, para abordar la cuestión racial y redistribuir el poder y la riqueza, o volverá a ser derrotado por Donald Trump.

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