Otras miradas

Escena, público y la nueva normalidad

David Vila

Profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Zaragoza

Personas disfrutan de un soleado día en la terraza de un restaurante en la plaza de la Rinconada, este domingo en Valladolid. Después de 98 días de estado de alarma, Castilla y León entra en una "nueva normalidad" regida por unas medias que, aunque más relajadas que las anteriores, tratarán de preservar la prevención y el control de la Covid-19. EFE/R.García
Personas disfrutan de un soleado día en la terraza de un restaurante en la plaza de la Rinconada de Valladolid en una "nueva normalidad". EFE/R. García

El ambiente de consenso de la nueva normalidad refleja la seriedad con la que la ciudadanía está tomando su presente. En este contexto, se puede reestructurar el tablero, haciendo obvios problemas esenciales sepultados por tiempo, pero también cristalizar una escena política armónica desconectada de la severidad de la crisis social.

La nueva normalidad resulta extraña no por lo abrupto de su llegada, sino por retrotraernos a una situación más plácida que la clausurada al decretarse el estado de alarma. A imitación de otros Estados europeos, el escenario político se ha calmado. Tanto la norma que regulará la nueva situación como los principios de la reconstrucción contarán con mayor respaldo del previsto, la CEOE demanda seguridad jurídica donde reclamaba reformas estructurales, el diálogo social está engrasado, Ciudadanos se ha añadido a la agenda de contactos. A veces el PP cambia el tono, que es el destilado del que se alimentan tantas columnas como esta. También en un plano internacional, la Unión Europea colabora más que en temporadas anteriores de esta sucesión de crisis en la que vivimos y los problemas de eficacia acorralan a las alternativas de derecha radical allí donde antes armaban una ofensiva diaria con tan solo el pulgar.

Un nuevo ambiente son nuevas reglas. Sánchez tiene más margen de maniobra, hacia su organización y hacia fuera, donde puede empezar a recomponer el espacio socioliberal que era su plan A antes de que el resultado electoral y Unidas Podemos lo fijaran en el neokeynesianismo. En general, el clima de prudencia y conservación aumenta el coste de los desacuerdos. El ecosistema mediático incentiva esta percepción y un verano atípico, pero verano, al fin y al cabo, ayudarán a que se pose el polvo levantado durante estos meses.

Sin embargo, si se considera que todo esto se produce en el contexto de un deterioro acusado de los indicadores económicos y sociales, es obligado preguntarse por qué ambiente político y realidad mantienen una relación tan peregrina. Un ambiente político fuertemente polarizado y agresivo puede ser una simple impostación de una conflictividad que no le subyace. Tampoco significa esto que se trate de una pura mentira. Puede ser una boya dejada a los acérrimos, un dog whistle para señalar que, aunque parezca que hemos perdido el rumbo, sabemos quiénes somos. Puede ser una inversión, la siembra de códigos bélicos que, carentes de sentido en ese momento, contarán con su cosecha. O incluso una forma de performar la realidad, de educar el olfato para que, en su momento justo, se crispe ante eventos que de otro modo hubiera tolerado durante meses. Desde la moción de censura de 2018 hasta hace apenas unas pocas semanas ésta parece haber sido la relación entre la escena política y la realidad.

En la nueva normalidad-más-normal-de-lo-normal la relación es otra. El público puede rechazar las películas de miedo porque carece de los temores que se pretenden retratar. Así seguir presentando una España apocalíptica carecería de público si éste diera por amortizada la pandemia y hubiera perdido todo temor a que las pesadillas que se proyectan se hicieran realidad. Pero la gente también se aleja de la ficción de terror cuando da demasiado miedo, cuando retrata sus temores de manera demasiado fiel, sin que el pliegue estético deje entrar el aire suficiente para que la llama tire. Cuando la realidad aprieta no es raro que el ámbito político se deje llevar por la tentación de amortiguarla porque ha pasado a prevalecer un sentido común conciliador, reactivo y creativo respecto a las grandes amenazas. Tampoco en este caso se trata de una pura manipulación de la subjetividad, sino de una manera lógica de evitar problemas prescindibles cuando los inevitables ya tienen bastante empaque.

La cuestión es que esta es una coyuntura muy ambivalente. Puede responder a los consensos propios de los cambios de época, shock mediante, y ver desplazadas así algunas divisiones estructurantes de nuestra política (producción y reproducción, economía y sociedad, intra y extra muros), que se anidaban además con la solidez del tablero de bloques en que había saturado el ciclo político. Por ejemplo, medidas redistributivas como el ingreso mínimo vital o una fiscalidad progresiva pueden pasar a ser obvios. Asuntos políticos vitales, como un sistema público de cuidados o un abordaje sistémico de la crisis ecológica pueden pasar a ser objetivos urgentes. Ahora bien, este ambiente también puede sentar las bases de una dislocación entre la dirección del país y la realidad que profundice la crisis de representación. En nuestro contexto, la dislocación más reciente es la de 2011 en el 15M, una fase de consenso institucional impoluto que sin embargo apenas contaba con público y que trató desde la igualación cínicamente armónica una tristeza que iba por barrios. Sin huir de la política de lo posible, los Presupuestos Generales del Estado darán la medida de la nueva normalidad. Sus principios pueden hacer retroceder décadas la losa de la austeridad o enterrar bajo la misma el pacto social que nos ha permitido superar los peores momentos de la pandemia.

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