Las expediciones marítimas a partir del siglo XVI fueron una de las empresas que dieron carta de realidad al Renacimiento. El nuevo estilo pictórico hizo de cronista de una época de cambios, los navíos de línea fueron la posibilidad para un cambio de época. Esta aventura surcaba las aguas de un globo que se empezó a hacer, cada año, un poco más pequeño, trazándose sobre mapas y cartas de navegación indispensables para que las expediciones no acabaran en desastre: la ciencia anticipaba la esperanza del triunfo. En las fronteras de esos mapas, aquellas latitudes que no estaban aún exploradas, se imprimía una inquietante leyenda: hic sunt dracones. Los monstruos marinos marcaban los límites, el temor, pero también las posibilidades de llegar allí donde nadie había llegado.
Este curso político no es simplemente uno más, incluso en la agitada vida política española de los últimos diez años. El que correspondió a 2015-2016 fue esencial, estando marcado por dos elecciones generales que alteraron ostensiblemente el Hemiciclo, que dejaron a una nueva fuerza como Podemos a un paso de situarse como jefa de la oposición y a un PP que fingía escuchar el sonido de la catarata de la corrupción. El cambio no sucedió porque, entre otras cosas, había unas trincheras muy definidas: todos contra los nuevos. El PSOE aguantó, al menos lo suficiente para que diera tiempo a apartar a Sánchez, Ciudadanos pudo tomar categoría de bisagra y Rajoy hizo lo que mejor se le daba hacer, sentarse a esperar. Por su parte a Podemos le pareció un buen momento para dedicarse al navajeo interno: siempre que la izquierda tiene una oportunidad de transformación le da por atravesar aros de fuego sobre una moto.
Este curso 2020-2021 será tan importante como aquel pero sustancialmente diferente, pese a que sólo han pasado cuatro años desde entonces. Sí, el coronavirus ha venido para hacer aún más inestable lo que ya lo era pero, sobre todo, esta vez el ajedrez no se juega sólo con piezas negras y blancas: los contendientes en la partida son muchos, tantos como los intereses que se cruzan tan cómplices como contradictorios.
Tenemos de un lado a la jefatura del Estado, que desde aquella caída en Botsuana entiende que Estoril no es sólo pasado sino posibilidad de futuro. A Felipe VI le contaron que su intervención televisada en el otoño independentista iba a ser su 23F y lo fue, salvo que sólo para una parte de la población, la embanderada de rojigualdo. Mal asunto para un Rey cuando empieza a ser percibido como figura de parte y no como padre generosamente preocupado por toda la nación. Si a esto le sumamos que las heridas de la corrupción no sanan porque el abdicado es como una sombra alargada e incómoda, la situación para los Borbones se recrudece. Es posible que el republicanismo en España no sea mayoría -el republicanismo como proyecto cívico de construcción de un nuevo orden, no como simple rebote- pero la institución monárquica decrece por momentos. Que el sobrino díscolo se ande paseando en un coche de 80000 euros no ayuda.
El PP confunde ser un partido de Estado con hablar sin dar voces, y no es eso. Pablo Casado es un líder que llegó de rondón gracias a un Rajoy que como último servicio a los suyos se fue de espantada en vez de atar la sucesión. Muchos notables preferían a Soraya Saenz antes que al chico que le llevaba las cosas a Aznar en sus negocios con Gadafi. Casado y su PP juegan un rato a competir con Vox y al minuto siguiente a hablar de estabilidad, sin darse cuenta de que están trasladando a su electorado una discrepancia que nunca había tenido que enfrentar: votar lo que pide la cartera o votar lo que pide el cuerpo, gente que dice gustar de lo sensato salivando por la caña. Lo peor para Casado es que esta indecisión no es ni siquiera su mayor quebradero de cabeza: los casos de corrupción siguen teniendo la temperatura de la lava. El PP tiene razones de sobra para caer, cuando no menos para una refundación. Que no lo haya hecho todavía tiene que ver con el vértigo institucional, agravado por dejar el mando de la derecha en manos de los ultras. Ojo, el "caos o nosotros" no siempre amordaza una erupción.
Y luego están los del Ibex, esa metáfora que cuando ya la teníamos en el imaginario colectivo es cada vez menos precisa. Esto no va de empresarios malos y empresarios buenos, aunque el vicepresidente Iglesias, raudo como una ardilla cuando ve nueces por el suelo, se apreste a ver qué zanjas abre. Los grandes empresarios apuestan por la estabilidad, esto es, por el Gobierno realmente existente, sencillamente porque no les queda más remedio. En primer lugar porque ir a unas elecciones ahora sería trágico, sobre todo cuando al otro lado lo que hay es incluso más incertidumbre. En segundo lugar porque se necesitan los fondos europeos y un relevo en Moncloa los retrasaría meses. Unos contienen la acidez que les provoca ver a UP en el Ejecutivo, otros insuflan oxígeno al moribundo Ciudadanos, ese partido que tiene más oportunidades que Harry Potter jugando al cinquillo.
La descolonización de Ciudadanos no consiste en otra cosa más que devolverle a sus orígenes aspiracionales: estilos de vida de los dominicales antes que inflamación españolista. La operación es arriesgada porque a estas alturas, cuando los estudiantes de ADE se identifican más con la serpiente trumpista que con la bandera de la UE, a ver cómo se presenta Arrimadas diciendo aquella útil memez de "ni rojos ni azules".
Llegamos a un PSOE donde al presidente Sánchez se le afloja el nudo de la oposición interna después de haber salido crecido del primer embate de la pandemia. Las presiones para cambiar el bloque de la investidura por el apoyo de Ciudadanos existen pero fallan en la suma de escaños: la aritmética puede ser variable, pero nunca fantasiosa. Es cierto que los naranjas son llave para autonomías como Andalucía o Madrid, como no lo es menos que ni su apoyo es suficiente en el Parlamento, ni su ortodoxia neoliberal casa, más que con el pacto del Gobierno de coalición, con las políticas de intervención que se necesitan en la pos-normalidad. El PSOE siempre tiene la inercia de confundir la sensatez con el conservadurismo y Sánchez no debe olvidar que su posibilidad de existencia viene justo de lo contrario: él fue la indignación de los militantes hecha candidato. Recortar pensiones o congelar el sueldo a los funcionarios no es buena senda.
Además, la Catalunya independentista ya da síntomas claros, con la ruptura del PDeCat, de que empieza a pesar más lo factible que mantener la ilusión del acelerón a ninguna parte. Esquerra, que en el estado de alarma fue uno de los artífices de la puesta de largo de Arrimadas, que miraba siempre a Puigdemont de reojo en el eje nacional, ahora también debe mirar al nuevo sector de David Bonvehí. ¿A quién y cómo decepcionar antes?¿A quién y cómo ser útiles antes? son las difíciles preguntas que los de Rufián deben responderse pronto. Un apunte: la fusión Caixa-Bankia puede estar pesando más de lo que se explica en este nuevo orden de cosas. Si todo se empieza a mover quizá a Cataluña le toque ser la capital de un nuevo equilibrio territorial que tenga al eje mediterráneo como una de sus vertientes.
Y mientras UP, ¿qué? Afrontando en primer lugar un congreso de IU en el que se debería decidir el primer paso para la conformación de un bloque que vaya más allá del grupo parlamentario: hasta que esto no se dilucide a la coalición de coaliciones le será muy difícil pintar algo en unas autonómicas o unas municipales, poder de menos farolillos que el Congreso pero indispensable para echar raíces en el país. Que se lo pregunten a la propia Izquierda Unida y a Ciudadanos, o cómo unos, aún naufragando, nunca estuvieron a punto de ahogarse mientras que los otros sí.
Además UP tiene que afrontar un problema de relación emocional con su electorado que padece una melancolía adictiva a estar en los márgenes. Haber roto el candado que impedía ser parte del Gobierno -ochenta años de ausencia-, haber sido una fuerza decisiva en las peores semanas del confinamiento, simplemente estar vivos y pintar más que nunca, tienen menos importancia que resaltar cada fracaso de una ley o una negociación con el PSOE. La izquierda social debe, en un gesto de superación de la adolescencia, distinguir entre principios y posibilidades. La izquierda parlamentaria, si no quiere envejecer demasiado rápido, evitar que el posibilismo le arruine el horizonte. Dos vertientes de jugar siempre fuera de casa.
¿Qué queda tras este repaso? Al actor que siempre se olvida: los millones de personas que conforman eso llamado gente, que tiene una relación tangencial con lo político y una tonelada de incertidumbre sobre su vida. La gente está buscando un paraguas, uno que le tape del chaparrón, al que aún le queda por arreciar, sin que le importe demasiado el brazo que lo sujeta. Si ese paraguas no tapa lo suficiente, si se percibe que el estropicio lo van a pagar los de siempre, esta vez el cartucho del cambio ya está gastado. La salida será por la antipolítica, descontento incorpóreo, transversal y furioso al que le dará igual qué o a quién se lleva por medio. Vox lo sabe.
Hic sunt dracones, pisamos territorio desconocido, tan apasionante como peligroso.
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