El 11 de marzo de 2020 la OMS declaró la pandemia mundial de la Covid-19 y, de golpe, todo cambió (o esto nos dicen). De un día para otro nos tuvimos que volver expertas en los mil y un cambios de nuestras vidas, desde protocolos para evitar contagios a saber cómo funcionaban los Ertes y a no desesperar si no nos llegaba el importe de ese mes. La convivencia con la incerteza laboral y la precariedad como norma para la supervivencia no fueron nuevas compañeras de viaje: veníamos de una crisis que nunca se fue, que nos dejó en el camino una década de empeoramiento de las condiciones de vida y de trabajo de la clase trabajadora. Fuimos las que pagamos la anterior crisis y, ahora, ante los fondos europeos y los planes de recuperación y transformación –como el plan España Puede–, vemos cómo reaparecen una deuda pública disparada y un horizonte de recortes y austeridad.
Los fondos europeos de recuperación y transformación de la economía responden principalmente al Next Generation EU, un instrumento financiero temporal dotado de 750.000 millones de euros –de los cuales el Estado español aspira a recibir 140.000 millones de euros– que proporcionarán en los próximos 7 años subvenciones y préstamos a los Estados miembros de la Unión Europea. Hablamos de un paquete de estímulo económico sin precedentes, que refuerza el presupuesto europeo, y que se presenta como herramienta para reparar los daños económicos inmediatos de la pandemia y, a su vez, para modernizar la economía para que sea verde y digital. Ante la tentación de asumir esta inyección de dinero sin preguntar, es fundamental que seamos conscientes de las cadenas que acompañan su llegada: las condicionalidades del rescate afectarán directamente a nuestras vidas.
El capital de las subvenciones y préstamos que vendrán es fruto de la emisión de deuda por parte de la Unión Europea y, por tanto, su importe deberá devolverse a los mercados financieros por parte de los Estados miembro. Los aprendizajes de la anterior crisis nos llevan a apuntar a las reformas –como la laboral o la de las pensiones–, los recortes y la austeridad como la receta de recaudación más probable. Además, por si este horizonte no fuera suficiente para ponernos en alerta, observamos que los mecanismos de los que se ha dotado el Gobierno del Estado español nos remiten a una profundización de las dinámica privatizadora. La priorización de las colaboraciones público-privada frente a un refuerzo de las administraciones y servicios públicos –llevándonos hasta la privatización de la gestión de los mismos fondos– visibiliza y perpetua un modelo económico donde el mercado y los intereses particulares se sitúan por encima del interés general, por encima de la vida de las personas.
Una de las esferas cotidianas en juego por la llegada de los fondos es el mercado laboral, pero, ¿en qué sentido? El modelo laboral del Estado español se caracteriza por el poco empleo, de baja calidad y alto paro, unas cualidades que se han consolidado alrededor de una especialización productiva en el trinomio de turismo-construcción-finanzas. Nos encontramos inmersas en un mercado laboral dual donde , con períodos cíclicos de destrucción de empleo, gran parte de las trabajadoras se rigen por un régimen laboral temporal, encadenando contratos precarios con lógicas informales, en pro de una una flexibilidad empresarial. Así, nos pesan datos como una tasa media de paro del 17% desde los años 80, la consecución de un 40,9% de paro juvenil este 2020, o un 25% de contratos temporales –el doble que en la UE–, junto a los miles ejemplos de hiperprecarización que hemos visto en los sectores de la hosteleria y los cuidados. Y con 15 reformas laborales a la espalda y a la luz de la llegada de los fondos europeos, el ejecutivo actual se ve impulsado a formular una nueva bajo la lupa de Bruselas.
La voluntad inicial de derogar la reforma laboral del Gobierno de Mariano Rajoy (2012) ha derivado en la iniciativa de reformar los aspectos más lascivos, como la prevalencia de convenios de empresa sobre los sectoriales, la negociación colectiva y las subcontrataciones. Un proceso lento de diálogo entre Gobierno, sindicatos y patronal, donde esta última se resiste bajo el argumento de pérdida de flexibilidad interna y con complicidad desde Bruselas, que insiste en que "cualquier medida que implique derogarla deberá ser cuidadosamente evaluada". A la vez, esta nueva reforma pretende sumar nuevos elementos como la consolidación de los ERTEs para amortiguar las caídas de empleo, así estabilizar y no destruir lugares de trabajo, priorizándolo frente a los despidos, y siendo financiado por un fondo tripartito de Administración, empresas y trabajadoras. Una propuesta que busca flexibilizar el mercado, simplificar trámites burocráticos y reducir la presión de las arcas públicas, pero que a primera vista sigue sin diferenciar las condiciones de las empresas que se acogen. Cada una de estas reformas deberá ser aprobada por Bruselas que, actualmente, ha expresado dudas sobre los paquetes presentados y ha dejado claro que no aceptará una propuesta que no ataje los principales problemas estructurales que arrastra el Estado.
La conformidad de Bruselas será central en la reforma laboral –y en todas aquellas que vendrán–, y lo será porque si aceptamos los fondos Next Generation EU nos sometemos al escrutinio de Bruselas. Los fondos y las reformas van de la mano. Esto nos posiciona de nuevo al son de la Unión Europea, de un model privatizador y austericida, donde atajar problemas estructurales no sitúa a las personas y sus necesidades en el centro, sino las del mercado. Y no, necesitamos repensar el mercado laboral y hacerlo desde la aspiración de que "ya es hora de tener una vida". Dar un giro a nuestra concepción de trabajo, de la producción a la reproducción; plantear las necesidades que tenemos como trabajadoras, hablar de rendas básicas universales que desplacen el valor a la vida digna y ser capaces de diseñar un modelo laboral estable, que distribuya el trabajo y avance hacia la reducción de la jornada laboral.
Por esto, necesitamos cofinanciar la recuperación a través de otros mecanismos, más allá de los fondos Next Generation EU. Las condicionalidades que acompañan la financiación europea pesaran en las políticas de los próximos años y suponen un riesgo para las soberanías nacionales. Es fundamental negociar y presionar para que las ayudas no vayan ligadas al recorte de gasto público ni a la obligación de implementar reformas profundas, y que, en todo caso, su llegada sea acompañadas de cambios legislativos para una fiscalidad justa con perspectiva ecosocial. Hay que exigir la realización de auditorías ciudadanas de la deuda pública y el no pago de la deuda ilegítima. En definitiva, queremos salir de esta crisis sin perder más derechos, sin estar cada vez más precarizadas, porque nos jugamos nuestras vidas, tiempos y futuros.
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