Aunque la situación en Ceuta pueda parecer lo contrario, no, África no anhela (mayoritariamente) venir a Europa. Los desplazamientos en el interior del continente son muy superiores a los que quieren llegar a la UE. Seguir presentando al otro lado del muro como un lugar repleto de hambre, pobreza y violencia, no es riguroso y alimenta la narrativa de El Dorado europeo, que no es tal. Marruecos, Turquía o Níger son distintas caras de la externalización de fronteras europeas. Y a sus efectos se tiene que señalar.
"Avalanchas", "presión migratoria", "olas" de migrantes, "agresión a las fronteras", y un largo etcétera. El discurso político-mediático más manido atiza la falsa idea de invasión, la desconfianza, el miedo. El juego macabro entre Marruecos y España parece ratificar que la apertura de fronteras supone indefectiblemente una llegada "masiva" de migrantes, "huyendo de la guerra, la miseria y la pobreza". Pero más allá de esta narrativa sesgada e interesada, ¿realmente África acecha al otro lado?
Los movimientos migratorios africanos se dan en torno al 75% dentro del continente. El 25% restante se dirige a América, Asia o Europa. En el caso de África Occidental, la relación se estipula alrededor del 90%-10%. Los desplazamientos africanos son básicamente intracontinentales e inter o intrarregionales. De hecho, el 80% de los africanos que piensa en emigrar no tiene interés en abandonar el continente, según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Las teatralizaciones orquestadas como la de Ceuta, y los discursos en torno a éstas, contribuyen a difundir lo contrario.
La entrada de miles de personas en pocos días a la ciudad española es la visualización de las consecuencias graves de las políticas de externalización de fronteras europeas. Por un lado, demuestra el uso de la migración como moneda de cambio geopolítico y la vulneración flagrante de derechos humanos. Por el otro, consagra la frontera como espectáculo, tanto de posiciones racistas y xenófobas como de visiones asistencialistas y paternalistas que confirman su creencia de que más allá de la ribera norte del Mediterráneo sólo hay vulnerabilidad y miseria. Los muros se erigen en foco de división, atracción y ocultación.
Las vallas, las devoluciones en caliente y otra suerte de políticas represivas pueden contener a miles de personas durante un tiempo determinado, pero no disuaden. De hecho, a menudo provocan lo contrario. Se ignora el poder simbólico de los muros que no sólo separan, enfrentan o restringen, sino que seducen y cautivan. Atraen la atención por lo ignoto, aquello tan valioso que bien debe merecer la pena si se invierten tantos esfuerzos (y dinero) para protegerlo. La securitización de fronteras contiene gran parte de eso. La Fortaleza Europa contribuye pues a El Dorado europeo. Ambos imaginarios no son antitéticos sino complementarios.
El freno forzado comporta frustración, indignación y no aplaca la perseverancia. Cuando éste se levanta, las personas pueden desplazarse de forma intensa durante un breve periodo de tiempo, como en Ceuta, pero acto seguido los movimientos tienden a suavizarse. La relajación de fronteras no significa inevitablemente un mayor número de personas en movimiento. En el corto plazo permite la entrada de los bloqueados o incluso llama la atención de otros que nunca desearon irse, pero a medio-largo plazo los desplazamientos acostumbran a mitigarse. Las expectativas se apaciguan ante la tranquilidad de poder cruzar en cualquier momento.
Por otro lado, las barreras no sólo limitan las entradas de foráneos sino que distorsionan la mirada interna respecto al exterior. Los muros son altos para quienes quieren saltarlos, pero a menudo son infranqueables para quienes los construyen. Como consecuencia, se asumen discursos que presentan el extramuros como lo salvaje, lo atrasado, lo pobre o lo violento. La visión de África, por ejemplo, se muestra homogénea, sin matices y complejidades, desvalida y vulnerable. Se reproducen estereotipos y se ignoran causas profundas de desigualdades globales e internas. Así, se desdeñan responsabilidades históricas y presentes.
En el caso de Ceuta, se despliega al ejército, se militariza el lenguaje, se da rienda suelta a la mochila colonial en aras de la identidad nacional y se intenta recuperar la contención como única salida a la crisis, no migratoria sino diplomática. Se habla de "chantaje" por parte de Marruecos sin tan siquiera confrontarlo a las repetidas exigencias y condicionalidades de la UE, que ahora le explotan en la cara. Algunos se rasgan las vestiduras por la demostración de "fuerza" de un reino autoritario al cual se le ha otorgado un poder seguramente inmerecido. Y mientras, en el desierto del Sáhara, las instituciones europeas siguen imponiendo, constriñendo y agravando situaciones ya precarias.
En el Sahel, la obsesión europea por frenar la migración obstaculiza movilidades tradicionales y formas de adaptación al cambio climático, vulnera protocolos de libre circulación de la CEDEAO -una especie de espacio Schengen en África Occidental-, bloquea a miles de personas y contribuye a empeorar la inestabilidad en la zona. Todo eso sucede lejos de la opinión pública –y publicada- europea, pero crea un caldo de cultivo idóneo para engrosar listas de grupos armados.
Las críticas a la UE no eximen de responsabilidad a líderes magrebíes y sahelianos, acólitos y beneficiados por estas medidas. Los primeros, con mayor capacidad de influencia, ya avisan de su voluntad y margen de maniobra para utilizar la migración como arma política. Los segundos, conscientes de su creciente importancia geoestratégica, aumentan su cotización. En apenas dos meses, la UE se ha visto abocada a aceptar, de forma más o menos tácita, dos golpes de estado en la región, en Chad y Mali, para no perder sus muros de contención.
Ceder autoridad a terceros países de cuestionable legitimidad para hacer el trabajo sucio es un problema importante. Sin embargo, la pregunta clave pasa por desentrañar los motivos que hacen inevitable para muchos la necesidad de estos cortafuegos. Eso demanda algo más que rebatir y desactivar los discursos de odio de la extrema derecha. Requiere de una revisión a fondo de las narrativas hegemónicas que, con demasiada frecuencia, permean también posiciones presuntamente progresistas. Así pues, no deben minimizarse posibles dificultades derivadas de la migración, pero debe dejar de problematizarse la movilidad en sí misma. Deben también evitarse discursos binarios (nosotros/ellos), exigir enfoques de derechos, acogerse a los datos y reposicionar el centro. Es decir, dejar de pensar Europa como el único adalid de la Historia.
Todo ello interpela a medios de comunicación, políticos, sociedad civil y academia, para defender evidencias contrastables en lugar de soflamas inflamadas. No, África no quiere venir (mayoritariamente) a Europa. Y sí, la obcecación en creerlo corre el riesgo de reforzar discursos que a priori se quieren combatir.
Este artículo se publicó originalmente en CIDOB
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