El individuo es el sujeto sobre el que se ha construido la modernidad. El talante prometeico impulsado desde el Renacimiento permitirá el desborde de la naturalización del orden social derivado del pensamiento tradicional y su fundamentación religiosa. El concepto de individuo, inédito en la historia anterior, a lo largo de los siglos XVII y XVIII entrará en pugna con las referencias colectivas de Dios, Patria y Rey del Antiguo Régimen para constituirse en soporte de la sociabilidad. Legitimará la nueva dinámica de la economía de mercado, basada en el beneficio propio, y garantizará la inserción laboral de la nueva fuerza de trabajo a través del nuevo contrato (supuestamente) libre. La cobertura ideológica dominante es el liberalismo.
La particularidad actual es que, dado el desenfrenado individualismo, base del consumismo compulsivo y la competitividad instrumental frente al ‘otro’, en el marco de las fuertes desigualdades sociales de la actual etapa neoliberal, se han generado reafirmaciones populares en lo común, en el interés general. Y es preciso valorar su significado según su función social de acuerdo con los otros dos ejes valorativos: el respeto individual y los valores universales progresistas de libertad, igualdad y solidaridad.
En la actual experiencia de la pandemia, con la crisis de los sistemas de protección social, sanitaria y de cuidados, la exigencia feminista por evitar el sobreesfuerzo femenino en la reproducción vital y la mayor necesidad de apoyo público y colectivo se ha revalorizado la importancia de lo común; a lo que habría que complementar con la sostenibilidad medioambiental, base material para la reproducción de la humanidad.
Por tanto, en estas décadas existen relaciones sociales colaborativas y diferentes movimientos sociales y culturales progresistas que, manteniendo los ejes de los derechos democráticos y las libertades individuales, han destacado la acción solidaria, el apoyo mutuo, la cooperación social y una ética colectiva del bien común. Incluso, se han constituido nuevas corrientes políticas (los comunes), que lo distinguen en su definición pública.
El doble sentido de la individualización
El proceso de individualización tiene un carácter doble como la propia modernidad. Por un lado, libera a los individuos de las ataduras de las rigideces estamentales y las estructuras sociales y de poder premodernas, poniendo el énfasis en la libertad y la igualdad de los individuos. Por otro lado, tiende a destruir los vínculos sociales y comunitarios que reforzaban las experiencias y las costumbres comunes de las capas populares que se enfrentan a los nuevos poderes emergentes (económicos e institucionales) que constriñen las bases para su libertad y su igualdad reales.
Tal como explica el historiador E. P. Thompson, esa experiencia popular solidaria y su activación cívica por el interés colectivo se opondrán a las nuevas relaciones de dominación, de apariencia neutral, y generarán las condiciones reales de igualdad de oportunidades para todas las personas. Así desde los orígenes de la modernidad aparece la tensión, normalmente mal resuelta, entre la defensa de los intereses y libertades individuales y la articulación del bien común y los derechos colectivos.
Aquí convendría distinguir entre individualización, como proceso irreversible, positivo y en tensión complementaria con las dinámicas cooperativas, e individualismo como tendencia problemática de jerarquizar siempre lo individual frente a lo colectivo, siendo lo colaborativo instrumental para el beneficio propio. Lo segundo está justificado por el liberalismo dominante. Lo primero, compatibiliza lo individual y lo social en una relación compleja; o mejor, parte de la consideración del doble componente del individuo, su individualidad y su vínculo social, que permite articular los compromisos solidarios con el bien común, que también beneficia a las personas, y los legítimos derechos individuales. Es el fundamento de un contrato social, libre e igualitario.
Existe una doble relación: individualización / vínculos sociales, libertades individuales / derechos sociales, identidades personales / identidades colectivas, beneficio privado / bien común. Son constitutivas de la modernidad (y la postmodernidad). Su interacción y su combinación explican sus diferentes fases y tendencias sociopolíticas y culturales. Es, pues, un tema recurrente en la teoría social que, últimamente, ha adquirido mayor relevancia pública.
El individuo (y el Estado) la base liberal del orden social
El sociólogo Andrés Bilbao, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, que nos dejó hace cerca de dos décadas, poco conocido para el gran público, ha sido uno de los intelectuales más rigurosos y sugerentes en el tratamiento teórico de este asunto, en particular en su libro póstumo "Individuo y orden social" (2007). Dada la actualidad de este debate y aprovechando la reseña valorativa realizada ahora por el catedrático emérito de sociología y amigo común Carlos Prieto Rodríguez, me permito volver sobre algunos de sus ejes explicativos de la sociología económica.
Como bien se señala, Andrés Bilbao analiza los fundamentos del nuevo orden social capitalista emergente, basada en el individuo, (relativamente) igualitario e inserto en la economía de mercado a través del trabajo y la nueva apropiación privada frente a la sociedad del Viejo Régimen basada en la jerarquía estamental y una visión social totalizadora (holística).
Tiene un gran valor analítico sobre el proceso de formación de la hegemonía cultural y la ética liberal, el beneficio individual, frente al bien común tradicional (aristotélico-tomista) pero que escondía la prioridad de la prevalencia de las élites estamentales. Esa pugna cultural y económica se realiza, inicialmente, bajo las estructuras políticas del Estado absolutista, hasta que madura el cambio político democrático.
Así, se producen cambios en las relaciones económicas: por una parte, con la apropiación privada del beneficio empresarial en nuevas actividades productivas (comerciales e industriales) y tecnologías (transporte, energía, industrialización...); por otra parte, con la incorporación masiva de nueva fuerza de trabajo, con libertad respecto de las estructuras de servidumbre, para articular el contrato laboral aunque con desigualdad de poder empresarial para imponer sus condiciones ventajosas.
Bilbao encadena los tres procesos: individualización, fuerza de trabajo (libre e igual en lo formal) y economía de mercado como nueva relación de dominación de las nuevas élites (burguesas). Es en ese marco en el que explica la justificación liberal de la relación del nuevo individuo como fundamento de la sociabilidad, entendida como nuevo orden social... capitalista. Es una profunda crítica a los fundamentos del liberalismo que apunta a generar otras bases de la sociabilidad, que no pueden ser las de la sociedad tradicional desigualitaria y dominadora de las viejas élites que pretendían representar su particular bien común.
La alternativa liberal dominante es partir del interés individual (el egoísmo) como elemento base del que se forma el interés general. Es ahí cuando aparece la diversidad de justificaciones sobre si es suficiente esa espontaneidad regida por las leyes del mercado sin intervención estatal (Smith, Mandeville), o es insuficiente para garantizar la sociabilidad y es preciso la articulación externa al individuo y a la economía por parte del Estado (el Leviatán de Hobbes), ya sea en la versión autoritaria o en la democrática. Por otra parte, también existen formulaciones intermedias de una ética pública que defina valores y derechos humanos (Kant).
Pero el núcleo duro del individuo, como fuente del orden social, se mantiene como fuente de legitimidad, junto con el apoyo de las instituciones públicas, más o menos subsidiarias. Se combina la cultura individualista liberal, con una amalgama de estructuras sociales e intereses y valores globales, constituyéndose la dominante tendencia liberal-conservadora.
Lo común, eje imprescindible para la sociabilidad
En esta crítica a los fundamentos del nuevo orden social (liberal-capitalista) el autor manifiesta su preocupación, no solo por comprender esta realidad sino para permitir su transformación. Y en este plano, plantea más bien sugerencias que están abiertas. ¿Cuál es la alternativa? Procedente del marxismo, explica la necesidad de un sujeto colectivo transformador (las clases trabajadoras) y una acción política para conformar un poder institucional alternativo, e intenta superar los límites teóricos de cierta ortodoxia comunista.
Apenas avanza, pero sí aporta algunas bases sugerentes para fundamentar una nueva sociabilidad. Apunta a una valoración de lo ‘común’ como contrapeso de un proceso de individualización imparable. Este concepto no es nuevo. Proviene de la polis griega y la tradición aristotélica, así como de muchas de las costumbres populares de sentido contradictorio (progresista y reaccionario), incluido la formación de las nuevas naciones e identidades étnicas y culturales.
La experiencia y el significado de lo común, al igual que la individualización, tampoco son unívocas. La solución no está en la premodernidad comunal; tampoco en una postmodernidad con acentuación del individualismo. La interacción y el reequilibrio de los dos componentes, individual y colectivo, es imprescindible para una nueva modernidad más equilibrada y justa.
Pero volviendo a la reflexión teórica del citado sociólogo ¿Dónde busca lo común como base de una sociabilidad alternativa? No en esa polarización interna que estudia entre individuo (liberal) y Estado (burgués), que lleva a un callejón sin salida, sino en el enfoque comunitario que hunde sus raíces en Aristóteles, pasa por el propio Carlos Marx y Karl Polanyi y llega a los modernos pensadores comunitaristas, en particular Alasdair MacIntyre.
No se trata de un enfoque antiliberal o iliberal, a veces asociado al nuevo populismo reaccionario y totalizador que no reconoce la importancia de los derechos individuales y el pluralismo político y cultural. Es el debate entre individualización y colectivismo (o comunitarismo) al que se enfrentan, con sus limitaciones respectivas, autores comunitaristas como Michel Walzer y Charles Taylor, o populistas de izquierda como Ernesto Laclau y, particularmente, Chantal Mouffe, así como el republicanismo cívico, la cultura de la izquierda democrática y los movimientos sociales progresivos.
Se trata de respetar al individuo, al ser humano con sus derechos, y combinarlo con el bien común, ambos siempre en disputa por su sentido, su representación y su equilibrio. Pero ello supone volver a los fundamentos de la sociabilidad (u orden social), es decir, a valorar el carácter doble del individuo en su componente individual y su carácter social, de vínculo colectivo y pertenencia a unas redes sociales. Es un proceso que no es natural sino construido de forma sociocultural, estructural e histórica en el que importa la agencia humana y la subjetividad, empezando por la propia ética progresiva y los valores de libertad, igualdad y solidaridad.
Por tanto, iniciamos una nueva versión de la teoría crítica que supera el viejo liberalismo, así como las tendencias colectivistas totalizadoras (holistas) presentes en los populismos reaccionarios y las tradiciones conservadoras. Estas son funcionales para las élites dominadoras en diversas instancias, desde el Estado, con su doble función de dominación y control social por las élites dominantes y de garantía de servicios colectivos o neutrales, hasta el machismo y la división sexual del trabajo, así como el supremacismo étnico-nacional. Pero también es un debate no resuelto entre las izquierdas, que requiere una experiencia popular prolongada igualitario-emancipadora-solidaria y una nueva elaboración teórica.
Comentarios
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