¿Por qué una sociedad como la española se preocupa y debe preocuparse por el hecho de que casi una tercera parte de sus trabajadores tengan un contrato de empleo temporal? No es evidente, pero, si recurrimos a la historia, sí parece haber alguna razón que lo justifique.
Hace poco más de 40 años, en 1978, la sociedad española aprobó una norma constitucional en la que se reconocía al trabajo un lugar central y clave en la configuración de un ordenamiento social que fuera justo. En ella se establece que uno de los pilares fundamentales en los que se apoya/debe apoyarse ese ordenamiento es el trabajo. Todos los ciudadanos tienen el derecho y el deber de trabajar. Y se indica también que ese derecho no es un derecho a cualquier tipo de trabajo, ya que se indica debe proporcionar "recursos suficientes para satisfacer las necesidades del trabajador y de su familia". La Constitución española se aprueba en 1978, pero desde entonces, y a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo, en mayor o menor grado, la norma social de referencia, en la que se expresa el modo como la sociedad española se piensa a sí misma, en su ser y en su deber ser.
En 1980 el Estatuto de los Trabajadores y la Ley básica de empleo explicitarán y concretarán las pautas que había de seguir y respetar el "trabajo" para cumplir con las funciones que la Constitución le asigna. Había de ser seguro (política de pleno empleo), estable (prioridad del contrato de trabajo por tiempo indefinido), suficientemente retribuido (fijación de un salario mínimo), a tiempo completo (limitaciones al contrato a tiempo parcial), defendido colectivamente (reconocimiento de las organizaciones sindicales y negociación colectiva) y protegido en situaciones de carencia involuntaria (seguro de desempleo). En conjunto, la norma social de empleo desplegada en los Años de la Constitución para hacer de la sociedad española una comunidad socialmente cohesionada se resumía en un eslogan de pocas palabras: pleno empleo de buen empleo.
Pocos años después, tras la crisis económica y del empleo de los años 70/80, la Globalización económica, la Unión Europea y una nueva forma de pensar la relación entre la economía y el trabajo -pronto calificada de neoliberal- torcerán la suerte del trabajo. Desde comienzos de los noventa la sociedad española empieza a verse afectada por dos fenómenos sociales que se convertirán en un reto permanente a su cohesión social, en su "cuestión social": por un lado, el desempleo masivo (en torno al 20% de la población activa) y, por otro, la temporalidad – y, por lo tanto, precariedad- en el empleo (en torno al 30% de la totalidad del empleo asalariado). Se trata, además, de dos fenómenos conectados e interdependientes. El paro masivo acentúa la precariedad de los trabajadores temporales y la temporalidad acentúa la gravedad del desempleo. Todo ello sin contar con que la rotación entre la situación de contratado temporal y la de parado es frecuente. La suma de ambos fenómenos hace que la vulnerabilidad del empleo afecte, permanentemente, a casi la mitad de los trabajadores asalariados (a veces, más); una situación que no se da en ningún otro país de la UE/15.
La dualización del orden social del empleo –estables y precarios, insiders y outsiders– resultante y el reto que supone para la cohesión social en su conjunto se inicia en los años 80/90 (su bautismo se produce con la Ley 32/1984) y dura ya casi cuarenta años. Una duración tan larga ha tenido y sigue teniendo graves y profundos efectos disruptivos en el ordenamiento social. El recurso a la contratación temporal no sólo se extendió rápidamente entre las empresas y con ella la precarización del trabajo y de la vida de los trabajadores afectados, sino que, además, se convirtió para las empresas en una práctica de aplicación normal –tan normal como la contratación por tiempo indefinido-. De este modo el recurso a la contratación temporal se ha insertado en el funcionamiento rutinario de las relaciones laborales y ha pasado a formar parte de la cultura empresarial corporativa. No hay ni una sola empresa española que no haya integrado el recurso a la contratación temporal en su estrategia laboral. La reforma laboral del 94 deroga el contrato temporal como medida de fomento del empleo y restaura el principio de causalidad en los contratos temporales con la esperanza de reducir así su incidencia, pero no por eso las empresas cambiarán sustancialmente sus prácticas contractuales; y seguirán contratando temporalmente como antes (con otras fórmulas). Hasta el extremo de que con sus prácticas de contratos de muy corta duración -de días, fines de semana, hasta de horas– no pocas empresas traslucen una concepción de la fuerza de trabajo como una mercancía de usar y tirar cualquiera. Pura cultura corporativa empresarial.
Los efectos disruptivos que se siguen de la facilidad de recurrir a la contratación temporal de las empresas, su uso generalizado y su larga duración van más allá del orden cultural. Ha terminado por modificar la composición y funcionamiento del propio tejido productivo. Es posible que en España no sea tan fácil como en otros países crear nuevas empresas, pero sí lo es mantenerlas, sobre todo si su principal capital son los recursos humanos. La contratación temporal se halla presente en todo el tejido productivo, pero se concentra muy prioritariamente en las pymes. Las hay con toda su mano de obra contratada temporalmente y en rotación; sin esta posibilidad difícilmente podrían subsistir. Y en este punto la economía española se diferencia claramente de las europeas. Es, con diferencia, la economía europea que, junto con la italiana, tiene con mayor número microempresas y con mayor ocupación relativa en las mismas. He ahí otro producto disruptivo de la contratación temporal.
A la vez, la cultura corporativa empresarial, que asume la discriminación contractual como algo obvio y natural y un tejido productivo caracterizado por una presencia desproporcionada de microempresas con un porcentaje muy elevado de contratos temporales, se ha apoyado en –y a un mismo tiempo preformado– las tramas jerárquicas de reproducción social (género, inmigración, etnias, niveles educativos) más profundas que en la mayoría de los países de la UE/15. La injusta segmentación del empleo resultante es casi una obviedad.
Una cultura corporativa que precariza sistemáticamente a una parte importante de la población asalariada, un tejido productivo desequilibrado hacia las microempresas y unas tramas sociales reproductivas fuertemente jerarquizadas; he ahí el trasfondo estructural originado por el recurso amplio y persistente a la contratación temporal (y agravado por el desempleo masivo). No será fácil acabar con él y abrir así el camino a una nueva y necesaria cohesión social, aunque lo siga exigiendo la conciencia colectiva que late en una Constitución que se mantiene (y en este punto es más importante la conciencia que la propia Constitución).
La reforma laboral que acaba de pactarse no logrará el milagro de convertir el empleo precario en empleo decente de la noche a la mañana (hay muchas inercias en juego), pero supone un punto de inflexión imprescindible. Pone los mojones y marca la pauta de la senda que ha de seguirse y habrá que mantenerse firmes para seguir avanzando en la misma dirección. Si se hace así, de aquí a diez años la sociedad española se habrá convertido en una sociedad más cohesionada, inclusiva y justa por haber conseguido reducir el desempleo de un modo importante y logrado que las condiciones de trabajo de toda la ciudadanía trabajadora hayan dejado de ser precarias para convertirse en decentes. Ninguna otra cosa parece exigir la conciencia colectiva de la sociedad española y, más aún, la conciencia colectiva de la clase trabajadora.
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