Otras miradas

La transición ecológica de la educación

Pedro Fuentes

Miembro de la Mesa de Verdes Equo Madrid

La transición ecológica de la educación
Pixabay

La educación es una de las grandes conquistas de la modernidad. La evolución del número de personas que han podido acceder a algún tipo, aún básico, de ella es un gran logro de la humanidad. Mantener el impulso para seguir creciendo hasta lograr el acceso universal es también uno de nuestros retos principales que como especie.

En este artículo queremos reflexionar sobre qué tipo de educación es necesaria en la era del antropoceno, en la que la acción humana amenaza el futuro del planeta y de la propia especie, para que el proceso de extensión no solo nos lleve a más, sino también a mejor. De poco servirá una educación universal en el siglo XXI que se mueva en los parámetros del XX.

La densidad de la reflexión que proponemos es de tal envergadura, que  solo abordaremos someramente dos grandes procesos de transformación que a nuestro juicio constituyen los ejes principales de esa transición.

El primero de ellos tiene que ver con el propio objeto de la educación, y lo podemos enunciar como el tránsito desde una educación que pretende formar individuos para la competencia en el mercado, hacia el educar personas para la cooperación en sociedad.

El modelo educativo que vivimos atiende  y se construye sustancialmente desde la primera de las tres indisolubles características del ser persona (individuo-sociedad-especie). Y pretende dotarnos de las herramientas y los conocimientos que hagan que "nos hagamos a nosotros mismos" alimentando así el mito patriarcal de la autosuficiencia. Sin que la vulnerabilidad, la dependencia y el dar y recibir cuidados tengan lugar alguno en el proceso de educarnos para vivir.

El objeto principal  del actual modelo educativo consiste en formarnos para que podamos competir en el mercado, prepararnos para que cuando seamos adultos podamos "ascender socialmente" ocupando el mejor de los puestos posibles. Alimentando el mito de la sociedad de mercado. Sin que nuestra capacidad y necesidad de ocio, de juego, de disfrute, de contemplación, incluso de espiritualidad sean objeto de aprendizaje.

La competitividad es también parte de nuestra forma de educar. Comenzando por su propia articulación formal en etapas estandarizadas a superar con un baremo cuantitativo que premia la excelencia, entendiendo por ella el acople perfecto al modelo uniforme, y expulsa la diversidad de quien no encaja en el estándar. Aprobar o suspender, promocionar o repetir, notas cuantitativas, exámenes objetivos... son los indicadores de éxito o fracaso, por supuesto individual y en concurrencia competitiva. Pretender educar en el valor de la cooperación proporcionando una experiencia de competencia no parece la mejor manera de no olvidar el enorme peso que el hecho de colaborar va a tener, de hecho, en nuestro desarrollo personal y colectivo.

El segundo de los ejes de la necesaria transición propondría la educación como el  proceso de construcción de la ciudadanía planetaria, en lugar del actual modelo orientado a la asunción de una identidad propia y, en general, excluyente.

Todas las culturas, ideologías, tradiciones, creencias... coinciden en darle una importancia fundamental al control sobre el sistema educativo y sus contenidos, como la más importante de las claves para su propia supervivencia.  Y así el relato que las sustenta se convierte en eje transversal de los contenidos del proceso educativo. El conocimiento de la propia cultura, lengua, historia es necesario. Nuestro proceso de aprender y crecer necesita saber quién somos, dónde estamos y de dónde venimos, es un contenido que no se debe obviar. Pero de ahí a proponerlo como modelo universalmente válido hay todo un abismo. Y aún más: empeñarse en presentar esta realidad desde el "relato" que la sustenta, hacerlo de manera acrítica, dando por sentada su validez confrontada a otras culturas, lenguas e historias construye seres patrioteros, en el peor de los sentidos de esta palabra. La propia identidad, o es algo dinámico en construcción permanente y en encuentro con otras, o se convierte en un castillo a defender, en lugar de en un valor a compartir.

Por otra parte, el actual modelo educativo se construye desde la falsa idea de la primacía jerárquica de lo humano, del posicionarnos como especie en la cúspide de una pirámide que nos da derechos de uso y abuso sobre todas las demás y sobre el planeta que habitamos. La transición ecológica de la educación debe resituarnos en el lugar real que nos corresponde, que no es sino el ser un hebra más de la trama de la vida, interdependiente de las demás y del medio.

Dos transiciones necesarias y urgentes que conforman un programa novedoso e imprescindible para avanzar en una educación al servicio de las personas y no del mercado, y que apueste por el desarrollo integral de nuestro ser, a la vez y de manera inseparable, individuo, sociedad y especie.

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