Cumplir años debe ser una broma nimia cuando se postula a la eternidad, cuando desde hace décadas, o quizá desde siempre, se fue eterno. La de Bob Dylan, que hoy cumple ochenta y un años, es una efeméride absurda para quien arrastra consigo aquella edad de siempre de la que hablaba Gabriela Mistral y que el trovador más grande de todos los tiempos se ha ganado a su paso por un mundo que silenciosamente ha cambiado con sus canciones: gotas de veneno que caen sin hacer ruido en la copa de tristes mortales confusos y huérfanos de verdad, que buscan en el esquivo enigma de su creación el secreto de una vida obtusa y engañosa.
Como quien graba en mármol un proverbio ancestral, sus letras, siempre ligadas al papiro de su voz, no llegan a decir nada y sin embargo hablan de misterios en las esquinas desconocidas de un universo caótico al que tan sólo él, febril, borracho de creatividad y deseoso de encontrar la tierra prometida al final de un camino sin fin, tiene acceso preferencial. "No necesitas a un hombre del tiempo para saber de dónde sopla el viento", decía sin saber muy bien qué decía en uno de sus blues más famosos. Y sin embargo quedaba claro.
Era 1964 cuando el proyecto de un occidente emborronado por el fantasma de la guerra se volvía a reimaginar. Bob Dylan, en la proa del barco, sentenciaba que los tiempos estaban cambiando: "Reuníos a mi alrededor, gente, por donde quiera que vaguéis, y admitid que las aguas de vuestro alrededor han crecido". Los jóvenes de su generación asentían desde Los Ángeles hasta Nueva York, pero también desde Torino hasta Oslo, de Praga a Madrid. De alguna manera, la de Dylan era la voz de los oprimidos, el aliento de esperanza de los pueblos sin tierra, la mano tendida a una generación a la que capitaneaba sin quererlo y a la que, sin dudarlo y puede que hasta sin saberlo, traicionó.
"¡Judas!", le gritaron en una noche perdida en un teatro de Manchester en el que, ya lejos de la canción protesta y convertido en un Mesías del rock and roll, escupía sus plegarias pop envuelto en un torbellino de guitarras eléctricas, como un demonio ardiente en una inmensa llama de fuego infernal y azufre, haciendo acrobacias al borde de acantilados de sonido que pronto se desvanecían y que sin embargo quedarían para siempre flotando en el éter de las generaciones venideras. Famélico y blanquecino, con una sonrisa esquiva, uñas kilométricas y aura de vampiro trasnochado, Dylan no dudó en venderse al rock and roll cuando se percató de que la protesta sólo guarda sentido cuando va acompañada de la revolución, y la revolución estaba en el rock. Su belleza fea, pesadillesca, a la manera de la obra del último Goya, de las bellas y letales nubes del humo del tabaco, daba forma a su hipnótico encanto de traidor, de joven irresponsable que, como el ardiente Rimbaud, estaba dispuesto a vender a su madre por seguir vivo y en la cresta de la ola, notando como el viento de frente rompía contra la quilla de su nariz aguileña mientras el tiempo se abría en canal y le ofrecía las mieles dignas del que desde algún remoto confín del espacio se siente señalado. "No voy a trabajar más para la granja de Maggie", clamó entre abucheo y abucheo cuando consiguió colar una guitarra eléctrica en el festival más prestigioso del folk yanqui. "Dylan electrificó a una mitad del público y electrocutó a la otra", escribieron las crónicas de la época. Por aquel entonces, ya quedaba claro que aquel tipo era parte de la historia, no sólo por ser telonero de Martin Luther King, debutar en los antros donde Woody Allen empezaba con sus monólogos, liarle el primer porro a los Beatles o tocar en el concierto que inventó los conciertos benéficos, sino por edificar desde los cimientos un cosmos inmarcesible, un coloso de palabras y clamores desbocados.
Algo de esto debió intuir la academia sueca cuando en 2016 le otorgó un Nobel de Literatura que a buen seguro le hizo encogerse de hombros desde alguna de esas carreteras por las que eternamente vaga. Dylan no rechaza premios porque no desagravia a quien lo honra, pero, sin embargo, no van con él. El talento del músico está muy lejos de las carreras de caballos, de las solapas condecoradas. Dylan no sólo juega en otra liga sino que es una liga en sí mismo, una torre de Babel en la que sus distintas versiones conversan en lenguas marcianas sin llegar a entenderse mientras hablan sobre la misma verdad. "La vida no va de encontrarte a ti mismo o de encontrar algo, la vida va de crearte a ti mismo", decía despreocupado en el documental de 2019 Rolling Thunder Revue, y sabía lo que decía. Si Bob Dylan es un traidor es, ante todo, porque ha sabido traicionarse. Después de cambiar la guitarra de palo de su admirado Woody Guthrie por la eléctrica, supo bajarse de la Triumph con la que se estrelló tras publicar su mejor disco y emigrar, siempre errante, hacia otra tierra con cuyas aguas refrescarse la garganta, siempre fiel a sí mismo, siempre distinto. Así, descubrió el amor a la familia y el merecido desamor de la esposa, buscó a Dios a través de sermones cantados y se convirtió en un forajido del lejano oeste para poner música celestial a una de las películas de Sam Peckinpah. Así lo cuenta Todd Haynes en I’m not there, un excelente biopic donde, lejos de narrarse linealmente la siempre falsa historia del cantante (de cuya vida privada se ha encargado que no sepamos nada, ni aun leyendo el primer y único volumen de sus inconclusas memorias), se dedica a desgranar lentamente algunas de sus numerosas facetas.
En los últimos tiempos, inmerso en un siglo que, francamente, no le interesa, Dylan opta por seguir haciendo lo que le da la gana. La voz que allá por los setenta David Bowie definió como una amalgama "de arena y pegamento" se ha ido convirtiendo con la vejez, la nicotina y el bourbon en una cavernosa letanía sapiencial que parece emerger de las profundidades arcillosas de un lago. Con ella ha versionado a Sinatra y ha publicado una trilogía de temas tradicionales del cancionero estadounidense, lo que pudiera parecer un síntoma claro de que prefiere permanecer cómodo, ajeno a un presente que ignora y en el que su creatividad no se muestra dispuesta a aflorar. Pero bien saben quienes lo siguen que Dylan también crea cuando versiona y que cada antigua canción se convierte en una canción nueva cuando la retuerce hasta la contorsión en su voz antigua y recién nacida. Como última patada en el culo a los que lo daban por muerto, un álbum de nuevos temas salió a la luz en 2020. Rough and rowdy ways, un disco que sigue siendo puro siglo XX, donde nos habla de los callejones que siempre transitó, ya bautizados con su nombre, de los escritores de la generación beat, las emisoras de radio pirata, el asesinato de Kennedy y las profecías milenarias que en algún sueño delirante musas rebelaron a poetas tan sabiamente providenciales como él.
La de Bob Dylan es, en definitiva, una existencia que celebrar todos los días de la vida, lejos de aniversarios y velas en tartas empalagosas. Debemos sin embargo pedir perdón por nuestra mediocridad y desearle, en esta fecha que utilizamos como excusa, una vida eterna de antemano concedida. Sea esta oración pagana una muestra de agradecimiento a uno de los milagros más inmensos a los que tendremos el gusto de asistir, a la vida infinita de un hombre que camina, junto al vendaval perpetuo de sus canciones, hacia el horizonte de la eternidad.
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