Otras miradas

Un feminismo sin coartadas, complejo y protestón

Noelia Adánez

Doctora en Ciencias Políticas y Sociología

Un feminismo sin coartadas, complejo y protestón
Imagen de una de las miles de mujeres que protestaron en el 8M - REUTERS/Susana Vera

No es solo la ofensiva ultraderechista. También es el enconamiento de un feminismo liberal aferrado al privilegio que practica un odio metódico a lo que percibe como diferente y un afán de tutela y patrimonialización de las luchas feministas fuera de toda lógica. Añade un columnismo intelectualmente ramplón y complaciente con el statu quo que no tiene mucho más que ofrecer que una crítica a la guerra de los sexos o una deconstrucción moderada -sin trazas de intersección con la raza o la clase- de los roles de género. Mézclalo todo y agita. Ese es el TL nuestro de cada día. Agota, pero hay que sobreponerse y recordar que un feminismo inclusivo no necesita coartadas para existir, sino energía para continuar en la ofensiva. Hagamos balance, busquemos cada una de nosotras la fuerza para continuar.

Por mi parte llevo comprometida con las luchas feministas de manera activa desde hace unos quince años. En los últimos seis he intentado -desde mi pequeño espacio y limitada capacidad- alentar un aprendizaje feminista a través de monólogos teatrales, artículos en digitales, libros y talleres de lectura. Mi trabajo se interesa menos por el feminismo como discurso o agenda política que como una forma de producir conocimiento con potencia transformadora; persigue la difusión de las herramientas que requiere un tipo de imaginación cultural que trabaja a favor del cambio social.

En lo sustantivo, el feminismo con el que me identifico es aquel que se compromete con poner fin a toda forma de opresión que se exprese a través de relaciones de género y su horizonte es la justicia social. Y no es poca cosa porque, nos guste o no, pensamos las relaciones humanas en clave de género; al menos desde la Ilustración, pensamos genéricamente (Gayatri Spivak).

El género no es una ideología -como se sostiene desde la ultraderecha y desde ciertos sectores feministas que calificaré de refractarios- sino una intuición (con sesgos; pero esto queda para otro artículo) nacida de la necesidad de aquilatar socialmente la diferencia sexual, y una categoría de análisis, es decir, un concepto útil para interpretar la realidad. Como tal -como categoría analítica- surgió en los años noventa y se presentó como complemento y hasta cierto punto alternativa a la noción de patriarcado. Muchas estudiosas venían advirtiendo que esta noción -patriarcado- explicaba la subordinación de las mujeres de una forma ahistórica, es decir, estática. Y por tanto resultaba incompleta y desmovilizadora.

También sucedía con el esquema patriarcal que los hombres quedaban arrinconados y fuera del análisis o, en el peor de los casos, considerados agentes unívocos de la subordinación de las mujeres y responsables totales y unilaterales de la misma. La categoría género vino a cuestionar la simplicidad de este argumento. Además, el género se relaciona con una visión del sexo y la sexualidad como acontecimientos que presentan una vertiente material pero también otra que podemos caracterizar en términos ligeramente psicoanalíticos de enigmática. El género es una categoría social impuesta sobre un cuerpo sexuado (Joan Scott). El cuerpo es materialidad, pero en la expresión del sexo y la sexualidad que cobija hay algo inaprensible que conecta de maneras muy complejas con la subjetividad humana. Ese enigma y esa complejidad hacen que el binarismo hombre/mujer resulte insuficiente para explicar las relaciones de género y, a la postre, nuestra humana condición. No hace falta abolir el género; lo que es urgente es aceptar que hay personas cuya existencia misma lo problematiza.

El género, en definitiva, cuando se emplea como categoría analítica, se utiliza para explicar el mundo en clave relacional, histórica y cultural y por supuesto política, porque las relaciones de género no son sino relaciones de poder. La cuestión es cuáles son las expresiones históricas y culturales que adoptan esas relaciones de poder y cómo afectan a los sujetos que las protagonizan en diferentes circunstancias sociohistóricas.

Como persona formada intelectualmente en el ámbito de las ciencias sociales y en un contexto posmoderno, encuentro imprescindible analizar qué discursos producen qué sujetos. No puedo aceptar, por tanto, que el feminismo sea algo que concierne a "la mujer" como si ésta siempre hubiera estado allí -estática y otra- esperando su emancipación como quien espera la llegada de un mesías. Es falso desde un punto de vista histórico que el feminismo nazca de un proceso de toma de conciencia del sujeto histórico mujer que acumula y elabora sus opresiones hasta decir basta. Los procesos históricos que alumbran discursos políticos o paradigmas no funcionan de esa manera (ni la clase ni la nación preexisten a las ideologías que las promueven). El feminismo no ha venido a resolver la subordinación de las mujeres, sino que al problematizarla, ha dotado a las mujeres de entidad política elevándolas a la categoría de "sujetos de la historia". Podemos quedarnos aquí -en la defensa de "la mujer"- o aceptar que la conciencia feminista puede y debe comprometerse con lo subalterno y las violencias del poder que giran en torno al género. Por mi parte estoy en lo segundo por razones políticas -bastante evidentes: soy una persona de izquierdas- y teóricas.

Respecto de las segundas. A menudo se escucha y se lee, con especial insistencia en columnas de opinión y redes sociales, que el sexo es material/natural, mientras que el género es una construcción social. Sin embargo, en sociología y en historia existen amplios consensos en torno a la idea de que el sexo está igualmente afectado por la subjetividad humana y por interpretaciones sociales de naturaleza médica, religiosa, jurídica, política y en definitiva histórica.

Por todo lo anterior, si bien es cierto que el feminismo ha hablado en nombre de las mujeres, debemos comprender que este concepto, a su vez, tiene una temporalidad interna y externa, tiene un devenir histórico propio de tal manera que lo que significa ser mujer no es siempre lo mismo. La clave de la durabilidad del feminismo en perspectiva histórica está en su permanente renovación y capacidad de transversalizar temas y agenda. Al contrario de lo que suelen contarnos y solemos decirnos a nosotras mismas, el feminismo existe de forma más o menos organizada desde finales del siglo XIX hasta hoy, no porque se incumplan sus reivindicaciones históricas y una y otra vez "las mujeres" nos veamos en la obligación de formularlas, sino porque estas reivindicaciones han cambiado, del mismo modo que lo ha hecho su sujeto político.

Se ha producido una enorme tensión entre todo ese cuerpo de teoría que ha puesto el acento en la capacidad explicativa del género como forma de representación social y la praxis de un movimiento que en orden a lograr una amplia adhesión social, ha apelado a un sujeto político imaginado cuya existencia ha terminado por naturalizar: la mujer o las mujeres. (El feminismo de la segunda ola no es el único responsable de esto, pero ha contribuido, como lo hizo la así llamada "historia de las mujeres").

El feminismo emergió en el contexto de proclamación de igualdad universal por parte de las democracias liberales, posicionado desde un punto de vista discursivo en y como contradicción -no solo en el ámbito de la ciudadanía política, sino también en otras áreas de la vida económica y social. A pesar de los muchos cambios experimentados por la democracia liberal, su hegemonía discursiva se mantiene, y el feminismo es una de sus contradicciones. Al llamar la atención sobre sí mismo como contradictorio, el feminismo ha desafiado las maneras en que las diferencias sexuales se han utilizado para organizar las relaciones de poder y los déficits sustantivos de las democracias liberales.

La especificidad histórica del feminismo procede del hecho de que trabaja en y contra cualquiera de las asunciones fundamentales prevalentes de su tiempo. Su potencia deriva de exponer las contradicciones en un sistema que se reclama coherente; su potencia no es ontológica (no es la defensa de la mujer lo que dota de fortaleza histórica al feminismo) sino epistémica. El feminismo es, como diría Sarah Ahmed, incomodidad.

Nuestra idealización de un movimiento intensamente político, de un momento de la reciente historia feminista orientado a las mujeres y nuestro deseo de preservarlo hablando de él como si fuera la esencia misma de la historia de las mujeres, ha evitado que apreciemos la excitación y la energía de la actividad crítica que fue entonces y sigue siendo ahora la característica más relevante del feminismo.

La agencia feminista, nuestro deseo, es crítico y no necesita cortadas para existir: consiste en deshacer de manera permanente las convenciones; exponer sus límites para dar plena satisfacción al ideal de igualdad. Nos conduce a lugares imprevistos. Nunca sabes qué será lo siguiente que llame tu atención o que despierte tu ira (Ahmed). La crítica, como deseo, no nos proporciona mapas, pero es sin embargo un estándar con el que ponderar nuestra insatisfacción con el presente. Su trayectoria puede verse solo de manera retrospectiva, pero su impulso es insoslayable.

NOTA:

En este texto está implícita la lectura de la obra de Joan Scott (muy especialmente The Fantasy of Feminist History, Duke University Press, 2011); y de la socióloga Holly Lewis, La política de todes: feminismo, teoría queer y marxismo en la intersección. Bellaterra, 2020. La crítica de las teorías queer de Lewis, desde una perspectiva marxista, es todo un manifiesto político y un ejercicio de inteligencia teórica inigualable. También menciono en el texto a Gayatri Spivak (In Other Worlds, Routledge, 1987) y a Sarah Ahmed (Vivir una vida feminista, Bellaterra, 2018). Un apunte: los feminismos han penetrado en las ciencias sociales y en la disciplina histórica de manera progresiva. Manejar referencias sociológicas, filosóficas, antropológicas o históricas no está al alcance de todes y no es imprescindible hacerlo. Lo que sí es imprescindible es entender que esa complejidad está ahí y que lejos de ir en detrimento de la fortaleza política de los discursos feministas es un acervo del que debemos enorgullecernos y al que debemos sacar partido. La aversión a la complejidad y a la teoría nos resta imaginación y energía. Lo difícil está para celebrarlo y las feministas lo sabemos porque nos lo han enseñado nuestras madres políticas.

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