Esta semana un juez de Madrid, en concreto uno del Juzgado de lo penal Nº 37, ha sentenciado a un año de cárcel a un hombre que grababa a su novia, sin su consentimiento, mientras mantenían relaciones sexuales. No era la primera vez y la mujer se hartó y se fue a denunciarlo a una comisaría con la prueba del último delito: un despertador espía. Antes de aquella última vez, C.T.Q. se había encontrado anteriormente en el ordenador de J.T.M. una carpeta con subcarpetas con nombres de mujeres, incluido el suyo. En ellas J.T.M. archivaba sus robos. C.T.Q. no fue su única víctima.
El susodicho no va a entrar en prisión, si no vuelve a delinquir en tres años, porque no tenía antecedentes y la pena es inferior a dos años y un día. Pero tendrá que pagar una multa y las costas procesales y no podrá acercarse a ella durante tres años. Ya la ha indemnizado con 3.000 euros por daños morales.
La sentencia es firme. El acusado no va a recurrirla. El peligro de terminar preso –se pedían tres años de cárcel– le animó a reconocer los hechos y a pagar la indemnización para conseguir el atenuante por reparación del daño y perdón de la víctima. J.T.M. vio claro que esta vez no iba a librarse.
C.J.Q. fue valiente al denunciar por muchos motivos: estaba en situación irregular cuando lo hizo. Las mujeres en situación irregular que denuncian violencia de género no pueden ser deportadas mientras dura el proceso. Después, si ganan, son regularizadas; si pierden, quedan al albur de la Policía.
C.J.Q. regularizó su situación por un permiso de trabajo antes de que terminara el procedimiento. Pero, cuando se plantó en la comisaría para denunciar semejante hurto, se arriesgó a terminar aquel episodio obligada a abandonar el país en el que está buscándose la vida.
Parece increíble que tengamos que celebrar esta sentencia, pero tenemos que hacerlo y mucho. C.J.Q. ha sido sentenciado sin que haya pruebas de que compartiera esa intimidad que violentó. Otros, solo con un clic, hacen todavía más daño y aún ningún juez les ha sentado en un banquillo.
La historia de J.T.M. y de la valiente C.J.Q., me ha recordado a Verónica, la chica de Iveco que se mató porque sus compañeros de la fábrica se dedicaron a compartir un vídeo sexual suyo. Los muchos que compartieron la intimidad de una compañera de 32 años, madre de dos niños pequeños –uno de meses–, que se suicidó en 2019 por no soportar la presión de ver su intimidad circular de teléfono en teléfono, se encontraron con una jueza más benévola y, tal vez, menos justa. Después de que se hablara de penas de prisión de tres meses a un año por descubrimiento y revelación de secretos, el caso se archivó sin más. Todavía habrá quién diga que la culpa de este archivo fue de Verónica por quitarse de en medio. Con las penas mencionadas, ninguno de aquellos habría entrado en prisión pero tampoco se habría ido de rositas.
Ahora, tres años después, un juez, tal vez más juicioso, ha entendido mejor lo que se roba cuando se roba lo más íntimo; lo que se envía cuando se manda la intimidad de alguien sin su permiso. Ha marcado un camino que es aviso para navegantes, en un mar que está pidiendo a gritos este aviso.
La abogada que defendió a C.J.Q., Beatriz Uriarte, confirma a este periódico que no encontró ninguna sentencia anterior que dictase prisión por este delito. Es la primera vez que el que roba la intimidad de su pareja es condenado seriamente.
Así que: ¡Extra, extra! Mientras en Estados Unidos el Tribunal Supremo elimina el derecho al aborto, aquí un juez de Madrid sentencia que tu intimidad es solo tuya. Tal vez no todo sea involución, pasos atrás y retrocesos. Tal vez, en este caso, una gota de esperanza.
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