Otras miradas

Pajitas de plástico, jets privados y desigualdad climática

Héctor Tejero

Diputado de Más Madrid en la Asamblea de Madrid

Emilio Santiago

Científico titular del CSIC

Pajitas de plástico, jets privados y desigualdad climática
Cerca de un lago artificial prácticamente vacío debido a la sequía en Honduras de mayo de 2013 (AFP/Orlando Sierra)

La crisis climática es un proceso profundamente desigual: quién más contribuye a él es quién menos lo sufre y quién menos contribuye sufrirá más impactos. Hay una variable que correlaciona muy bien con la contribución al cambio climático: la riqueza. Cuanto más rico eres, sea a nivel global o dentro de cada país, más responsabilidad tienes en el cambio climático. Piketty ha hecho famoso el siguiente dato, memorable por su simetría y por la violencia climática que esconde: el 10% más rico emite el 50% de las emisiones, el 50% más pobre emite el 10% de las emisiones. No de manera proporcional, pero una estructura parecida se repite en nuestro país. En España, según el World Inequality Report 2022 el 10% emite 27% de las emisiones y el 50% más pobre el 30%. Si aumentamos un poco más la resolución, la desigualdad de carbono española nos arroja el siguiente abanico, que va desde las 64.7 tCO2/pc del 1% más rico, las 20.8 tCO2/pc del 10% más rico, las 8.3 tCO2/pc del 40% intermedio y las 4.6 tCO2/pc del 50% más pobre. Es decir, el 1% más rico emite 14 veces más que el 50% más pobre. 

Como venimos insistiendo desde hace muchos años, es evidente que la transición ecológica no es un asunto técnico. Las relaciones de poder, en sus más diversas formas, la atraviesan y la definen. El cambio climático es originado por un modelo de sociedad con intereses y privilegios y tiene impactos muy diferentes si eres pobre o rico, si necesitas vender tu fuerza de trabajo para sobrevivir o si vives de tus inversiones. 

Por este motivo, la redistribución de riqueza es la piedra angular de cualquier transición justa. Y ya que la socialización de los medios de producción en un sentido clásico no parece políticamente plausible a corto plazo, hemos de empujar para retornar, al menos, a los parámetros de fiscalidad e intervención pública previos al neoliberalismo, que supusieron una experimento de igualación social que hoy, en comparación, cuando los recordamos se parece mucho a leer una novela utópica.

Pero uno de los modos en que la crisis climática lo cambia todo, como dice Naomi Klein, es que siendo imprescindible, y aunque tuviéramos la fuerza política y social para ello, la redistribución de riqueza por sí sola no basta si la pensamos en los términos clásicos de la vieja izquierda, que enunció su proyecto en base a una fe mesiánica en la futura abundancia material portentosa. Los hábitos antiecológicos no se corresponden solo a los del 1%. La estratificación de los privilegios materiales  en el capitalismo es un gradiente lleno de matices infinitesimales.

Así que es verdad que en España el 10% más rico emite per cápita casi 3 veces más que el 40% de las clases medias y 5 veces más que el 50% más pobre. Pero también es verdad que ese 10% emite "sólo" el 27% del total. Mientras que el 90% emite el 70%.  Dicho de otra forma, si el decil más rico emitiese como las clases medias, reduciríamos las emisiones en un 15%, que no está mal pero seguiríamos muy  lejos de los umbrales de seguridad climática. Pero si en este experimento social el 50% de abajo pasasen a emitir como las clases medias (igualación  hacia arriba) las emisiones aumentarían un 7%. Si además mantenemos a los ricos en los niveles de emisiones actuales, el conjunto de nuestra huella climática se dispararía un 25%.

En resumen, de cara a la transición ecológica existe una tensión entre igualdad e impacto ecológico que debe ser moderada vía redistribución de un modo que todavía no ha sido explorado en todas sus posibilidades. Pero en un país como España resulta innegable que, además, vamos a tener que acometer transformaciones estructurales muy profundas que van a manifestarse en cambios estructurales como la producción de energía, la descarbonización de la industria, la electrificación de las calefacciones, el urbanismo y la movilidad sostenible. Son cambios estructurales pero son cambios que provocarán o irán acompañados también de cambios de hábitos individuales de cierto calado a nivel de dieta, de movilidad, de vacaciones, de consumo, etc. 

Y esto todavía es un asunto pendiente en la izquierda, donde abundan enroques ideológicos en un inmovilismo antiecologista, bajo la justificación simplista de que los ricos deben pagar la crisis climática.  

Quizá la forma más conocida de este discurso es ese tipo de tweets que se hacen virales diciendo "este señor va en jet privado y a ti mientras te piden que no uses las pajitas de plástico".  Algo que aunque tiene una parte de verdad, en general también tiene mucho de autojustificación y, sobre todo, de incomprensión de la magnitud del problema climático. Y ponemos el ejemplo de los jets privados porque es muy llamativo. Se trata de un elemento de superlujo total, un medio ultracontaminante al servicio de una minoría extrema: 10 veces más emisiones que el avión comercial y 50 veces más que el tren para el mismo trayecto. Un medio de transporte que está exento, como toda la aviación, de impuestos al combustible. Es, sin duda, uno de los máximos exponentes de la desigualdad climática. Pero al mismo tiempo es una parte minúscula de las emisiones: 203 kT al año. Un 0.06% de las emisiones de España. Lo que emite el transporte terrestre en un solo día. 

Y esta es la paradoja: materialmente los jets privados no son muy importantes, pero simbólicamente sí. Y como la política no es sólo un reflejo de lo material ni una pura gestión técnica, sino que son símbolos, afectos y objetivos compartidos, es algo a tener en cuenta. Los jets privados podrían ser para el nuevo ciclo de transformación ecologista que hemos de hacer brotar algo parecido a los coches oficiales o las tarjetas black del ciclo 15M: ridículos a nivel de gasto público pero un símbolo enorme del privilegio. Sin embargo, ese nuevo ciclo de transformación ecologista no puede hacerse trampas al solitario. No podemos limitarnos  al efectismo simbólico y esquivar la necesidad de abordar un cambio profundo tanto en nuestras estructuras económicas como un cambio sustancial en nuestros modos de vida. La buena noticia es que este cambio en los modos de vida puede ser no solo justo, sino también ilusionante y verosímil. ¿La receta? Un poco de guerra cultural y un mucho, ahora sí, de redistribución de riqueza. Pero una redistribución de la riqueza que implica, necesariamente, una redefinición de la misma porque como hemos visto no se trata de  igualar hacia arriba los usos y costumbres insostenibles que hoy son predominantes, sino de experimentar colectivamente modos de vivir diferentes. Otras formas de estar en el mundo que respondan satisfactoriamente a todas esas dimensiones de la calidad de vida que hoy son sistemáticamente maltratadas por la compulsión capitalista: desde el tiempo libre a la salud física y mental, pasando por los cuidados mutuos, el disfrute de nuestros vínculos comunitarios, de nuestras relaciones sexoafectivas o el cultivo de nuestras pasiones culturales, deportivas o recreativas. En definitiva, una transición ecológica para vivir mejor.

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