Otras miradas

¿Profesionales de la política o servidores públicos?

Ramón Soriano

Catedrático emérito de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla

Fotografía de la fachada del Congreso de los Diputados. -Pixabay
Fotografía del frontispicio del Congreso de los Diputados. -Pixabay

Un problema difícil de resolver y que afecta negativamente a la buena imagen de los partidos es el fenómeno de la profesionalización. En ellos habitan y de ellos se benefician "profesionales", que hacen de la política una profesión de por vida y no una vocación de servicio a la sociedad. El ejercicio de la política sería una actividad más saneada en la medida en que se mantuviera como una actividad de vocación, porque la política siempre genera clientelismo y círculos de intereses, que podrían ser contrarrestados, si los políticos no se eternizaran en los cargos públicos.

La profesionalización de la política viene dada por los atractivos anexos a la práctica de la política; práctica ciertamente lucrativa, que hace que muchos se acerquen a ella, y que, una vez instalados, no la abandonen. La remuneración de la actividad política fue valiosa inicialmente porque permitió que cualquiera pudiera dedicarse a la política y contribuyó a la igualdad en el acceso a los cargos públicos. Pero también tiene su lado negativo, cuando la remuneración es la causa de la permanencia en los cargos públicos, cuando se profesionaliza la política. Estamos, por otra parte, acostumbrados a ver cómo los políticos se suben ostensiblemente sus sueldos muy por encima de la media y en situación de crisis económica ante la indignación de los ciudadanos.

La profesionalización de los políticos españoles ha sido apoyada por la escasa experiencia democrática en España y por la muy reducida cifra de militantes (una de las más bajas de Europa), que por consiguiente ofrecía escasos cuadros como cantera de cargos públicos. Mucho espacio político nuevo y pocos actores para ocuparlo. Asumieron importantes responsabilidades políticas militantes con poca formación, que, una vez aupados a los cargos, no quisieron mirar atrás, ni recuperar sus antiguas profesiones (si las tenían). Como consecuencia se generó una numerosa clase de políticos, que viven de y en la política, y hacen todo lo posible para mantenerse en ella, pasando de un cargo a otro, convertidos en eslabones de una inmensa cadena de fidelidades personales, que les impiden la expresión de un pensamiento libre y la libertad de acción.

La profesionalización de la política es un hecho claramente evidente para los ciudadanos, porque los políticos son casi siempre los mismos, políticos maduros que llevan mucho tiempo encaramados en cargos públicos o cargos dentro del partido. Los políticos no cambian; cambian los cargos que desempeñan; y es tal el número de cambios que podemos asegurar que nuestros políticos son profesionales "todo-terreno" de la política, que lo mismo sirven para uno que para otro cargo, cualquiera sea la materia o los cometidos. Lo que es ciertamente sorprendente, porque nuestros políticos no han recibido formación previa, ni les ha dado tiempo de formarse; a muchos de ellos les ha saltado la democracia de improviso.

Una dimensión esperpéntica de la profesionalización de los partidos políticos es la de la acumulación de cargos de algunos políticos, aireados por los medios de comunicación con ocasión de las elecciones. Hemos visto en la gestación de los pactos poselectorales cómo son bien pagados con acumulación de cargos los votos de representantes de partidos minoritarios decisivos para la elección de alcaldes, presidentes de las Diputaciones o presidentes de las Comunidades Autónomas. Los cargos-tenientes no pueden estar en todas las partes a la vez, ni cumplir bien tan amplias y dispares obligaciones. Ante la abrumadora acumulación, el ciudadano sólo puede pensar en una cosa: la necesidad de una ley de incompatibilidades seria, que hasta la fecha los partidos no están dispuestos a promulgar.

La profesionalización de la política no beneficia a los ciudadanos, en primer término, pero tampoco a la clase política, en segundo lugar. Por varias razones.

Primero: la conversión de la política en un trabajo estable genera clientelismo interior y exterior, dentro y fuera del partido. Dentro del partido se forman cadenas de dependencias personales, en las que unos deben su promoción a las influencias de otros; estas dependencias consolidan expectativas recíprocas, que impiden el cambio y la realización de los fines constitucionales de los partidos políticos; éstos se convierten en grandes corporaciones de intereses profesionales; cualquier política es subterráneamente mediatizada por estas cadenas de intereses; nadie arriesga si en ello le va un perjuicio; nadie se enfrenta a las expectativas de sus patronos o mecenas dentro del partido, porque sería como suicidarse profesionalmente; no hay lugar para la libertad de expresión. Esta situación de clientelismo interior es un hecho que mueve voluntades y configura la verdadera política práctica dentro de los partidos, aunque es negada por los políticos y sus ejecutivas interesados en distraer la opinión pública y demostrar que a ellos les preocupan y se mueven en función de los intereses del país. Se produce una quiebra entre el discurso oficial y la práctica política real.

Fuera del partido político las actividades de los políticos generan unas relaciones clientelistas con las personas que de ellas se benefician y a cambio contribuyen de alguna manera al sostenimiento o prestigio del partido. Podemos hablar de dos clases de clientelismo exterior de los partidos: negro y blanco. Los casos de corrupción política, que han llenado la escena política española desde principio de los años noventa, admiten ser incluidos dentro del clientelismo exterior negro, que se caracteriza por situarse fuera de la legalidad vigente. El político y/o su partido y el cliente obtienen conjuntamente un beneficio incumpliendo la ley (una recalificación ilegal de un terreno a cambio de una comisión para el político y/o su partido). Sospecho que es más abundante el clientelismo exterior blanco, en el que políticos y clientes obtienen recíprocas ventajas dentro de los términos permisivos de la ley, aún cuando sus actuaciones sean contrarias a la moral pública (recomendar una persona al político a cambio de favores electorales del cliente). Estas redes clientelares se consolidan en la medida en la que los políticos se eternizan en sus puestos de responsabilidad.

Segundo: la pérdida de credibilidad del discurso político como consecuencia de experiencias negativas de políticos, que se mantienen largo tiempo en sus cargos. La permanencia de los políticos en la política les hace acumular experiencias negativas que les invalida para denunciar actitudes reprobables en los demás y afrontar circunstancias propias adversas. Con lo que el discurso político pierde credibilidad y se empobrece.

Asistimos, más bien impasibles, a una serie sin fin de dimes y diretes, de toma y daca, en una cadena de pronunciamientos en los que nuestros políticos parecen competir por elevar el mal tono de sus imprecaciones. En algunos casos las imprecaciones no vienen desde los adversarios políticos, sino desde las filas de los mismos compañeros de partido. Uno de los ejemplos más lamentables fue el del Congreso 2000 del Partido Andaluz, en el que la plana mayor del partido se deshizo en gravísimas acusaciones, unos contra otros, públicamente y ante los medios de comunicación. Quien sale verdaderamente perdiendo es el ciudadano, en medio de esta guerra de los políticos, que en nadie confía ya, y que en el discurso de cualquier político sospecha intereses inconfesados: un desquite, una venganza, un ajuste de cuentas... todo menos la defensa de los derechos e intereses de los ciudadanos.

Tercero: la necesidad de la renovación de las ideas y programas, que no puede venir de otro lugar distinto a la renovación generacional y de personas, que ejercen puestos de responsabilidad en los partidos políticos. La experiencia en cualquier profesión provoca estereotipos, y la política, cuando se profesionaliza, no está libre de este problema. Quizás sea la política, comparada con otras actividades, como las profesiones liberales, la actividad que genera más estereotipos y falta de dinamismo precisamente por las grandes dependencias y círculos de intereses que rodean a los políticos, y que no les permiten actuar y moverse con libertad, y por la urgencia de las decisiones y el escaso tiempo para reflexionar en que permanentemente viven los políticos.

La única renovación posible es a través de la savia de gente nueva asumiendo responsabilidades, que puedan ver los problemas de otra manera y con otras soluciones. Bueno sería que los políticos siguieran los hábitos del deporte y el espectáculo, a los que tanto se parece por otra parte la política: políticos ocupados durante un tiempo limitado en la política real para pasar después a enseñar a otros, dentro del partido y fuera ya de los cargos públicos, su propia experiencia política. Hemos asistido al vergonzante ejemplo de líderes del aparato del partido, haciendo todo lo posible para mantenerse en el cargo y controlar la dirección del partido tras un estrepitoso fracaso electoral, en vez de dejar paso a una necesaria y refrescante renovación. ¿Qué partido político está a salvo de este ejemplo?

Nadie duda hoy en Estados Unidos de la buena fórmula política de limitar el mandato presidencial a dos legislaturas (enmienda XXII de 1951 a la Constitución de Estados Unidos). Fórmula que debería ser introducida en una reforma constitucional añadiendo un nuevo párrafo al art. 98 de la Constitución española en este sentido. Es un hecho que las limitaciones temporales en el desempeño de cargos públicos es muy difícil que procedan de los interesados; una legislación al respecto sería milagrosa.

Cuarto: La necesidad de evitar que la profesionalización de la política genere actitudes corporativistas.  El corporativismo en un sentido amplio es la defensa y protección a toda costa de los intereses de los miembros de una organización. El corporativismo es la peor lacra de los partidos de cara al ciudadano; la que hace más visible que la política no es una vocación o un servicio, sino una actividad más, en la que los profesionales de la política se lucran y autoprotegen. Cuando el corporativismo se manifiesta tras conductas deshonrosas de los políticos (ilegales o inmorales), el efecto devastador de la credibilidad y confianza de los ciudadanos en sus políticos es incalculable.

Las actitudes corporativistas de los partidos se enmarañan y enredan en una sucesión de eslabones sin fin. Los medios no dejan de ofrecernos, día a día, signos de este corporativismo de los partidos políticos: la defensa a ultranza de políticos de comportamientos reprobables o abiertamente ilegales, a veces esgrimida en un marco de insolencia. Insolencia ante los partidos adversarios, a cuyas denuncias se responde recordando hechos reprobables de sus afiliados. E insolencia ante los propios ciudadanos, porque se les olvida, o ni siquiera se les pide disculpa por las incorrecciones de los políticos, representantes de los ciudadanos, o incluso en ocasiones se les violenta directamente con el público homenaje al político en desgracia ante la opinión pública.

El homenaje al político reprobable ha sido una práctica habitual de los partidos políticos. Una consejera, que no pudo explicar el uso de más de cien billetes de avión gratis de empresas públicas de transporte aéreo, fue homenajeada por sus compañeras de partido. Un diputado y exministro, imputado con 23 años de cárcel por el ministerio fiscal, fue ovacionado por una veintena de diputados compañeros de partido en el momento en el que el juez le tomaba declaraciones en su despacho del Congreso.

Quinto: la selección inversa de los candidatos a ocupar cargos dentro y fuera de los partidos políticos. En nuestro país es evidente la mediocridad de buena parte de quienes se dedican a la cosa pública. Es un hecho que constatan los que están cerca de los políticos y ven cómo funcionan realmente los partidos y la clase política. Selección inversa quiere decir que no se elige a las personas por su competencia, preparación y méritos, sino por la falta de riesgo que el seleccionado comporta para el proponente. El político, sobre todo quien vive de la política, el denominado político de "pesebre", quiere permanecer en la política ocupando cargos el mayor tiempo posible, y por tal razón se protege nombrando a las personas menos capacitadas y meritorias. Con ello se construye una legión ininterrumpida de incompetentes en una cadena donde el de arriba nombra al más incompetente que está debajo. Trae causa de otros dos procesos tan malos como la selección inversa: la entrada en la política de quienes no tienen empleo fuera de ella y la profesionalidad de la política; el segundo muy relacionado con el primero.

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