Otras miradas

Ocio para madres (en horario familiar)

Diana López Varela

Cuando nace un bebé nace una madre y ya de paso la persona más preocupada, obsesionada y ocupada con su bienestar. Entonces no te das cuenta, pero en muy poco tiempo has pasado de ser esa que cierra los bares a esa que abre el parque. A las 17 horas en puntito, 16 en Canarias, estás bajando con el carro y la merienda, una pelota, tres coches, el peluche de Mini y la cabeza del unicornio que le robó a su prima. Y te pones de pie haciendo cola al lado del tobogán de bebés, cual portera de discoteca, mientras amenazas con la mirada al resto de los participantes más creciditos "un empujón más y te digo quiénes son los Reyes Magos y la Sirenita". Vigilas cada paso en falso para que tu criatura no se abra la cabeza (aunque ahora no es como antes, en tu época prehistórica, ahora todo es blandito, amigable, bebéfriendly) pero tú no puedes dejar de vigilar, vives en esa tensión constante, preparada para pillar al vuelo los 12 kilos de no-tan-bebé que también forman parte de tu cuerpo aunque estén fuera de él desde hace casi dos años. Estos últimos dos años, casi tres con el embarazo, son los que llevas sin salir de noche, sin beber más de una cerveza con alcohol (sostienes el mercado de la 0,0 en tu ciudad), sin programar la hora de vuelta a casa en función del baño y de la última siesta. Esos tres años son la distancia exacta que te separan de la otra mujer que fuiste, una infinitamente más despreocupada, terriblemente egoísta y absolutamente independiente. Tú te repites por activa y por pasiva que tú eres una madre feliz, feliz, feliz; gozosa, gozosa, gozosa (gozar mucho es la nueva penitencia de las madres) una madre mayorcita que sabía dónde se metía. A ti nada de esto te pilla de sorpresa, que ser madre con 34 no es como para ponerse a llorar porque te han estafado. A ti nadie te ha estafado, pero presientes que los niños se pillan mucho mejor al vuelo con 25 y si no los pillas no pasa nada, que la pediatra no va a poner esa carita de reprobación con una chavala que ha abrazado la maternidad al compás de la biología y no de su egoísmo. Si hubieses hecho las cosas como Dios manda ahora tendrías criaturas que se suben solas a los toboganes, que empujan a las demás y que duermen del tirón. Esta noche, hasta saldrías.

Pero aquí estás con 36 muerta de sueño y con el pelo sorprendentemente limpio un viernes por la noche sin niña porque tienes un compromiso laboral, programan tu monólogo teatral, y el arte en este país, se hace con nocturnidad y alevosía. Han venido a verlo tus excompañeras sin hijos de la facultad y compartes con ellas un pitillo furtivo y culpable ("soy fumadora social chicas, desde que soy madre ni uno") y hablas a toda prisa, como vomitando las palabras porque sabes que el tiempo se te agota y tú querrías tomarte cuatro cervezas y hablar largo y tendido y decirle a aquella que te encanta con ese pelo cortado a lo garçon (¡qué moderna!) y a la otra que tenéis desmenuzar causas y consecuencias de lo de lo que te ha contado, investigar a fondo, culpar a algún ex. Y a la que acaba de llegar de su último viaje (¡sola!) a Asia, a esa también querrías preguntarle cómo es eso, qué se siente, cómo funciona el mundo cuando una es una mujer que viaja con un solo cuerpo, un cuerpo capaz de cruzar fronteras y de cerrar bares. Pero tú eres bífida y ya son casi las 11, ya se ha pasado la hora del baño, se ha pasado el cuento de los lobitos buenos que invitan a la oveja a cenar a casa, la rutina hecha trizas. Tu cabeza no está con tus compañeras, está con una niña que te espera en casa de los abuelos viendo la tele a deshoras. Por tu cabeza pasa también la imagen de ese paquete de galletas que la abuela guarda en el armario encima de la nevera, de ese zumito industrial que parece muy sano pero que lleva ¡11 gramos de azúcar por cada 100! No puedes ni pensarlo, la culpa te devora como Saturno a su hijo. Vuelves a las compañeritas sin hijas (¡qué bien se conservan, qué guapas, qué jóvenes, qué listas!) e intentas parecerte un poco a ellas, ¿qué coño le contabas a la gente cuando no hablabas de tu hija? Apuras el cigarro un poco menos de lo que podrías porque la medida de ese pitillo marca el tiempo exacto de tu regreso a casa. Y te tienes que ir y te subes al coche en donde ya no hay compañeritas sin criaturas con las que beber y reír y recordar viejos tiempos, solo un padre con el que hablar cosas de padres. Enfilas la autopista y ya le estás enviado un mensaje a la abuela, te la imaginas escondiendo las galletas y el zumo, apagando la tele, ensayando el encuentro teatralizado "¡no te echó nada de menos!". Y, efectivamente, la niña está de maravilla y más despierta que tú. El azúcar siempre gana al amor de madre.

Hace unos días fui a mi primer concierto sin niña desde que soy madre. Xoel López participaba en un festival en sesión vermú y qué gusto poder ver a uno de mis artistas preferidos y qué gusto escuchar música en directo sin mirar el reloj, sin pensar en el baño, en la cena, ni en las rutinas. El padre que tenía al lado ya no era un padre, era mi novio, y hubiese hecho cualquier locura si no supiese cómo acaba el cuento, con los lobitos y las ovejitas, las ojeras, y las cábalas para conciliar sin renunciar a los momentos en los que mi hija más me necesita. Todos los planes culturales en los que me he visto involucrada durante estos dos años empezaban a última hora de la tarde, con suerte, lo cual siempre me creó un estrés y un sufrimiento agotadores. A fuerza de retirarme cuando empezaba la diversión, me convertí en la aguafiestas oficial. ¿Por qué los programadores no piensan un poco en las madres? ¿Por qué todos los conciertos son tan tarde? ¿Tan incompatible es la cultura con la salud de las criaturas y de las madres? De vez en cuando a mí también me gustaría volver a ser la última en irme, aunque sea directa al parque.

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