Otras miradas

¿Por qué nos mandan a tomar la pastillita?

Oti Corona

Varias mujeres realizan el símbolo feminista con las manos durante la manifestación para reclamar la abolición de la prostitución, a 28 de mayo de 2022, en Madrid (España). Foto: Fernando Sánchez / Europa Press
Varias mujeres realizan el símbolo feminista con las manos durante la manifestación para reclamar la abolición de la prostitución, a 28 de mayo de 2022, en Madrid (España). Foto: Fernando Sánchez / Europa Press

Los Ángeles, 1929. Christine Collins denuncia la desaparición de su hijo Walter, de 9 años. Pocos meses después, la policía contacta con ella para darle una buena noticia: han localizado al pequeño. Entre discursos de alivio y expresiones de alegría, le entregan a un niño que han encontrado por ahí y que no es Walter ni se le parece. Christine, sin duda turbada por el revuelo a su alrededor, agarra a ese niño anónimo de la manita y se lo lleva a casa. Estos son los hechos reales en los que se basa la película El intercambio, dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Angelina Jolie. Si quieren terror de verdad, búsquenla.

Pero yo venía a hablarles de la pastillita. Verán: soy mujer, cincuentona y feminista. Eso significa que me mandan a tomarme "la pastillita" no menos de cuatro veces por semana. Lejos de lo que pueda parecer, gozo de una salud física y mental excelente, es decir, me duele todo lo que me tiene que doler a mi edad y estoy perfectamente adaptada a esta sociedad enferma. No tomo, por tanto, ninguna medicación. Y me pregunto: ¿Y si estuviese en tratamiento por alguna patología? ¿Cuál sería el problema? ¿Qué pasaría si sufriese ansiedad o depresión y tuviese que medicarme para encontrarme mejor o para curarme? ¿Es motivo de insulto? ¿Por? La salud mental de las mujeres es un lugar común del machismo y nos conviene mucho entender por qué.

Empecemos por la consulta médica, que es donde se corta el bacalao. Hay mujeres que acuden a su médico y le cuentan que andan nerviosas, cansadas, saturadas, que lloran a menudo, que están hartas, que no pueden con la vida. Me gusta pensar que a menudo al doctor le encantaría recetar una dosis de asaltar el palacio de invierno o un divorcio exprés. Como por desgracia nuestro sistema sanitario a día de hoy no permite recomendar la revolución ni los descasamientos, no queda otra que recurrir al parche de la medicación. Esta es la cara amable de la consulta, pero hay otra en la que los facultativos no salen tan bien parados: la de las demasiadas ocasiones en que las dolencias de las mujeres se tratan con sedantes en vez de con analgésicos, con consejos sobre llevar una vida más tranquila o tomarse las cosas de otra manera en vez de realizar las pruebas médicas pertinentes. "Tú serás la típica mujer que siempre llevarás una caja de Diazepam en el bolso", le espetó un facultativo de excelente reputación a una amiga mía. La frase lo dice todo.

La pastillita es el recurso del misógino que se ha quedado sin argumentos. Es la excusa para no escucharnos, para callarnos, para anularnos, para apartarnos del sistema. Cuando Christine Collins se presentó en comisaría tres semanas más tarde para explicar que ese crío que le habían entregado no era su Walter, trataron de convencerla de lo contrario. Primero, por las buenas. Cuando vieron que esa madre se mantenía en sus trece, la tacharon de loca y la encerraron en un pabellón psiquiátrico bajo un régimen especial destinado a personas, digamos, difíciles. ¿Adivinan el perfil mayoritario de esas personas? Exacto: mujeres. Allí pasó Christine unos días horribles; no es difícil adivinar que el objetivo de ese sitio no era curar a nadie.

"Que alguien le dé a esta la medicación, que se nos sale del redil", le falta decir a más de uno. Y es que con la pastilla asoma un puntito de nostalgia. En los antiguos manicomios las mujeres quedaban expuestas a humillaciones, abusos y violaciones. Además de quitarlas de en medio una temporada, en su reclusión aprendían el lugar que les estaba reservado en la sociedad. Cuánto les complacería a algunos vernos así, desprotegidas, sometidas y aisladas.

Christine nunca se rindió y consiguió poner patas arriba el Departamento de Policía de Los Ángeles. Sin embargo, falleció sin saber del trágico final de su pequeño. El chavalín misterioso que se había plantado de gorra en el hogar de aquella madre desesperada reconoció finalmente que había participado en el embuste porque le habían prometido a cambio un viaje a California. Al pobre Walter Collins, por otra parte, lo habían asesinado poco después de su desaparición. Y esto, que a muchos nos pone los pelos de punta, para otros representa un estado de equilibrio social deseable. La pastillita no es una orden, ni siquiera un insulto: es la manifestación de un deseo. Por eso a veces nos dicen directamente que estamos como cabras o como cencerros, chifladas o histéricas. Cualquier piropo, en definitiva, que se resuma en: "Estás para que te encierren". Porque eso es lo que les gustaría y lo que, en la práctica, han llevado a cabo durante décadas.

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