Otras miradas

Decidir el colegio de una hija

Diana López Varela

Periodista y guionista

Decidir el colegio de una hija
Varias mochilas en una percha de un aula de 0 a 3 años del colegio CEIP Hernán Cortés, durante el primer día de comienzo del curso escolar, a 7 de septiembre de 2022, en Madrid. Marta Fernández / Europa Press

Hay un puñado de circunstancias que condicionan nuestra vida para siempre. Algunas nos vienen dadas de serie y otras dependen de nuestra elección. Pero si hay una circunstancia que influye determinantemente en nuestro desarrollo, y que no depende de nuestra biología ni iniciativa, es el colegio que pisamos por primera vez. Todas las personas hemos estado condenadas a aceptar aquella elección que otras tomaron por nosotras cuando aún no sabíamos ni a dónde nos llevaban. Y casi todo el mundo tiene mucho que decir al respecto: se juzgan madres y maestros con graciosa diligencia y crueles reproches. La elección de madres, en este caso, no responde al uso de un lenguaje inclusivo feminista.

La semana pasada se cerró el plazo de preinscripción para el segundo ciclo de Educación Infantil en los colegios públicos de Galicia. Tuvimos 20 largos días para presentar la solicitud en la escuela en la que escolarizaríamos a nuestra hija por primera vez. Nuestros requisitos eran pocos y muy fáciles de cumplir: un colegio público y una profesora mujer. Dos opciones razonables a nuestro alcance y una ambición desmedida hicieron el resto.

Para las persona patológicamente indecisas como yo tener que tomar decisiones por otras constantemente te pone a prueba de una manera aplastante. A mí la maternidad me enseñó lo que es la responsabilidad en mayúsculas, pero también me dio un poder al que no estaba acostumbrada en absoluto. Todo el poder sobre las decisiones que afectan al futuro de mi hija. A las mujeres, que nos pasamos media vida pidiendo perdón y permiso por todo, empezar a mandar y decidir a todas horas nos llega muchas veces por el canal de parto. En la crianza sí que somos las jefas. CEO supremas sin competencia posible. En el mejor de los casos, te acompaña un padre preocupado y ocupado; en el otro, uno ausente o boicoteador. En el medio, y en la media, se encuentran la multitud de señores que resuelven las cuestiones relacionadas con sus criaturas con un "yo lo que tú digas, cari". (El cari es opcional, aunque altamente recomendable).

A mi hija le ha tocado un padre entusiasta, motivado y con medio curso de Criar con Sentido Común a sus espaldas. Así que el show estaba garantizado. Vimos los dos colegios posibles en profundidad. Nos reunimos con sus directores y profesoras. Supervisamos las aulas, los patios, los baños, las bibliotecas y la sala de música. Estuvimos en el gimnasio, en el aula de inglés y de informática, contamos los escalones (de subida y de bajada), medimos la altura de las ventanas, la peligrosidad de las esquinas. Supervisamos planos de reforma y ampliación de las instalaciones. Nos interesamos por la metodología y no pedí el Proyecto Educativo del Centro porque podrían conocerme. Preguntamos a conocidos, a madres y a padres de la zona, a profesoras experimentadas. Poco nos faltó para lanzar una encuesta con Google Form. Después de mucho debatir tomamos un veredicto y entregamos la solicitud en el colegio elegido. En realidad, la entregó él como acto definitivo de su osadía.


Tres días antes de que se cerrase el plazo de preinscripción fui a hacerme las cejas. Mientras las maravillosas manos de mi esteticista hacían un trabajo impagable me preguntó por el cole de la niña. Yo tenía poco que ofrecer y mucho que preguntar. En esa camilla, era todo cejas y oídos. El entusiasmo de esa mujer al hablarme del colegio de su hijo me perturbó. Me confesó que la profesora del crío era lo más, la educación emocional piedra angular del aprendizaje, el progreso del pequeño espectacular. Ir al colegio, una fiesta. "Mi hijo cuando no puede ir porque está enfermo, llora". Yo también estaba a punto de llorar. Claramente me había equivocado en la elección. Había descartado ese colegio, que estuvo en las primeras quinielas, porque no podíamos llegar andando. Pero ¿qué clase de madre no querría un colegio así para su hija? Tenía que hacer algo, pero no podía hacerlo sola.

Después de 17 días hablando cada noche sobre lo mismo, quizá nos habíamos precipitado. Apenas quedaban dos días lectivos para cambiar la solicitud. Empecé mi guerra psicológica. No podíamos descartar un colegio periférico con patios amplísimos y naturaleza alrededor simplemente por no poder llegar caminando. La pandemia nos había enseñado que los patios son tanto o más importantes que las aulas. Y el calentamiento global y los veranos gallegos de seis meses con temperaturas asfixiantes en junio, septiembre y octubre, también. Pero el factor definitivo fue el emocional. El centro en cuestión era el mismo al que había ido el padre de la criatura. Vamos a verlo, cari.

Pedimos una cita exprés. Y nos atendieron tres encantadoras profesoras de Infantil, la directora del centro (todas mujeres, qué fantasía la mía) y la niña corrió y jugó y se hizo amiga de la profe en dos minutos. Esa era la responsable, la famosa encantadora de criaturas. Estábamos tan venidos arriba que le preguntamos a ella (dos años) cuál era el cole que le gustaba más. "Este, este". Y ya está. Que decida la niña, es su futuro. Qué más da que tengamos que coger otro coche, alquilar una plaza de garaje, madrugar media hora más, plantarnos en la parada de autobús antes del amanecer, enmarronar aún más a los abuelos. ¡Ella ha decidido!


Las nuevas opciones multiplicaban los problemas. Si el colegio nos quedaba en otro barrio ¿A qué instituto la obligaríamos a ir? ¿Un patio pequeño era peor que levantarse antes para coger el autobús? ¿Trabajar por proyectos, mejor que ir caminando? ¿Una profesora joven y ultra-motivada podría lidiar con el cabreo de llegar arrastrada por unos agotados abuelos? ¿La sombra y el espacio para correr eran preferibles a las tardes con amigas en el parque debajo de casa?

Una suerte nos ampara: a día de hoy, hay plaza en todos los colegios públicos de mi ciudad y el año pasado solo el 0,7 de las 30.000 solicitudes tuvieron que ir a sorteo. Y aún con esta falta evidente de criaturas, España está entre los 8 países de la UE con la ratio más alta por clase que llega a 25 por aula entre los 3 y 6 años. Y yo, madre novata y profesora de adolescentes en prácticas, me pregunto: ¿Cuánta motivación, experiencia y ojos necesita una sola maestra para cuidar 20 niños de tres años a la vez? Qué más dan la metodología y el huerto cuando las profesoras no dan, literalmente, abasto.

Está claro que tenemos que hablar mucho más del colegio de nuestras hijas e hijos y bastante menos de mociones de censura estériles.


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