Otras miradas

Pánico en la caja de autocobro

Oti Corona

Terminales de autopago en una tienda de Uniqlo en la Gran Vía, la segunda que abre en Madrid, a 5 de octubre de 2022, en Madrid (España). Foto: Alejandro Martínez Vélez / Europa Press
Terminales de autopago en una tienda de Uniqlo en la Gran Vía, la segunda que abre en Madrid, a 5 de octubre de 2022, en Madrid (España). Foto: Alejandro Martínez Vélez / Europa Press

Un día no muy lejano tuve la solución para acabar con el hambre en el mundo. Consistía en emprender una gran huelga de consumidores que rechazaríamos efectuar cualquier servicio que pudiese llevar a cabo un trabajador a cambio de un sueldo. Es decir, nos negaríamos a tareas tan arduas como pesar la fruta en el súper o recoger las bandejas del McDonald's. Por razones que escapan al entendimiento humano, nadie me siguió en la lucha y me quedé más sola que la una, con los puñitos apretados ante la báscula de la sección de frutería y con las manos pringosas de sebo del fastfood.

La semana pasada me vi obligada a viajar a Ibiza, una desgracia como otra cualquiera. Adquirí a través de mi ordenador los billetes de avión y de tren, me desplacé hasta el aeropuerto y situé mi tarjeta de embarque sobre el lector de códigos de la entrada para que las puertas automáticas me permitieran el acceso. Una vez en Ibiza, me dirigí a un cajero automático del que saqué un dinerete para subsistir durante mi estancia y me fui directa al hospital. Allí estaba mi padre que, a modo de saludo, me pidió que le subiese la cabecera de la cama. Como soy más vieja que el hilo negro, me agaché para buscar la manivela y mi padre me preguntó que si estoy loca. Es algo que el pobre me pregunta a menudo. El caso es que la cama sube y baja con un mando a distancia, hay que ver lo que es el progreso.

Mi vida en la isla transcurría sin grandes contratiempos, de casa al hospital y del hospital a casa, hasta la tarde en que fui a comprar al supermercado y llegué a la línea de caja. Una empleada me ofreció pagar en la zona de autocobro y accedí. Mientras yo escaneaba mi compra, la joven hizo ese mismo ofrecimiento a un cliente que esperaba su turno. El señor se violentó.

- No quiero pasar por ahí. Esas máquinas os están quitando el trabajo a vosotras.

Ups.

- Pero si yo estaré aquí para ayudarle, caballero.

- ¡Que no!¡Que eso os manda a todas al paro!

Ante la estupefacción de la trabajadora, el buen hombre la obsequió con un extenso discurso sobre las consecuencias que esos aparatos tendrían en la vida de las chicas, lección que hizo extensiva al resto de compañeras y, gracias a la potencia de su voz, a todos los presentes en la cola, que no eran pocos. Yo, mientras tanto, seguía pip, pip, pip, pasando mis productos. Supongo que a los ojos del amado público -el tipo se había situado frente a mí, y me señalaba durante el sermón- yo era el enemigo.

He cambiado de opinión en algunas cuestiones que consideraba inamovibles desde que tengo uso de razón, y en el tema de las cajas de autocobro en concreto agradezco a algunas cajeras y excajeras que han dejado sus experiencias por escrito, bien en libros o bien en redes sociales, que me hayan ayudado a ampliar mi campo visual. Resulta que el empleo de cajera es mucho más duro de lo que parece, tanto a nivel físico como mental. Puede que más duro que el empleo de los agentes de viajes que ya no nos venden los billetes de avión, que el de las azafatas de tierra que ya no nos revisan las tarjetas de embarque o que el del empleado del banco al que ya no entramos nunca porque los cajeros están en la calle.

Las máquinas, -oh, sorpresa- modifican el mundo laboral. ¿Saben qué suprimió muchos puestos de trabajo? Las grúas, las apisonadoras, los toros mecánicos y, en general, cualquiera de los ingenios que se usan en la construcción. ¿Qué hacemos? ¿Las eliminamos? Y no hace falta irse a las ocupaciones que requieren fuerza física. Si echamos la vista atrás, descubrimos que nuestras comodidades de hoy fueron mano de obra en el pasado, desde el fotógrafo que revelaba nuestras fotos hasta la portera que vivía en los bajos de los edificios; las máquinas expendedoras de refrescos o chocolatinas eran gente no hace tanto. Sin embargo, a pesar de esta intromisión de la tecnología en nuestros asuntos, el número de personas ocupadas no deja de crecer año tras año.

Este artículo no es un alegato en favor de las máquinas, sino un interrogante: ¿Por qué la aparición de maquinaria en determinados oficios se ha recibido con alivio cuando no con alegría, y en otros suscita tantas sospechas? No tengo ni idea, pero la tarde del súper intuí que el caballero que nos había sermoneado experimentaba un extraño placer al ver a una mujer efectuando un trabajo que él podría haber desempeñado sin demasiado esfuerzo si se hubiese sacado las manos de los bolsillos.

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