Otras miradas

¿Nos podemos permitir la vulnerabilidad residencial?

Irene Lebrusán

Doctora en Sociología. Coautora del Informe 'Vivienda para vivir: de mercancía a derecho'

Una pancarta en la que se lee: 'Ley vivienda digna ya!', durante una concentración, frente al Congreso de los Diputados, a 24 de enero de 2023, en Madrid (España). - Europa Press
Una pancarta en la que se lee 'Ley vivienda digna ya!', durante una concentración, frente al Congreso de los Diputados, a 24 de enero de 2023, en Madrid (España). - Europa Press

Cuando decimos que la vivienda debe ser un derecho humano, tal vez no llegamos a expresar la importancia que tiene. Cuando decimos que la vivienda es un bien básico, tal vez no somos capaces de expresar cómo de clave resulta para el funcionamiento de la sociedad, para nuestra salud, nuestro bienestar e, incluso, para el mantenimiento de la vida. Como ejemplo de lo anterior, las personas en situación de calle viven entre 17 y 44 años menos que el resto de la población. También enferman más, tienen un índice mayor de suicidio y registran mayores tasas de depresión.

La reciente aparición del proyecto de la Ley de Vivienda y la proximidad de las elecciones pone sobre la mesa no ya el papel y la importancia de la vivienda (que parece que se nos sigue olvidando), sino la visión sobre la misma como elemento polarizador. El debate se centra en las posibles formas de gestión y en su conceptualización como bien económico, asumido además como una forma de entender el mundo (en rojo, azul o en multicolor, en el que hay buenos y malos) olvidando otros aspectos más importantes. Así, en medio de la discusión de si se deben o no topar los alquileres olvidamos que no estamos hablando en realidad de inversiones, sino de habitantes. De que no hablamos solo de desigualdad, sino de vulnerabilidad. Que no hablamos (únicamente) de los límites de los beneficios de unos, sino del derecho a la supervivencia de otros.

Si refería antes la cuestión del sinhogarismo (o, simplificando enormemente, carecer de techo), dormir a cubierto tampoco significa que se cumplan las condiciones dignas básicas. Con dimensiones desconocidas reconoceremos el chabolismo como una de las manifestaciones más extremas de las disfuncionalidades en torno a la vivienda. Podemos pensar en Cañada Real, ese lugar donde los niños no tienen luz y se registran muertes por frío, pero podemos referir también la situación de la infravivienda horizontal, esa que queda oculta en el interior de los edificios de nuestras ciudades y pueblos.

Desde la calle puede no percibirse, pero, como señalamos en un reciente informe desde el Future Policy Lab, en España el 6,4% de la población vive hacinada, sin derecho a la intimidad y casi un 11% vive en casas sin suficiente luz natural, lo que se asocia a mayores tasas de depresión. La situación siempre es peor para los más pobres: si el 3% del conjunto de la población en España reside en viviendas que, además de tener daños estructurales (como goteras, humedad y podredumbre, lo que genera problemas respiratorios), no tienen bañera o ducha ni aseo en el interior de la vivienda y carecen además de luz natural, la cifra aumenta hasta el 9% para quienes están se encuentran bajo el umbral de la pobreza. Si las diferencias intergeneracionales son grandes, envejecer tampoco nos pone a salvo: el 20,1% de las personas mayores de 65 años viven en situación de vulnerabilidad residencial extrema, lo que señala que existen fuertes desigualdades intragrupales y que algunos hogares nunca consiguen dejar atrás la vulnerabilidad. Algunas personas no logran resolver las necesidades mínimas en materia de vivienda, ni siquiera al final de su vida.

Residir en una vivienda en malas condiciones nos predispone no solo a una mayor vulnerabilidad social, sino a una mayor morbilidad, a un mayor riesgo de sufrir accidentes, a una peor salud mental. A un mayor sufrimiento, en definitiva. También reduce nuestra esperanza de vida, dificulta nuestra integración en la sociedad e incluso nuestro desempeño laboral. Si no podemos tener un descanso adecuado, si no podemos protegernos del frío, el calor y la humedad, si no podemos asearnos porque carecemos de bañera y ducha, ¿cómo podremos relacionarnos, producir?

Más allá de la discusión en torno a los mecanismos de gestión de la vivienda o los que nos permitan aumentar el parque residencial de vivienda pública, más allá de la predominancia de los discursos economistas neoliberales o de los discursos que ponen el acento en el discurso del miedo (a Juana le ocuparon su vivienda mientras bajaba a por el pan) se nos está quedando en el tintero la parte de lo social. Lo social, ese gran olvidado cuando estamos entretenidos poniéndole números y potenciales beneficios a las cosas.

Necesitamos poner la vivienda en el centro, comprender que no es un bien de mercado o un bien de inversión, sino un bien de uso. Y que eso implica que debe cumplir con unos parámetros adecuados. Desmercantilizar la vivienda también es poner el foco en su calidad y en cómo nos afecta desde la perspectiva individual y social.

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