Otras miradas

Sálvame: queremos el pan, las rosas y el circo

Irene Zugasti

Periodista, politóloga y técnica de igualdad

Sálvame: queremos el pan, las rosas y el circo
Belén Esteban y Jorge Javier

Hace unos días publiqué una columna en El Salto sobre cómo Sálvame se había instalado en la cotidianidad de millones de personas durante los últimos catorce años, años que, en una feliz ironía, coincidían con el ciclo político que la izquierda vivimos peligrosamente. Mi intención era plantear por qué era importante estar en esos espacios y en esos temas con una visión feminista, o progresista, o hasta anticapitalista, ojalá. Quise señalar, también de paso, la estrechez de miras de quienes enmiendan los programas de corazón en su totalidad, por su narcotizante función de opio del pueblo, y de quienes solo ahora, cuando está en disputa el espacio televisivo, se han dado cuenta de su valor.

Me esperaba las reacciones críticas, lógicamente. Algunas recurrían al clásico "yo no veo telebasura", que es una cosa muy antigua; otras hacían saber a El Salto su profunda decepción por abordar este asunto. También hubo quien nos recordaba las miserias del programa y de sus personajes, de cómo ha sido altavoz de valores lamentables, de machismo y de maltrato. No les quito la razón, de eso se trata: de hablarlo. De hecho, no han dejado de publicarse columnas y declaraciones desde que se anunciara la cancelación del programa.  Rufián ha hablado de clasismo, Canal Red ha vacilado con un posible fichaje a Jorge Javier y, poco a poco, se desmadeja la trama política entre productoras por el control conservador de los medios en disputa, que es lo que está en el fondo de toda esta cuestión. Así que sí, amigas: había que hablar de Sálvame.

Y es que, si no lo hacemos nosotras, lo harán otros. Antonio David Flores, por ejemplo, se ha alegrado mucho de que Sálvame deje de emitirse (lo he leído en la revista Semana). Lo celebran él y la "Marea Azul", que es el movimiento organizado en redes sociales para apoyar al ex guardia civil y a su círculo, en el enfrentamiento mediático y jurídico que desde hace dos años mantiene con Rocío Carrasco. Si a estas alturas alguien ajeno a estas vulgaridades no sabe de qué va el tema, recapitulo: Carrasco acusó a Flores de haber ejercido violencia contra ella y a través de sus hijos durante décadas en una docuserie, "Contar la verdad para seguir viva", producida por La Fábrica de la Tele. Y se lió. La violencia vicaria saltó al prime time. Irene Montero entró a Sálvame en directo. Las llamadas al 016, el teléfono de atención a la violencia machista, se dispararon. Ana Bernal-Triviño marcó línea feminista en horario de máxima audiencia ¡Golazo! Mi amiga Teclas dice que lo de la Carrasco es el mejor legado del feminismo pop que pudo dejarnos Rocío Jurado, que como sabía que España no estaba preparada para algunos temas en los 90, nos dejó a su hija para rematarlo. Ahí queda.

Que se alegre Antonio David no es casual. Desde el Programa de Ana Rosa se trabajó mucho para cuestionar el testimonio de Rocío Carrasco e impugnar, de paso, las políticas de igualdad, el feminismo, la violencia machista, como viene haciendo con otras muchas cuestiones desde 2005. Cada vez con menos pluralidad y más bilis, hilvanando cada mañana la mesa de actualidad política con las de crónica social, la sanidad pública con Supervivientes, la política fiscal con los cuernos de Tamara Falcó. Ante los ojos de millones de personas, paradas, jubiladas, ninis, o, simplemente, que pueden ver la tele por las mañanas. Ahora van a la conquista de las tardes. 


Otros muchos se han alegrado públicamente del cierre de Sálvame: Piqué, por ejemplo, que dice que es un formato indecente desde su silla de gamer en su millonario Twitch. O la directora del Periódico de Cataluña, que decía que ya era hora de que se cancelase semejante programa, aunque yo no distinga últimamente entre la calidad de sus fuentes de Internacional y las de Lydia Lozano. Pero yo no he venido aquí a hablar de productoras, de medios y de periodismo, aunque lo parezca, ¡qué pereza!, sino sobre por qué en esa impugnación a Sálvame, al Corazón, a la información de Sociedad, además de clasista y elitista, se esconde una profunda cuestión de género.

Y es que estos contenidos -llamadlos rosas, de sociedad, de corazón, como queráis- se menosprecian porque sus protagonistas, sus audiencias y sus historias se consideran de mujeres. ¿Por qué Sálvame, Tómbola, el Tomate, todo ese universo en el que encuentran entretenimiento muchas personas genera tal rechazo, tal menosprecio y desaire, y sin embargo el fútbol, otro opio narcotizante, otro mundo televisado lleno de contradicciones y de contratos millonarios, sí merece ser rescatado en nombre de su gloria y sus esencias? ¿Por qué cotillear -hablar de relaciones, de sentimientos, de parejas, amigas, enemigos- se sanciona, pero jalear a señores que juegan a la pelota no? Aunque no me atraiga ni me interpele, reconozco al fútbol una capacidad movilizadora impresionante, un poder popular nada desdeñable,y me alegra que haya voces como Quique Peinado o la buena gente de Altamarea publicando y hablando de ello, para que no quede todo en manos del Chiringuito de Jugones, de los racistas, de los ultras, de los multimillonarios.

Hay quien me dirá que el deporte no puede compararse con el chismorreo. Como si la murmuración, la habladuría, el salseo, -que no es sino hablar del otro, de los otros, para hablar también de nosotras mismas-  no hubiera sido una constante del ser humano, un reflejo del orden moral y social que se imponía o se transgredía en la forma de contarlo. Y, sin embargo, solo se nos ha acusado a nosotras de hacerlo: a las chismosas, a las alcahuetas, a las marujas, a las pécoras. Durante siglos se nos expulsó  de cualquier espacio público para arrumbarnos en las tardes interminables de mesas camilla, para dejarnos sólo mirar tras los visillos, en la estrecha libertad de las callejas y los mentideros o en el tedio decimonónico del saloncito; en la soledad cómplice entre compañeras de trabajo, en las esquinas del patio del recreo, mientras el centro del patio lo ocupaban siempre ellos.


En la Kings League no hay cincuentonas con tallas grandes ni sexagenarias con arrugas y mala leche. En Sálvame, sí. En el Chiringuito no hay maricones ni bollerazas. En Sálvame, sí. En la Champions no hay mujeres. En Sálvame, sí(salvo, quizás, las mal llamadas wags, hermosísimas esposas sin derecho ni a nombre propio, con permiso de Georgina). Parece lógico pensar que muchas personas, muchas más allá del estereotipo de la maruja de sobremesa que algunas somos, se sientan cómodas aquí. Aunque se grite, aunque sea vulgar, cínico, lleno de contradicciones, (sobre todo, las de clase) con personajes grimosos, con momentos bochornosos (¿alguien se acuerda de Tómbola?) y otros memorables. 

Algunas cabezas ya entendieron muy bien, y hace ya mucho tiempo, la emocionante intersección donde se encuentran poder y sociedad, la cama y la economía, la política y el sexo, y el potencial de saber contarlo para cuestionarlo, para criticarlo, para diseccionarlo. Terenci Moix en su deliciosa Chulas y famosas, por ejemplo. O la propia columna que firma, cada semana, Jorge Javier en Lecturas. O, como dice mi amiga Bárbara (con quien a menudo ejercito el marujeo), Pilar Eyre, u otras tantas cronistas de la corte borbónica que sacaron, cuando nadie más lo hacía, los colores a la Monarquía. Karmele Marchante, que en sus trepidantes memorias cuenta cómo en los 90, el cóctel de la jet set marbellí y la beautiful people se encontraron con los mal llamados frikis de fin de siglo, que hoy se vindican como iconos queer. Es importante hacer memoria histórica y crítica de ese boom de revistas, programas y producciones, de ese mundo rosa con el que hemos crecido, aunque sea como ruido de fondo. Una industria que hoy parece que se bate en retirada, aunque el cotilleo nunca muere, solo se transforma y migra a Instagram. A Karmele, por cierto, le debemos, si me permiten, un ejercicio de reparación, especialmente Sálvame, que tan mal la trató. 

No es cuestión de obligar a nadie a ver Sálvame en vez de Salvados, de abandonar los ensayos políticos por el Hola, ni de entronizar y glorificar una industria y un universo a veces vil y miserable, y que a muchas personas le importa más bien poco. No olvidemos episodios como la Operación Deluxe, que nos recuerdan que las cloacas también saben ser rosas. Me conformo con que no se desapruebe a quienes sí nos interesa, y con que, antes de juzgar la basura como tal, pensemos en a quién impugnamos, a quién desdeñamos al hacerlo. Y ya que estamos, sería estupendo que fueran feministas quienes comentasen la Isla de las Tentaciones  -que es líder de audiencia- hasta que los machistas que la habitan acaben desertados; sería genial que fueran feministas las que debatan el vientre de alquiler de Ana Obregón con análisis de clase, raza y género; sería fabuloso que alguien recordara que los privilegios de quién ganó la guerra en las mansiones del Hola se construyeron sobre la ruina de muchas casas donde todavía ven Sálvame. Perdonad si algunas queremos el pan, queremos las rosas, y también queremos el circo.

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