Otras miradas

La historia que viene con la ultraderecha

Alfredo González-Ruibal

Arqueólogo y etnoarqueólogo especializado en investigación de la arqueología del pasado contemporáneo

La historia –ese pasatiempo inútil, esa asignatura maría de la educación obligatoria– aparece nada menos que en el segundo punto de los 50 que conforman el acuerdo entre Vox y PP en la Comunidad Valenciana. Primera conclusión: la historia importa. Y mucho.

"Reivindicaremos la historia de España", dice el acuerdo. Reconozco que me han hecho dudar: ¿Habrá desaparecido la historia de España de la Comunidad Valenciana? Lo comprobé y no: al menos en los institutos se sigue impartiendo una asignatura con ese título en segundo de bachillerato. Cuando la derecha populista habla de reivindicar la historia de España, se está refiriendo, naturalmente, a un tipo concreto de historia.

Y conviene saber de qué tipo de historia se trata porque es a la que nos espera enfrentarnos en los próximos años. El propio punto del acuerdo ofrece alguna pista, porque avisa de que "se derogarán las normas que atacan la reconciliación en los asuntos históricos". La historia populista es una historia reconciliada. Aunque sería más preciso decir una historia pacificada. Un territorio pacificado es aquel en el que la paz se ha impuesto mediante la violencia física y se mantiene mediante la violencia física y simbólica.

La historia pacificada implica, igualmente, un sometimiento: de las voces disidentes y los relatos alternativos. De las memorias de los vencidos y los marginados. Es la historia de los poderosos. Una historia intocable, además, como un relato sagrado. "Los españoles podrán decidir acerca de las cosas secundarias", escribía José Antonio Primo de Rivera en 1934, "pero acerca de la esencia misma de España no tienen nada que decidir".

La historia pacificada es, en realidad, lo contrario de lo que debería ser la historia. Se acerca más al mito que al relato reflexivo, crítico y empíricamente fundamentado con el que se identifica la historia como disciplina. Para empezar, porque no existe esa historia homogénea y teleológica que adoran los reaccionarios: la que supuestamente hace de España una unidad de destino en lo universal (por citar de nuevo a Primo de Rivera). Es un producto de la imaginación. El pasado de España, como el de cualquier otro país, es híbrido, diverso y conflictivo. Y cómo percibimos ese pasado cambia según cambia la sociedad. Lo ha hecho siempre, aunque ahora la ultraderecha pretenda congelarlo en una foto fija. La antihistoria.

El populismo reaccionario pretende volver a un pasado de cristianos viejos castellanoparlantes y una enumeración de momentos fundacionales de la nación: Reino Visigodo, Covadonga, Navas de Tolosa, Conquista de América, Tercios, Blas de Lezo. Una crónica protagonizada por hombres guerreros cuyos hitos apenas han variado desde fines del siglo XIX.

El crítico estadounidense Fredric Jameson escribió: "La historia es lo que duele, lo que rechaza el deseo". La historia es lo que se nos resiste, siempre; algo contra lo que nos estrellamos una y otra vez y jamás puede satisfacer nuestros anhelos. Y principalmente nuestro anhelo de identificación con el pasado (cualquier anhelo, no solo el nacional). Porque el pasado siempre es otro y difícil. Esta debería ser la primera enseñanza en cualquier clase de historia. La segunda es que esa resistencia de la historia es la que la hace apasionante.

La extrema derecha habla mucho de adoctrinamiento –un pecado que aparentemente comete cualquiera que defienda los derechos fundamentales de la Constitución. Se trata de otro caso de inversión de la realidad, característico del populismo reaccionario: no hay más que ver lo que critican para saber lo que practican. Porque la historia que nos espera con la ultraderecha es eso: un adoctrinamiento en el más estricto sentido del término. La historia como catecismo patriótico. Otra vez.

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