Otras miradas

El estrangulamiento de la libertad de expresión de las mujeres

Laia Serra

Abogada penalista, experta en igualdad de género, Derechos Humanos y discriminación

El estrangulamiento de la libertad de expresión de las mujeres
La ministra de Igualdad, Irene Montero, participa en los desayunos jurídicos del Colegio de Abogados de Madrid, en la Biblioteca del Colegio de Abogados de Madrid, a 20 de enero de 2022, en Madrid, (España). Durante este encuentro, la ministra va a debatir, entre otros asuntos, sobre la importancia de aplicar la perspectiva de género en la Justicia.- EUROPA PRESS

El Tribunal Supremo como tribunal de primera instancia ha condenado a Irene Montero por intromisión al honor de R.M, ex marido de M.S, por un discurso de mayo del 2020, en el que Montero exponía las razones de la concesión del indulto parcial a M.S.

El discurso de la Ministra hacía referencia al compromiso del Ministerio con las "madres protectoras" que debían defenderse a sí mismas y a sus hijos frente a la violencia machista de los maltratadores. El día que se hacía pública la sentencia, uno de los youtubers estandartes del machismo digital exponía en su canal que fue él el quién convenció a R.M para demandar a la Ministra y el que buscó fondos para ello.

Todo indica que ese proceso jurídico estratégico perseguía un triple propósito. El primero, el de exterminar la denominación de "madre protectora", con el argumento de que reconocer esa condición a una madre, equivaldría a atribuir la condición de maltratador al padre; el segundo objetivo, el de lograr un pronunciamiento judicial que asentara que sin una sentencia condenatoria, no se pudiera hacer denuncia pública de las violencias machistas, usando términos como "maltratador" y el tercer objetivo, el de lanzar un mensaje social disuasorio hacia las mujeres en su acción discursiva, dado que si se lograba condenar a una ministra, ¿cómo no se iba a lograr lo mismo con el resto de mujeres de a pie?

En mayo de 2022 diversas instituciones internacionales como el Relator de las Naciones Unidas sobre la libertad de expresión o la OSCE, emitieron un pronunciamiento conjunto sobre la libertad de expresión de las mujeres. Éste, llegó después del #MeToo y de la comprensión por parte de las instituciones de que el avance hacia la igualdad, entre otras acciones positivas, necesita que se proteja de forma incrementada la libertad de expresión de las mujeres, para que puedan hacer denuncia pública de sus reivindicaciones, pero también de las vulneraciones de sus derechos. Ese pronunciamiento convergía con otros, en el sentido de que seguía pendiente el análisis de la libertad de expresión con perspectiva de género: ¿Qué mujeres están pudiendo hablar y sobre qué temas? Y lo más importante, partiendo del hecho de que la libertad de expresión no es un derecho ilimitado, ¿En base a qué criterios se están estableciendo sus límites y qué consecuencias se derivan de su desbordamiento por parte de las mujeres?


Lo cierto es que la libertad de expresión de las mujeres no sólo no se está protegiendo de forma incrementada, sino que en la práctica, está sujeta a más restricciones. Muestra de ello es que no fue hasta el 2011 que el Tribunal Supremo, en una sentencia sobre una demanda de un exmarido contra su exmujer por haber expuesto las violencias machistas sufridas en un programa de televisión, admitió que a la hora de ponderar los derechos en colisión – honor vs libertad de expresión - se tenía que reconocer la prevalencia de la libertad de expresión en una materia - las violencias machistas – que constituía un debate de interés público. Ese reconocimiento fue clave, dado que implicaba que los mensajes sobre ese contenido se tenían que tratar como contribuciones a un debate social, que como tal, merecía ser protegido por parte de los Tribunales.

A pesar del tiempo transcurrido desde la asunción de esa premisa obvia, los Tribunales no la han desarrollado. Estos siguen siendo reacios a reconocer la función social y democrática de la denuncia pública, el cometido de la cual es la visibilización de fenómenos sociales, la interpelación a las instituciones, la conquista de derechos y la transformación de la realidad. Los Tribunales tampoco parecen entender otra premisa básica, y es que donde más necesaria es la libertad de expresión y donde más cumple su genuina función es donde más se vulneran los derechos, dónde más opacidad hay y dónde más difícil es lograr el acceso a la justicia.

¿Cómo es posible que el Estado, en ámbitos en los que viene obligado a asegurar la protección de las personas en base a compromisos internacionales y en los que existe una tremenda infradenuncia y un hiriente índice de impunidad, como en el caso de la tortura, de las violencias machistas o del abuso sexual infantil, no entienda que debe compensar esa falla estructural permitiendo una acción de denuncia pública más amplia y menos sujeta a la criminalización? ¿Nos hemos planteado el sesgo de género que supone el hecho de que se reconozca – en pro del bien común - la necesidad de proteger la denuncia pública de delitos de corrupción, ambientales o contra los derechos de los y las trabajadoras, pero que se niegue esa protección incrementada a la denuncia pública de las diferentes formas de violencia que enfrentamos la mitad de la población?


La sentencia del Tribunal Supremo que condena a Montero aborda el caso como si se trata de un conflicto entre dos particulares en lugar de entender la dimensión colectiva del caso. La sentencia admite que el concepto jurídico del honor evoluciona con los valores sociales de cada momento, para luego errar en el análisis de los elementos en juego: no comprende la función de quién emitió el discurso, la materia que abordaba éste, su contexto – el de la rendición de cuentas pública sobre un indulto parcial a una activista – la contribución de ese discurso al debate social y sobre todo, la intención de la Ministra a la hora de emitirlo, de la que se hace nula mención.

El Tribunal Supremo afirma que no existía suficiente base fáctica para que la Ministra pudiera realizar esas consideraciones, por cuanto no existía ninguna condena por violencia de género o por abusos sexuales contra R.M. Es incuestionable que se exija la existencia de una base fáctica suficiente para emitir juicios de valor que afecten a la reputación de terceros, pero ésta, no puede depender de una sentencia condenatoria, sino de la existencia de elementos objetivos suficientes que corroboren los mismos. Esta consideración es especialmente vigente en el ámbito de las violencias sexuales, en las que las deficiencias estructurales del sistema judicial dificulta extraordinariamente el logro de condenas.

La sentencia, de forma inaudita, cita como precedentes a tener en consideración dos condenas al Estado español por el Tribunal de Estrasburgo por haber vulnerado la libertad de expresión de activistas. En el asunto Toranzo contra España de 2018, el TEDH afirmó que ese activista pro-vivienda, cuando llamó "torturadores" a los agentes policiales que le habían desalojado, no estaba usando el término "tortura" en su definición legal ni estaba atribuyendo ese delito al cuerpo policial, sino que estaba usando un lenguaje militante. Volviendo a la sentencia de Montero, los Tribunales tienen que entender que en el contexto de denuncia pública, el uso de términos como "maltratador" no constituyen un insulto sino que son una expresion social que hace alusión a las diversas formas e intensidades de violencias machistas, algunas de las cuales encajan en delitos y otras no.


El supeditar el uso del lenguaje militante en contextos de denuncia supone una peligrosa restricción de la libertad de expresión de las mujeres, en un momento social en el que los feminicidios, las violencias sexuales o las violencias digitales – entre muchas otras - están llegando a cotas vergonzantes para un Estado de Derecho y en el que precisamente forma parte de la estrategia anti derechos del machismo organizado la resignificación de ciertos términos y la prohibición de otros, para desterrarlos de la acción discursiva de las mujeres.

La sentencia del Tribunal Supremo contra Montero se aparta de los estándares internacionales sobre libertad de expresión y muy particularmente, falla en la demostración de la necesidad democrática de censurar el discurso de la Ministra. El Tribunal no ha argumentado que su sentencia, en términos globales, vaya a proteger más derechos de los que ha restringido. Pero lo más preocupante de esta sentencia es la duda sobre si ¿el Tribunal habrá actuado de forma ingenua, sin entender los objetivos reales que subyacían a esa acción legal y sin calcular las consecuencias sociales de su resolución o peor aún, habrá actuado a sabiendas de ello y asumiéndolas? Sea como fuere, en este momento social, se trata de una irresponsabilidad democrática de enorme calado que, sinceramente, el Estado no se puede permitir.

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