Otras miradas

Oda a los que acompañan

Leonor Cervantes Vargas

Estudiante de Filosofía y Ciencias Políticas. Cofundadora de Filosofía en Los Bares

Un grupo de amigos abrazados en el campo.-DIM HOU / Pixabay
Un grupo de amigos abrazados en el campo.-DIM HOU / Pixabay

Vuelve el verano. Regresan a las manos los helados y los abanicos. En el telediario reaparecen los testimonios de transeúntes que constatan que, en efecto, hace demasiado calor. Los niños toman de nuevo las calles y los patios de colegio quedan tórridos y abandonados. Instagram vuelve a ser un catálogo de playas y piscinas. Y, como cada año, se apodera de nosotros una extraña fiebre por aprovechar el verano. Las ciudades amanecen estivales y sus habitantes ansiosos por ser los más felices en la nueva estación. Estar triste en vacaciones resulta, una vez más, un desacompasamiento imperdonable.

Lejos estoy de criticar a aquellos que desean vivir alegres sus días de descanso. Ando más distante aún de tachar de frívolo este anhelo: no hay nada más serio que intentar ser feliz y no hay nada más complejo que procurarlo de forma que no conlleve inherentemente el sufrimiento de otros. A este reto, en los escasos días que poseemos sin jornada laboral, se suma el asfixiante desafío de lograrlo precisamente en ese momento, durante esos días, a lo largo de Todas sus horas. De igual modo que no existe postura sexual que dificulte más el orgasmo que no parar de invocarlo, no hay camino más corto para el malestar que la exigencia de disfrute. Sin embargo, ¿cómo no estar obsesionada por pasarlo bien cuando se poseen tan pocos días para intentarlo? ¿Cómo no estar ávida de diversión cuando el ocio requiere de un previo desembolso económico? "Qué menos que amortizarlo", se dice una a sí misma. La despreocupación también es una posición de poder. Cuando se poseen tan pocos días de vacaciones, carece de sentido el consuelo de que "mañana será otro día", pues el día de mañana puede ser aquel en el que una se reincorpore a su empleo o el día en el que ya no disponga de los ahorros para hacer otra escapadita. Es imposible entregarse a lo contingente si solo se poseen unos cuantos días al año de libertad. No se trata de rebajar las expectativas para aquel par de semanas en el que se poseen vacaciones; sino de disponer tanto del calendario como para poder llenarlo de días de ira, enfado, apatía, tristeza y pérdida sin sentir el yugo de lo Inoportuno y la voz de la culpa recordando que "encima esto sucede Justo cuando tenemos vacaciones."

En verano -y en realidad en cualquier otro momento del año- parece haberse establecido como la encarnación del triunfo cierto perfil: el Protagonista. Nadie sabe exactamente en qué consiste ser este personaje principal que le saca verdaderamente partido a la vida. No obstante, resulta algo así como aquel capaz de acumular todas las experiencias posibles, de participar en todos los grupos de amigos imaginables, de atesorar todos los éxitos conocidos. En definitiva, ser Aquel al que le pasan las cosas. Al fin y al cabo, para resultar deslumbrante se requiere de dos elementos: un núcleo que irradie luz y un público que quede cegado.

Ante la carrera sin fin por ser el centro de las anécdotas, yo quiero escribir a los que hacen que tenga sentido contarlas. Frente al furor por ser el protagonista, yo quiero escribir a aquellos que acompañan. Esto es una oda a esas personas que nos miran mientras creemos que la vida nos está aconteciendo precisamente a nosotros. Es un canto a aquellos que no frenan nuestra fantasía de agencia en el mundo, aunque pocas veces nos suceda algo tan personal como consideramos, ni tampoco tan crucial como hacemos ver. Yo quiero escribir a los que, mientras el trasiego del universo nos pasa por encima, nos escuchan, nos vitorean, nos escoltan y nos siguen.


En contra de lo que injusta y tontamente a veces se considera, acompañar a los otros es algo muy diferente a estar de fondo. También es una actividad bastante lejana a la pasividad. Es más, quizás se necesite mayor sensibilidad y tesón para participar de la existencia de los demás que para realizar el desligue de la vida de uno mismo. Se requiere mucha atención para recordar quién era ese tal Juan que protagonizó un cotilleo en la pandilla del pueblo de nuestro amigo o por qué Patricia, la antigua amiga de nuestra actual amiga, se peleó con ella hace un año. Que no nos tengan que volver a poner en contexto encierra dosis de lucidez. Trasluce determinación la búsqueda de huecos para acudir a los momentos importantes de los otros. Es indispensable aún más voluntad y consciencia para participar de sus días no tan trascendentales: para recoger un paquete a un amigo que no tiene tiempo, para hacer un tupper a otro que está enfermo, para terminar la noche antes de lo esperado y arropar a aquel que se ha pasado con las copas. Por no hablar de uno de los grandes alardes de destreza: ser capaz, en el momento en el que nosotros surfeamos la cresta de la ola, de callar y preguntar al otro. Son enormemente ágiles aquellos que cuando son visitados por la felicidad, contemplan y asumen la posibilidad de que no todos lo estén siendo. Pero, si en algo tienen maña los que se zambullen en la vida de los otros, es en domesticar a la envidia.

No deseo hacer juicios sobre las personas que sentimos envidia. Somos nuestras acciones, no nuestros pensamientos, y la envidia por sí misma es tan inofensiva como inevitable. Si reparo en este sentimiento es, precisamente, por la jugada que hacemos para transitarlo. Nadie sabe buscar los tres pies al gato con tanto ahínco como alguien en un pico de envidia. Consolarnos pensando que lo envidiado requiere de un sacrificio que no estamos dispuestos a realizar. Aliviarnos imaginando que lo que codiciamos esconde un efecto secundario. Calmarnos, en definitiva, empequeñeciendo y emborronando lo anhelado. En algunas ocasiones, el truco ni siquiera pasa por un vistazo deformado, sino por, directamente, girar la cara. Ignorar a los que poseen lo que nosotros ansiamos es otra triquiñuela recurrente. Mientras se practican algunas de estas respuestas resulta difícil acompañar a los otros. A no ser que se esté dispuesto a participar en cierto tipo de tiranía: relacionarse solo con aquellos a los que secretamente se considera inferiores o convivir con los otros solo en sus momentos de fracaso. Ambas reducen a los demás a ser poco más que unas muletas sobre las que apoyarnos para alzarnos y, por mucho que intentemos disimularlo, así se vive eternamente tullido.

Existen muchos rasgos de mí que no conseguiré mejorar. No dispongo ni de la energía, ni de las herramientas, ni tampoco del interés. Sin embargo, me gustaría aprender la alquimia necesaria para transformar la envidia en admiración. Aunque, hablando de mutaciones, me bastaría con no necesitar mentirme sobre lo envidiado. No por ningún deseo moralizante acerca de ser mejor persona; sino porque la envidia asfixia, corrompe y aleja. La vida se transforma en ese marcador de béisbol que en las películas americanas sube y baja con rapidez para aportar tensión a la escena final. "Ahora tú tienes pareja y yo no", tu marcador está por encima. "¡Espera! Yo tengo un trabajo mejor que el tuyo", sube el mío. "¡Joder!, ninguna estamos en un buen momento familiar" reajuste de puntos, estamos empate. Por si fuera poco, envidiar empequeñece la existencia. De igual modo que la literatura me ha permitido conocer historias que jamás habría podido percibir por mí misma, observar con franqueza los éxitos de aquellos que amo me ha regalado miles de celebraciones que yo jamás habría podido engendrar. Algunas porque yo no soy tan capaz, otras porque yo no puedo vivir tantas vidas. Cuando logro no necesitar menguar las victorias de los demás para digerir ser su espectadora conozco nuevas formas de florecer. Esto es algo parecido a vivir siempre en primavera. No sé de consejos para bregar con la envidia. Quizás sirva de algo, sencillamente, reconocerla en voz alta. Resulta sorprendente la cantidad de angustias que merman solo por perder el pudor a nombrarlas. Quizás también sea útil seguir acompañando a los otros a pesar del sentimiento.


El día en el que Mari Carmen se atrevió a matricularse en sus estudios de moda María estaba a su lado porque había ido con ella a visitar la escuela. Mar recuerda que la noche en la que le dejó su novio durmió en casa de Ana, quien con la luz apagada le susurró: "tranquila, sé que no puedes dormir, te escucho pensar". Cuando Pau rememora su traslado a Madrid revive también a su madre y a su tío, pues ellos le ayudaron a hacer la mudanza. Carla se acuerda de que fue Natara quien entró en la farmacia cuando ella necesitó comprar una pastilla del día después. Yo quiero escribir a los que acompañan porque la vida nunca está mejor vivida que cuando tiene un elenco coral. No existen los protagonistas unívocos de los relatos. Deseo reparar en todos los que nos hacen fotos sin que nos demos cuenta solo porque piensan que agradeceremos ese recuerdo, aunque ellos también querrían ser fotografiados. Quiero decirles a aquellos que nos pasan la mano cuando llevamos un mal día para recibir reproches legítimos que me he dado cuenta, que sé que están ahí, que he oído su silencio. Me gustaría homenajear a los que siguen escuchando los monólogos que hacemos cuando atravesamos una ruptura y en los que rara vez añadimos algo nuevo. Yo quiero escribirle una oda a los que acompañan. Porque de todos los pasajes de mi vida que recuerdo, nunca he sentido con tanta certeza que estaba donde tenía que estar como cuando he agarrado de la mano en la sala de espera de un hospital.

Más Noticias