La residencia de ancianos donde vivía mi abuelo era un caserón blanco de sol y cal con las ventanas enmarcadas en una cenefa azul de mar. Mi abuelo decía que, dependiendo de la claridad del día, ese azul se clareaba o se oscurecía igual que el océano refleja en el agua los nubarrones de plomo o las nubes azules y blancas, tiñendo la mar de colores. Mi abuelo, con la vejez, se había doctorado en luz y color. Un experto en caleidoscopios para ojos agotados, pacientes y doloridos. Los ojos que ya lo han visto todo, pero nunca lo importante. Pues ya se sabe que lo "esencial es invisible a los ojos".
La entrada de la residencia estaba presidida por una escalinata con dos columnas de granito que soportaban un cartel en el que estaba escrito: RESIDENCIA DE LA TERCERA EDAD: LA ESPERANZA. Nombre que mi abuelo leía con sarcasmo, pues no le gustaba ni lo de Tercera Edad, ni mucho menos lo de Esperanza. No entendía el afán de los hombres por cambiar el nombre de las palabras, en una demostración de cobardía y miedo a no querer llamar a las cosas por su verdadero nombre. En el recibidor de la entrada –un patio embaldosado lleno de pilistras de relucientes hojas enaceitadas–, un gigantesco reloj de péndulo marcaba las horas como el abominable recordatorio de que el tiempo se acaba. ¡Ton, ton, ton ton!
Las habitaciones tenían una terraza que miraba al poniente, en la que nos sentábamos en primavera. Cuando no tenía ganas de hablar y se cerraba como los días negros de tormenta, permanecíamos horas en silencio. Mirando el campo que desde allí se divisaba. Observando cómo la luz transformaba los colores y metamorfoseaba las lomas de oro en vieja plata, los álamos blancos en oscuros, las cebadas que ya querían ser amarillas en pardas. Silencio de colores, metamorfosis de sonidos, cuando la tarde caía más allá del horizonte y esos silencios son las mejores palabras. Solsticio de colores, equinoccio de palabras. Alborada de pájaros de luz, crepúsculo de voces calladas. Últimas tardes para recuperar el tiempo perdido, para derrocharlo, y disfrutar de la belleza que a lo largo de una vida vertiginosa pasa inadvertida.
Los vecinos de habitación y terraza eran una pareja de viejecillos entrañables que mi abuelo llamaba "los enamorados". Porque del otro lado de la mampara de cristal que nos separaba, se les oía hablar con dulzura y se sentían sus arrumacos y carantoñas. Si querías poner al abuelo de mala leche y despertar su genio ya aletargado y entumecido, bastaba con decirle que les llamaba "los enamorados" por pura envidia. Y creo que era cierto, aunque él se justificaba explicando que les tenía mucho aprecio, que eran sus mejores amigos, que siempre estaban pendientes de él; pero que no soportaba tantos mimos y besuqueos. Que era imposible que, después de tantos años, se amaran así. Un amor idílico, inverosímil. ¡Sí, era eso: el viejo gruñón se moría de envidia y de celos!
Cuando ya me cansaba de su silencio, pegaba la hebra con ellos. Charla que siempre comenzaba alabando, a su manera, al abuelo: lo que tiene de cascarrabias, lo tiene de bueno. Para añadir que me despreocupara totalmente de él, que ya se ocupaban ellos. Después me contaban –siempre hablaba la mujer– cualquier recuerdo de su vida. Tardes y tardes de recuerdos, de evocaciones íntimas. Como si el desahucio decretado por el tiempo atacara la memoria y hubiera que vaciarla con urgencia: los muebles, las ropas, la vajilla, las cartas y los libros.
Una de aquellas tardes azules de sol y confidencias, me confesó que en toda su vida sólo había regañado una vez con su marido. Una única discusión para toda una vida. Y un único reproche por una promesa incumplida: siendo jóvenes, le había prometido llevarla de viaje a París. Pero después, entre unas circunstancias y otras –los hijos, la falta de dinero, los achaques y los miedos– el viaje se fue aplazando y aplazando hasta dejarlo convertido en un sueño. Pero nunca se lo tomó a mal. Hay anhelos que al cumplirse se desmoronan y se deshacen igual que el hielo.
La discusión se produjo no hace muchos años. Casi recientemente. Unos meses antes de mudarse a la residencia, cuando hacían las maletas y daban la última vuelta y el último adiós a su casa. En la familia, el control económico lo llevaba ella. Cada día, entregaba a su marido un dinerillo para sus gastos: el café, la partida, un chato de vino, unos caramelos. Así, a lo largo de cincuenta años. Sin embargo, cuando revisaba la casa para su traslado a la residencia, encontró en el recoveco de un armario una caja de zapatos repleta de billetes. Y la mujer, que jamás había desconfiado de su marido, se sintió al ver aquello decepcionada y confundida. Cuando le enseñó la caja y le pidió explicaciones, el hombre entró en cólera como si con el hallazgo le hubieran desnudado arrancándole la piel a tiras. Un ataque de ira al ser despojado de su secreto, lo que le convertía irremediablemente en culpable.
En la siguiente ocasión que visité a mi abuelo, el hombre enamorado había muerto. Empezó a encontrase mal y, tras varios días decaído y meditabundo, se durmió y ya no volvió a despertarse.
Cuando le registraron su ropa para sacar su cartera, en el bolsillo de su abrigo le hallaron un papel que decía: El dinero de la caja, amor mío, era el ahorro diario porque no tomaba café ni echaba la partida ni comía caramelos. Ese dinero, mi amor, era para llevarte a París, o quizás mucho más lejos. No te demores, estaré esperándote en el andén de los sueños.
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