Otras miradas

La falsa epifanía rural

Israel Merino

A la gente le ha dado por fantasear con mudarse a un pueblo para vivir de paseíto en paseíto por el prado, dormir la siesta en hamacas bajo árboles jugosos y comer de un huertecito de tomates y pepinos; sin embargo, esa misma gente no entiende que esa no es la vida del pueblerino, sino la del turista.

En los últimos años (sobre todo, a raíz de la pandemia y de tener que pasar meses confinados en pisos de treinta metros cuadrados), se ha ido gestando un nuevo movimiento, si es que se le puede llamar así, que romantiza el retorno al pueblo y a los orígenes de la tierra (o la primera ida al pueblo, si es que tu madre te parió en Aluche y no vienes de una zona rural).

Este tema, ya casi como las okupaciones o las playas con carabelas portuguesas, vuelve a resurgir cada verano, puntual como un reloj, para poblar las redes sociales, los periódicos y el boca a boca, pues ¿quién no querría vivir, a lo Garcilaso de la Vega, paseando por la solitaria riberita de un río?

En lo que va de agosto, he leído ya varios artículos, todos ellos ilustrados con preciosas fotos de paisajes oníricos, en los que se clama por una vuelta a la vida de nuestros abuelos, incluso a la de tiempos primitivos (jurado que lo he leído así tal cual), en la que lo importante sea la conexión con la naturaleza y la austeridad, esa palabra tan chunga que nos hace tener relampagueantes recuerdos de hace no tantos años.


Pensando que la vida en los pueblos es a la bartola y es tranquila, como en aquel sketch de Pantomima Full donde ironizan con que los turistas rurales no saben que la peña de los pueblos también trabaja, sueñan con currar lo justo y necesario y olvidarse así del caos laboral del siglo XXI.

Todas estas ideas son una distorsión, una muy grave, que se debe a la disonancia cognitiva que nos provoca vivir cada día en un ciclo eterno de locura y, por supuesto, explotación laboral. La mayoría de la población española, que vive en ciudades (grandes o pequeñas, es lo de menos), ha pensado alguna vez que la solución a sus problemas es huir de las urbes, sin embargo, el problema no es la ciudad, sino el modelo productivo.

Vengo de un pueblo, Fuensalida (norte de Toledo), en el cual, quitando ciertos problemas endémicos de la metrópoli, la sensación y el malestar es el mismo que en Madrid. Al igual que en las urbes, donde nos sentimos condenados a trabajar sin descanso entre cascadas de polución de tubos de escape que caen por las aceras, en los pueblos tienen la condena de tener que partirse la espalda de sol a sol.


Huyendo al pueblo (a no ser que seas rico, claro, pero es que aquí estamos hablando de gente normal) te encontrarás con el mismo problema de verte condenado al curro eterno, solo que, en este caso, en lo agrario: tu vida no será la de un filósofo contemplativo de la antigua Grecia que vive en preciosos entornos fluviales y encuentra la epifanía, sino la de un jornalero que cobrará 2,50 la hora por vendimiar a mediados de septiembre, cuando en la estepa castellana todavía tenemos cuarenta grados a la sombra.

Mi familia, durante años, se ha matado a trabajar en ese sistema casi feudal que aún predomina en los pueblos, donde la gente se levanta muy tempranito para ir a labrar una tierra que no da nada mientras el sol atiza y lo único que te puedes comer son los terrones de los barbechos o las lagartijas. Y eso, me vais a disculpar, tiene el mismo romanticismo que un contenedor con moho. Y si piensas lo contrario, es que no lo has vivido.

Siempre que se habla, además, de las zonas rurales, se ponen de ejemplo paisajes, usualmente en el Norte, con preciosas arboledas y ríos, sin embargo, nos olvidamos de que la gran zona rural de España es la meseta, es decir, Castilla. Es decir, una extensión eterna en la que, salvo muy pocos oasis geográficos, todo es polvo y pobreza en la que lo único que aguanta el clima extremo de nueve meses de invierno y tres de infierno es el olivo viejo, con el que te mueres de hambre (a no ser, repito, que seas un terrateniente con vete tú a saber cuántas hectáreas).


La vida en los campos de Castilla, tan romantizada por algunos escritores (y escritoras) en estos últimos años, es la del abuelo ya arrugado que sigue teniendo que partirse el lomo con ochenta palos, en pleno invierno, vareando esos olivos de mierda para sacarse unas perras extras porque cobra la pensión mínima gracias a que sus señoritos le pagaban de aquella forma y apenas cotizaron a la Seguridad Social (precisamente, el último recuerdo que tengo de mi abuelo Julián es subido a uno de estos árboles, podándolo, tres días antes de morir con ochenta y cinco años); la vida en estos pueblos es, en muchos casos, la de la homofobia y el machismo, donde se siguen replicando los mismos discursos que hace cuarenta años, pues el modelo económico es igual y no ha habido apenas progreso, y donde al homosexual todavía se le sigue estigmatizado y tiene que tener cuidado con lo que hace en público, pues, aunque no le den una paliza, todavía es señalado sistemáticamente.

Al igual que las ciudades, que tienen muchísimos problemas por resolver, los pueblos están llenos de conflictos y miseria que, lejos de hacerlos ideales, los convierten en lugares igual de hostiles que las urbes; lugares que tienen sus propios problemas, sus propias carencias (como la falta de progreso) y sus propios elefantes en la habitación (en otro artículo, si queréis, hablamos de cómo tratan en los pueblos castellanos a los inmigrantes y cómo buscan intencionadamente la guetificación).

A no ser que seas rico, tu vida no se va a solucionar pirándote a un pueblo; no vivirás a la bartola, escribiendo y leyendo y bebiendo horchata en la huerta; pasarás a tener otros problemas iguales o, incluso, más graves.

Como escribe el escritor Jorge Dioni en su impresionante ensayo El malestar de las ciudades (Arpa, 2023), "no busquéis una epifanía en los campos de Castilla: sindicaos".

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