Otras miradas

María Jiménez y Andalucía

Pilar González

Exsenadora de Adelante Andalucía

María Jiménez y Andalucía
Imagen de archivo del 53 cumpleaños de María Jiménez

Septiembre debería ir en séptimo lugar en el calendario si no fuera porque Julio César y Octavio Augusto quisieron dejar su huella no sólo en el tiempo sino en la forma de medirlo, que esto de medir el tiempo es cosa de papas y emperadores. El común de los y las mortales vivimos bebiendo el tiempo a tragos grandes o sorbos chicos. O las dos cosas, según la racha.

Como la mujer que inspira este artículo: María Jiménez. Vivió como pudo primero y como quiso después. Por ella misma y por muchas más que la escogieron, la quisieron y la incluyeron en sus vidas para alumbrar los ratos oscuros. Y, además de sus canciones, nos dejó una última genialidad: convertir su muerte en una fiesta. Estuve callejeando por Triana el viernes, lo confieso sin pudor, formando parte del homenaje popular a la artista que empezó siendo una gitana ye-ye y acabó en el Olimpo de las diosas.

Todavía me dura el asombro. Dicen, quienes saben de música, que cantaba como Little Richard, pero, independientemente de cómo cantaba y de cómo interpretaba, había algo telúrico en ella, algo que la anclaba a la vida por encima del tiempo, algo fiero, ancestral y, a la vez, rabiosamente contemporáneo. No sé si el compás, la gracia o la voluntad férrea de no dejarse vencer por los abismos, de no claudicar ante ninguna desgracia por más dolor que entrañara. Esa naturalidad apabullante y libertaria de su raíz y esa ternura canalla y punki de sus alas la hicieron única.

Vi cosas fáciles de sentir y difíciles de explicar: entrar en el Altozano llenando el aire de palmas por bulerías y salir luego hacia Betis entre piropos y más palmas; campanas que doblaban a compás; pájaros que se quedaron cantando; un gentío, de todas las procedencias, que desmentía la soledad de los muertos de la que habla Bécquer y hacía una fracción de silencio; un funeral convertido en una celebración de la vida, donde la emoción y la fiesta contenida sustituían a la tristeza y al duelo de las despedidas.

He leído estos días cosas hermosísimas sobre ella, pionera, sobreviviente y símbolo.

Yo debería escribir sobre el comienzo del curso político, las investiduras, las palabras y los silencios del Lehendakari sobre la reinterpretación de la Constitución y el nuevo orden territorial, la constatación de que Sumar no suma Andalucía... Pero, en realidad todo eso me queda un poco lejos de la vida.

La investidura de Sánchez saldrá adelante, previsiblemente. Lo de Sumar sin portavocía andaluza era la crónica en rosa de Santiago Nasar, un arreglo del sur con grisura madrizleña, lejos del Caribe de Gabo, donde desemboca el Guadalquivir, como dice Juanjo Téllez.

Y el Lehendakari hace y dice lo que estima necesario para el pueblo al que gobierna y para el partido al que pertenece. En un contexto de disputa de la hegemonía entre PNV y Bildu, Urkullu inicia la precampaña para las elecciones en Euskadi. Y además manda un mensaje al PP y al PSOE de cara a acuerdos o desacuerdos futuros. Podemos disentir de la exclusión que hace de Andalucía ignorándola entre las comunidades históricas, pero, desde luego, no es al Lehendakari a quien corresponde hablar de Andalucía.

Las oportunidades y los problemas de Andalucía están en Andalucía, Antonio Manuel dixit. Es a nosotras y nosotros a quienes corresponde afrontarlos o claudicar. Por eso no me inquietan demasiado los discursos o los silencios desde fuera, creo que incluso pueden ser útiles para despertar al león dormido. O no.

Lo que me preocupa es la indiferencia y el silencio de la mayoría de andaluces. Será eso lo que derrote a Andalucía y no el Lehendakari ni la crónica de Santiago (Nasar).

En democracia, la autonomía andaluza y el estatus de nacionalidad histórica sólo puede derogarlos el pueblo andaluz que los alumbró. Sólo habrá un nuevo orden territorial si Andalucía lo consiente o lo decide. Y también puede ocurrir que Andalucía vuelva a ser la más española de todas las Españas, como durante el franquismo, si así es como entienden la letra del himno la mayoría de las y los andaluces.

María Jiménez tuvo algo que ver, como tanta gente, en la conquista de la autonomía andaluza. Eran otros tiempos y otras gentes, no sé si más valientes, desde luego más audaces y más canallas. El andalucismo fue el nutriente de aquellas luchas para ser lo que éramos, para no tener que emigrar, para conseguir lo que los andaluces quisieron y no lo que otros quisieron para los andaluces.  La conquista de la autonomía, que suponía el estatus de nacionalidad histórica, como las que más, fue una victoria popular, y no el enjuague de ninguna élite gobernante, como el relato fake del café para todos que nos ha contado el bipartidismo desde hace 40 años.  Y que se ha creído hasta el propio Lehendakari.

Andalucía decidió y quiso café sólo y expreso. Y lo consiguió.

Luego, el desarrollo del autogobierno fue descafeinando el café.

Y degenerando, degenerando, el descafeinado se convirtió en lo que en Málaga llaman nube, una leche manchada.

Y aquel café de invierno, popular, amargo y caliente, quedó en un smoothie leve y posmoderno para paladares exquisitos. Todo para el pueblo pero sin el pueblo. Vamos que a esta Andalucía leve no la reconoce la madre que la parió.

Tal vez por eso prefiero sumarme al homenaje a María Jiménez, a la que ni quienes descafeinaron el café ni los de los smoothies le dieron nunca la medalla de Andalucía, por cierto. Porque su poderío encarnaba lo que los andalucistas entendemos como el poder andaluz anclado en la vida y en la voluntad de no dejarse vencer pese a las derrotas. Por eso, y porque un sabio amigo mío escribió que los pueblos que olvidan sus victorias están condenados a perderlas.

Espero que no ocurra, pero si vamos a claudicar, al menos que sea por bulerías.

 

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