Otras miradas

La izquierda y el espíritu del capitalismo

Pablo Batalla Cueto

Periodista

La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, en una imagen de archivo durante el acto 'Empieza todo' de la plataforma Sumar, en el polideportivo Antonio Magariños, a 2 de abril de 2023, en Madrid, (España). Carlos Luján / Europa Press
La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, en una imagen de archivo durante el acto 'Empieza todo' de la plataforma Sumar, en el polideportivo Antonio Magariños, a 2 de abril de 2023, en Madrid, (España).
Carlos Luján / Europa Press

Hay un libro de Thomas Frank que se titula La conquista de lo cool: el negocio de la cultura y la contracultura y el nacimiento del consumismo moderno. Allá se historia espléndidamente cómo los anhelos libertarios del decenio de los hippies y del levantamiento de adoquines en las calles de París acabaron siendo captados por el mundo de la empresa; canalizados en su provecho. Sucedió entonces algo que no era inédito, sino mera iteración nueva de esos momentos en los que —como explica Nancy Fraser en Los talleres ocultos del capital— «elementos de la crítica anticapitalista se resignifican para legitimar una forma nueva y emergente de capitalismo, que por lo tanto se ve dotado con un mayor significado moral necesario para motivar a las nuevas generaciones a respaldar el trabajo inherentemente absurdo de la acumulación indefinida». Nacía un nuevo espíritu del capitalismo; el tercero, en la tipología que, en los noventa, trazarían los sociólogos franceses Chiapello y Boltanski. El primero había sido el propio del siglo XIX: un capitalismo de entrepreneurs prometeicos, capitanes de industria que en el trabajo arriesgaban, especulaban e innovaban, pero que en el hogar se caracterizaban por su apego a valores conservadores; por la austeridad, el ahorro y la piedad familiar. Entre los años treinta y sesenta, había prosperado el segundo espíritu, caracterizado por la separación entre propiedad y control, la planificación a largo plazo y la organización racional, impersonal: la empresa familiar había dado paso a la corporación burocratizada. Ahora, llegaba el tercer espíritu; una nueva cultura empresarial que no solo adoptaba la estética contracultural en sus anuncios, sino que transformaba sus mismas estructuras a partir de una filosofía en la que se hacían cruciales valores como la exuberancia, la flexibilidad o la diversión. Un capitalismo conexionista, de proyectos, con equipos horizontales y redes maleables: aquel al que estamos habituados hoy, conociendo también su cara B; la precariedad, la inestabilidad, el agua en torno al cuello de los currantes de la gig economy.

Cuando cambia la empresa, cambia también la política. El espíritu insufla su numen también en los partidos, los sindicatos, las organizaciones de la sociedad civil, que reestructura del mismo modo. Cada espíritu económico va asociado a una distinta gobernanza, que es el arte de gobernar a los gobernantes; de determinar la forma en que gobiernan. La forma del partido cambia: hubo un tiempo de partidos de notables; hubo otro de partidos burocratizados de masas; hoy vemos prosperar el partido start-up, un modelo Macron consistente en que el candidato preceda a la candidatura; en un pronunciamiento a cuyo alrededor florezca después un partido instrumental de estructura ligera, ágil, suficiente sostenedora de lo que no deja de ser una campaña de marketing. El simpatizante reemplaza al militante, el crowdfunding a las cuotas, la contratación de servicios a la voluntariosidad de los afiliados, y un equipo de expertos en arcanos digitales y alquimias demoscópicas —para los cuales ese trabajo es, a veces, un gig más en una larga lista de ellos— es cuanto hace falta para tirar adelante.

Lo interesante es que la izquierda anticapitalista, hija al fin y al cabo de cada una de sus épocas, interioriza siempre estos cambios en no menor medida que la derecha alineada con el poder económico. La historia de la izquierda, del siglo XIX para acá, es también, de algún modo, una procesión de tres espíritus diferentes. Hubo un tiempo de socialismos prometeicos, empresas temerarias y heroicas, asociadas en cambio, en muchas ocasiones, a una moral personal conservadora; y le sucedió otro de partidos socialistas y comunistas burocratizados, cuidadosos separadores, a su manera, de la propiedad y el control; de la presidencia y del control cotidiano: aquel viejo principio  —que en España solo practica hoy el PNV, del que alguien bromeaba una vez que era el partido más leninista de España— de que los secretarios generales no entraran en los parlamentos, sino que controlaran desde fuera la labor de los diputados, pudiendo revocarlos si el cargo y el ambiente se les subían a la cabeza. Más tarde, en un momento en el que, como escribía Foucault, «se estaba poniendo en tela de juicio el conjunto de los procedimientos mediante los cuales los hombres se dirigen unos a otros», las barricadas del sesenta y ocho se tendieron también dentro de los partidos, o contra ellos: surgió una nueva izquierda en la que prendían distintos grados de una sensibilidad antipartidos, movimentista y asamblearia, demanda, si acaso, de una militancia de formas lábiles, de la que se pudiera entrar y salir a voluntad. Como escribe René Torres-Ruiz, «los jóvenes activistas de hoy son tan comprometidos como las generaciones anteriores, pero se organiza de manera más fluida y ponen la autonomía individual, la intersubjetividad y un "individualismo solitario" al centro de su manera de ser activistas». Los partidos de izquierda, en esta tercera fase, llegan a no ser muy diferentes de las feligresías de los gurúes tecnológicos de Silicon Valley, devotas del carisma informal de un genio que en mangas de camiseta presenta novedosos artilugios que se anuncian como instrumentos liberadores.

No fue una conspiración. «Desde 1989, los bárbaros han cruzado las puertas y han llegado a lugares inesperados». Lo escribe Stuart Jeffries en Todo, a todas horas, en todas partes, un libro reciente cuyo subtítulo es Cómo nos hicimos posmodernos; y un libro bueno, documentado, certero, entre tantas aproximaciones tarugas a la cuestión de la posmodernidad, regüeldos atolondrados que desde su misma portada prescriben el no tocarlas ni con un puntero láser. Y es cierto. Pero lo es porque Jeffries parte de la concepción correcta: la posmodernidad es la lógica cultural del capitalismo neoliberal; todos somos posmodernos; acusar a alguien de posmo en 2023 es como acusar de medieval a cualquier habitante de 1023. Los bárbaros de 1989, bárbaros son, pero también cruzaron las puertas de nuestra alma; de cada una de nuestras almas, sin que nadie se libre. Hay que hacer el cesto con esos mimbres, con esos bueyes que arar. Este nuevo espíritu no es ni peor ni mejor que los anteriores. Aquella transformación del mercado laboral bajo excusas libertarias no dejó de deberse a un deseo genuino de muchos trabajadores de escapar de las vidas grises y predecibles de los trente glorieuses; vidas que hoy parecen envidiables por su estabilidad, pero cuyos empleos anodinos, repetitivos, alienantes, impersonales, motivaban un hartazgo que acabó desencadenando lo que en Estados Unidos llegó a bautizarse como «un Woodstock industrial»; un «aborrecimiento profundo al trabajo y el deseo de escapar de él», traducido en una ola de pasotismo, absentismo industrial y sabotajes, que aterrorizaba a los empresarios y despertaba la curiosidad de periodistas y sociólogos. Esta respuesta de 1974 de un obrero fabril a un encuestador, que leemos en La sociedad ingobernable: una genealogía del liberalismo autoritario, de Grégoire Chamayou, captura muy bien aquel desasosiego generacional: «A veces, con mala intención, cuando estoy haciendo una pieza, la abollo un poco. Me gusta hacerle algo que la vuelva realmente única. Le doy a propósito un golpe de martillo para ver si pasa, solo para poder decir que lo hice yo». En ocasiones, se organizaban sabotajes más elaborados y colectivos.


El problema, claro, es que aquel anhelo de trabajos más agradecidos y menos alienantes, más creativos y flexibles, se cumplió en la forma fastidiosa de una de esas manos de mono de película de serie B que cumplen los deseos en forma de trastada. Se pedía flexibilidad, libertad, trabajos más creativos, y se obtuvieron, pero aparejados a la precariedad y la incertidumbre. Y lo mismo ocurrió con la política. No hace falta extenderse en cómo los partidos se han vuelto más verticales socapa de la adopción de mecanismos de horizontalización. En los tradicionales, las primarias, los referendos, etcétera, eliminaron filtros y órganos intermedios a fin de despejar el camino de las bases al líder, una interlocución ágil entre ambos, pero cuando se abren las urnas, the winner takes all; el líder ya no tiene la obligación de repartir cuotas entre distintas corrientes y tendencias. En cuanto a los nuevos, en el modelo Macron, todo puede cambiar, menos Macron. Si acaso puede impugnársele fundando un nuevo partido, lo cual conduce a una suerte de usar y tirar de la política; a un desfile de startups de vida corta, veloces engrosadoras del gran vertedero de la historia.

Pero estas frustraciones no invalidan el anhelo originario. Todos los espíritus organizativos tienen una forma estimable y una degenerada, y siempre son posibles las dos; pugnar por la una cuando triunfa la otra. Lo bueno de la actual —la flexibilidad dichosa— puede preservarse como el niño al que no se tira cuando se tira el agua sucia, velando, también, porque no degenere en su versión corrupta: el partido-secta o lo que no es ya que sea un partido-empresa, sino una empresa-partido, empresa por encima de partido, negocio o mero medio de vida de sus fundadores. También llega a suceder, con los partidos de izquierda, lo que con ese grupo hostelero del que quien esto escribe escuchó una vez que pagaba a revoltosos para que acudieran a los bares de la competencia a armar bulla y desprestigiarlos. Si de imitar las formas del capital hablamos, nada tan capitalista como la mafia.

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