Otras miradas

Tenemos que hablar sobre la educación de los varones

Oti Corona

Maestra y escritora

Tenemos que hablar sobre la educación de los varones
Imagen de Asi en Pixabay

En un aula de quinto de primaria había una planta a la que los alumnos, por votación popular, bautizaron con el nombre de Ramón. Gracias a los cuidados de los pequeños, Ramón crecía tan sana y fuerte que a los pocos meses el tiesto se le quedó pequeño y fue preciso trasplantarla. El grupo, formado por cinco niñas y cinco niños, se puso manos a la obra bajo la mirada atenta de la tutora, resuelta a observar el desarrollo de la actividad sin intervenir. Dos de los alumnos tomaron la iniciativa. En unos minutos consiguieron tierra y agua para Ramón, y ellos mismos, con la ayuda puntual de otros compañeros y, muy discretamente, alguna compañera, realizaron el trasplante. Las niñas se limitaron sobre todo a mirar, indecisas frente a los movimientos rápidos, resueltos y en ocasiones bruscos de los varones, que discutían entre sí sobre la mejor manera de realizar el trabajo.

Ni que decir tiene que el rincón en el que replantaron a Ramón quedó con tres palmos de tierra que alguien tendría que limpiar. Sonó entonces el timbre del recreo y los chicos agarraron su bocadillo y, sin pensarlo dos veces, salieron disparados hacia el patio. Con exasperante resignación, las niñas y el único niño que se quedó con ellas se repartieron las tareas de limpieza: recoger la mesa, lavar y guardar los utensilios y barrer. La maestra, por supuesto, intervino en ese punto para pedir que todos los que habían salido a jugar regresaran a la clase. Así lo hicieron, indignados al no entender qué querría la buena mujer si ya habían terminado. Cuando esta les indicó que no podían salir porque no habían acabado el trabajo, se quedaron estupefactos. "Nosotros no sabíamos que teníamos que recoger", adujeron antes de enzarzarse en una discusión cuyo argumento principal era que ellos habían realizado el trasplante y que, por tanto, la limpieza correspondía al resto, esto es, a las chicas; entre otras lindezas como "yo no sé barrer" o "a ellas no les importa". En resumen, los chicos se ocuparon de la parte molona de la práctica y, una vez concluida esta, se dijeron "¡listo!" y huyeron por piernas.

Esta dinámica dio pie a una serie de asambleas y actividades a lo largo del curso en las que la tutora promovió la reflexión conjunta sobre el reparto de tareas y los roles de género e incentivó la participación de todas y todos por igual. En el tercer trimestre, los avances eran notables: los alumnos más activos se habituaron a escuchar y valorar las opiniones de los demás y ese cambio de actitud favoreció que las niñas participasen más a menudo y se mostrasen seguras de sí mismas en los ejercicios grupales. Si hablamos de un aula como una sociedad en pequeñito, la vida en esa sociedad mejoró en cuanto los niños empezaron a mirar alrededor y a relacionarse con otros sin competir entre ellos y sin apabullar.

Hará unos seis años de esta anécdota y, sin embargo, ha llovido tanto y tan mal desde entonces que al recordarla me da la impresión de que han transcurrido siglos. Yo sé, por ejemplo, que habrá quien lea estas líneas y se sienta molesto porque, ¿a cuento de qué se interpone esta señora en los santos mandatos de la biología, esa que nos ha programado para que la sección masculina se dedique a lo que mola y las mujeres vayan a fregar cuando terminan? Y es que Ramón existió antes de que el partido político que cuestiona la educación en igualdad tocase el poder. ¿Recuerdan? La era pre-Vox. Qué tiempos. Eso por no hablar de la fauna machista que campa a sus anchas por esos mundos virtuales, tan al alcance de algunos (demasiados) niños que andan con el móvil a todas horas sin que nadie les ponga límites ni les revise el historial.


En mi generación crecimos escuchando lo importante que era "la educación de la mujer"; pasamos décadas con la cantinela. En cambio, bien poco se habla de la necesidad de educar al hombre, una necesidad que se percibe en sucesos sin importancia aparente, como escaquearse a la hora de recoger el aula, pero también en los hechos terribles que aparecen en prensa un día sí y otro también. Aunque medie un abismo entre escabullirse para no limpiar y ser un agresor sexual, ambas acciones tienen un punto de unión: el de no considerar a las compañeras como seres humanos iguales en derechos. Urge un debate que vaya mucho más allá de la familia y de la escuela y que se tomen las medidas oportunas para mejorar la educación de los chicos. Las niñas merecen un entorno seguro y los niños la oportunidad de aprender a convivir con sus compañeras en igualdad.

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