Otras miradas

Solución Final e insurrección en el gueto

Pablo Batalla Cueto

Periodista

Un grupo de soldados israelíes en la frontera con Gaza, sur de Israel. EFE/EPA/ABIR SULTAN
Un grupo de soldados israelíes en la frontera con Gaza, sur de Israel. EFE/EPA/ABIR SULTAN

En la Edad de la Penumbra, un Estado puede anunciar tranquila y literalmente la Solución Final mientras las capitales europeas proyectan su bandera sobre edificios institucionales. Yoav Gallant, ministro de Defensa israelí, anuncia el 9 de octubre de 2023 haber ordenado «un asedio completo de la Franja de Gaza. No habrá electricidad, comida, combustible. Nada entrará ni saldrá. Estamos luchando contra animales y actuaremos de manera acorde». El mundo apoya, asiente, se encoge de hombros.

Se abusa, a veces, de las equiparaciones con los nazis, frívolas y peligrosas, porque conducen a una relativización del Tercer Reich: si todo es como los nazis, no fueron para tanto los nazis. Pero Israel pone cada vez más difícil no esgrimirlas contra ellos. En apenas treinta palabras, las espeluznantes declaraciones de Gallant condensan un drama en tres actos que conocemos bien. Israel, primero, promulgó leyes diferenciadas para judíos y palestinos: Ley del Retorno y concesión de ciudadanía para judíos de todo el mundo; imposibilidad de obtenerla para los expulsados en la Nakba, catástrofe fundacional del drama palestino, y sus descendientes. Después llegó la guetización; el arrinconamiento de los árabes a islotes cada vez más pequeños, peor surtidos, más aislados, más bloqueados, cercados por asentamientos de colonos violentos. La Franja de Gaza es la cárcel más grande del mundo; un campo de concentración de dos millones de seres. Ahora llega el exterminio. Si nos tomamos al pie de la letra las declaraciones de Gallant —y no hay por qué no tomarlas—, y si la resistencia palestina no lo impide, Israel va a perpetrar el asesinato por inanición de la parte de esos dos millones de gazatíes que no perezcan bombardeados. Mientras estas líneas se escriben, la cifra de los muertos en Gaza desde que comenzaron las represalias contra la Franja asciende a más de quinientos; 91 de ellos, niños.

Al igual que los nazis, este Holocausto tiene cómplices desperdigados por todo Occidente. Israel es hoy para las derechas extremas del mundo entero lo que Alemania era en los años diez. En Benjamin Netanyahu advierten lo que sus tatarabuelos en el Kaiser: el caudillo geopolítico de sus valores, de sus ensoñaciones militaristas, etnocráticas, de un modelo que armonizaba el nacionalismo romántico, herderiano, primordialista, la moral conservadora y el vanguardismo tecnológico. Una curiosa inversión de tornas se ha verificado en el tiempo transcurrido desde los días en que, en España, César González Ruano escribía que Hitler era «un ángel con bigote y gabardina», con «algo de Rey Natural, de Rey Gótico que se pone al frente de sus ejércitos como ya lo hacían los últimos monarcas» y conseguía «algo tan grande cuya gloria hace internacional su figura nacionalista: poner una definitiva barrera al bolcheviquismo». El fascismo de hace un siglo era antisemita, pero islamófilo; las extremas derechas actuales son judeófilas e islamófobas. Los neonazis de hoy aprenden Krav Maga.

Hitler que escribía que a Alemania le habrían ido mejor si los musulmanes, y no los cristianos, hubieran vencido en Poitiers y los germanos se hubieran hecho seguidores de Mahoma y no de Cristo; fieles de una fe guerrera en lugar de una «moral de esclavos». Franco enviaba a sus tropas moras a una «Covadonga al revés», conquista y represión de la Asturias roja; la revista Proa escribía en 1940 que «nuestra hermana África» es la «nueva Covadonga en donde se inicia la moderna Reconquista»; El Tebib Arrumi ensalzaba a los «bravos marroquíes» que habían tomado la cuna de la Patria. Y los judíos eran demonizados y exterminados. La islamofobia es hoy, sin embargo, el nuevo antisemitismo: propala las mismas cosas, escribe sobre los mismos renglones. Lo dice Enzo Traverso: «La islamofobia estructura hoy en día los nacionalismos europeos, tal como lo hacía el antisemitismo en la primera mitad del siglo XX». E igual que entonces, permea a las derechas pero también a algunas izquierdas. Hay una islamofobia light, condescendiente, pretendidamente ilustrada, que no prende solo en nacionalistas, sino que empapa a porciones más anchas de la población; y sucede lo mismo que en aquel tiempo en que había un antisemitismo popular basto, tosco, de raíces viejas; pero también uno culto que se daba a sí mismo una pátina de habilidosas argumentaciones intelectuales sobre el problema judío, acusando a los judíos de no integrarse, en lugar de esforzarse en hacerse cargo de los procesos materiales, estructurales, históricos, que creaban el gueto y la mentalidad de gueto. Hoy no toleraríamos este segundo antisemitismo, y no dejamos de analizar que alfombró, aceitó, la apoteosis sanguinaria del primero bajo el signo de la esvástica. Pero con la islamofobia, hoy, sucede lo mismo: existe el Ortega-Smith que vocea que, de no ser por don Pelayo, las españolas llevarían burka, pero también al cultureta que se desenvuelve en frases hechas de aspecto sesudo, del tipo de esa según la cual «el problema del mundo islámico es que no tuvo Ilustración» (y no que los laicismos y socialismos árabes fueran implacablemente masacrados, allá donde surgían, por intervenciones occidentales que también pasaron por financiar y armar al fundamentalismo islámico). La frontera entre el uno y el otro es mucho más porosa de lo que parece; el racismo es una pendiente resbaladiza; la tentación de escoger bando en función de cuál de los dos ejércitos tenga la piel más blanca es extensa y poderosa. La islamofobia produce monstruos y se llega al punto de que el mismo Netanyahu le eche un cable a Hitler diciendo que el exterminio de los judíos no fue idea suya, sino que la perpetró convencido por el Gran Muftí de Jerusalén.

En aras de un análisis honesto, hay que decir también que todo esto no significa que el antisemitismo haya desaparecido. No toda crítica a Israel y sus crímenes es antisemita, como pregonan sus lobbies, pero algunas sí lo son. A veces es muy sutil. Una prosodia, un tono, un acento. La idea de crimen colectivo, cierto énfasis, cierto extra de inquina, cierta facilidad, cierta contundencia, cierta asimetría en la condena de crímenes idénticos, de otros apartheids, caso del marroquí con el Sáhara; en no dejar de condenar también estos, pero hacerlo de manera menos enfática, menos tajante. No tiene nada de raro: el antisemitismo posee raíces muy hondas en la cultura europea y eso no desaparece así como así; queda en estado latente, evanescente; queda la facilidad de un regreso, de un desentierro, de un colarse por las grietas de su sarcófago de Chernóbil. Su gran pervivencia es la idea de crimen colectivo; la acusación, en un grado u otro, a todos los israelíes, incluso a todos los judíos, de la obliteración de Palestina, tal como antaño se les acusaba del asesinato de Cristo. Exigirles, y solo aceptarles, un propalestinismo contundente, como antes se les exigía, y solo se les aceptaba, una conversión rotunda, enfática, al cristianismo, la conversión de Finkelstein o Pappé, críticos tajantes, con aportes valiosos y apreciables, pero que lo que se hace con ellos es usarlos de ariete contra los judíos considerados tibios, por meritoria, aunque no total, que sea su disidencia. Los tiempos brutales que habitamos no son aptos para la compasión, pero es justo y necesario tenerla con aquellos a quienes les cueste emitir —y pese a todo la emitan— una condena de la acción del Estado cuya festividad más importante es el homenaje a sus ancestros, masacrados en las cámaras de gas del Tercer Reich; el Yom Hashoá a cuyas diez horas las sirenas aéreas suenan durante dos minutos, los vehículos del transporte público se detienen, todo el mundo permanece en silencio, los establecimientos cierran, la televisión y la radio emiten canciones y documentales sobre el Holocausto y todas las banderas son arriadas a media asta. Hay muchos israeles dentro de Israel; y el futuro de justicia que Palestina merece debe construirse en alianza con los buenos. Debe haber hueco en él para aquellos que descienden de los hombres y mujeres a los que cada día recuerda la cuenta de Twitter del Memorial de Auschwitz, frágiles niños de rostro angelical de los que se nos dice que él, o ella, «was deported to Auschwitz», y que «did not survive»; con israelíes que ahora ven a la insurgencia palestina secuestrar y matar a sus conciudadanos, pese a lo cual son capaces de discrepar de Gallant, de Netanyahu, del supremacismo genocida del Likud y sus cómplices.

Hoy fallecen niños en Gaza; niños con padres, madres, amigos destrozados para siempre, que los lloran a gritos; niños desvencijados por una bomba, calcinados por el fuego, mientras juegan en la calle, van al colegio, desayunan, meriendan, cenan, ven la tele; niños que merecen vivir y que su sangre no corra simplemente por las calles, como sangre de niños; niños de los que ahora se anuncia que se les dejará morir de hambre, encerrados entre las cuatro paredes de un inmenso y abarrotado penal. Los crímenes de guerra palestinos son tan horrendos como cualquiera, y deberán ser juzgados, pero si la violación masiva de mujeres alemanas por el Ejército Rojo o los cientos de miles de japoneses abrasados en Hiroshima y Nagasaki no nos hacen equidistar entre los Aliados y el Eje, con estos genocidas tampoco podemos.

El Subcomandante Marcos afirmaba ser gay en San Francisco, negro en Sudáfrica, indígena en San Cristóbal, mapuche en los Andes, judío en la Alemania nazi, pero también palestino en Israel. La guerra, cualquier guerra, siempre es atroz; lo es por arriba y por abajo, por dentro y por fuera, en un frente y en el otro; todos cometen actos horríficos, todos levantan un palmo de Infierno en la tierra y ofenden con sus acciones la sensibilidad más elemental. Pero a veces, en la historia, no hay tercera España o tercer Israel que valga. El mundo se parte en dos y hay que escoger entre los nazis y los Aliados, entre Joseph Goebbels y los insurrectos del gueto de Varsovia, resistencia desesperada y crepuscular, ejemplo imperecedero de insumisión y de dignidad, que se alzaron diciendo: «Sabemos que moriremos, pero ahora, al menos, sabemos cómo vamos a morir».

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