Europa se ha definido históricamente a sí misma como faro democrático del mundo. La cuna que ofreció un terreno fértil para la proliferación de las ideas ilustradas, el Estado de Derecho y la organización social en torno a la primacía del poder del pueblo que, orgullosamente, acabó germinando en el resto del mundo. Un mito fundador al que la formación de la Unión Europea añadió el principio de la búsqueda de la paz entre los pueblos después de la conmoción de la Segunda Guerra Mundial. Europa podía ser una potencia en declive en lo militar e incluso en lo económico, pero dichos valores le otorgaban una razón de ser en el mundo.
De un tiempo a esta parte, esta idea entró en crisis a causa de los recortes en nuestro Estado del Bienestar, la imposición de la tecnocracia a las urnas, la gestión inhumana de la crisis de refugiados o el auge de la extrema derecha. Una crisis existencial que, en los últimos años, ha provocado, por un lado, la proliferación de discursos a favor de una vuelta a las raíces católicas de Europa, alimentando el relato de la guerra de civilizaciones. Por el otro, una sobreactuación en lo referente a la guerra de Ucrania, cuyo conflicto ha llegado a plantearse, en palabras de Ursula von der Leyen, como "una guerra de la autocracia contra nuestras democracias". Una democracia, en este sentido, siempre definida como un cierre de filas en torno a lo que es hoy la Unión Europea y no en los principios abiertos que la inspiraron o en la posibilidad de su refundación.
Ha hecho falta menos de un año para que este intento desesperado por recuperar una identidad europea que fuese, de nuevo, fuente de legitimidad y consenso, saltara por los aires. Hoy, las mismas élites europeas que se habían encomendado salvar la democracia son las que están apoyando un Estado como Israel que tacha de "animales humanos" a la población palestina.
Mientras tanto, el faro democrático de la Unión Europea no solamente ha dejado de alumbrar al mundo, sino que ha redirigido el foco contra su propia población prohibiendo manifestaciones de apoyo a Palestina en países como Francia, Alemania y Reino Unido. Países que, bajo la memoria de expiar sus pecados contra el pueblo judío, van camino de ser aliados de un nuevo genocidio a la vez que degradan sus propias democracias aniquilando principios básicos como el de expresión o manifestación.
En el país de la ilustración y las ideas republicanas se ha detenido a dos dirigentes regionales de la CGT acusándolos de apología del terrorismo por difundir material de apoyo al pueblo palestino. A su vez, miembros del Partido Republicano del mismo país han llegado a proponer que se le retire la nacionalidad francesa al jugador de fútbol Karim Benzema por hacer un tuit, y diputados como Manu Pineda, de Izquierda Unida, han sufrido la prohibición de salir a la tribuna del Parlamento Europeo con el pañuelo palestino.
Todo esto nos lleva a una conclusión: bajo los grandes llamamientos a salvar la democracia, la crisis existencial europea se estaba saldando, en realidad, a favor del relato de la guerra de civilizaciones que hoy da alas a la extrema derecha, pero, también, al islamismo radical que en estas actuaciones puede ver la confirmación de todos sus miedos.
Los palestinos están siendo asesinados, y con ellos, la democracia en Europa. En este contexto, las manifestaciones multitudinarias a lo largo y ancho del país a favor de la causa palestina que hemos visto este fin de semana no son solamente un grito de solidaridad frente a la barbarie, son también la mejor expresión que tenemos a nuestro alcance para defendernos contra el giro de unas élites europeas arrojadas al precipicio autoritario de su propia crisis existencial. Son, también, un grito a favor de la convivencia entre los pueblos dentro y fuera de nuestras fronteras que nos permite afirmar que más allá de aquello que nos separa, contamos con unos principios universales que nos unen.
Dentro de unos años, nos preguntaremos cómo el mundo occidental fue capaz de mantener el apoyo a un aliado como Israel que anunció en directo su voluntad de acabar con todo un pueblo. Nos preguntaremos, también, cómo murieron nuestras democracias. Y, sin embargo, dentro del pesimismo, puede que resuenen aún las consignas de millones de personas que en todo el continente dijeron: "no en mi nombre". Es en estas voces donde podremos encontrar, sin lugar a dudas, la esperanza de otra Europa posible.
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