Otras miradas

Mea culpa

Helena Sotoca

Divulgadora de arte en Femme Sapiens

Mea culpa
Una mujer con kufiya marcha en el 75 Aniversario de la Nakba coincidiendo con la escalada de violencia en la franja de Gaza, a 14 de mayo de 2023, en Madrid (España). Matias Chiofalo / Europa Press

Supongo que no es suficiente con entonar el mea culpa, porque a estas alturas ya he aprendido que la culpa no sirve para nada si no sacamos algo en claro de ella. Pero después de un par de semanas centrifugada entre cientos de informaciones sobre el sufrimiento palestino, me planto aquí mareada no para escribir sobre el tema, del que no tengo demasiada idea —o al menos no demasiado original— más allá de mi posición firme por los derechos humanos de este pueblo acorralado y asesinado; sino más bien para hacer una reflexión sobre cómo presiento que muchas personas estamos viviendo desde aquí el conflicto.

Cuando todo estalló, pensé: "mierda, otra vez". Tengo treinta años, así que tengo recuerdos desde bien pequeña en los que en la televisión y en mi casa se hablaba sobre el conflicto. Recuerdo informaciones poco profundas pero también claras: es el pueblo palestino el que está sufriendo el abuso de poder de Israel. Nunca recibí la idea de equidistancia, así que, sin entender muy bien qué es lo que estaba pasando, más allá de que había un conflicto armado entre gente con muchos recursos y gente con muy pocos que estaba tratando de defenderse, yo tenía clara mi posición.

Luego llegó la adolescencia y el capitalismo se volvió a pasar el juego de la frivolidad. A través de mecanismos que aún no logro entender, en los 2000 se puso de moda entre adolescentes y jóvenes llevar el pañuelo palestino alrededor del cuello. Posiblemente todo comenzó como una expresión genuina de la izquierda para mostrar su apoyo al pueblo palestino. Se convirtió incluso en un símbolo identitario e ideológico. Pero pronto el sentido se disolvió en la inmensidad de los bazares, en los que vendían la prenda en todos los colores, incluidos el verde y el amarillo fosforito.

Recuerdo un verano en el que hice un curso intensivo de inglés en el British Council de Somosaguas. Imaginad el percal de compañeros: chicos y chicas procedentes de familias con muchísimo dinero y, sobre todo, de derechas. Muy a la derecha. Y allí estaban ellas, con sus perlas enormes en las orejas, su colgante de elefante casi asfixiándolas (¿os acordáis?) y el pañuelo palestino rosa decorando su pecho y sus hombros. Y utilizo la palabra "decorando" con plena conciencia, esa que les faltaba a aquellas personas —y también a mí— sobre el verdadero significado de la kufiya.

Ya de adulta he ido recibiendo de forma más o menos pasiva informaciones más completas de las que tenía cuando era una niña. Cada vez que se reactivaba el conflicto lo suficiente como para que la prensa lo volviera a colocar en primera página, yo leía artículos y noticias, miraba debates en televisión. En fin, me iba acercando a la causa de una manera que pretendía profundidad y seriedad, buscando esa empatía que siempre ha estado mermada en proporción a los kilómetros que me separan de una tragedia. Así de egoísta soy. Mea culpa.

Y ahora, las redes sociales. Las personas a las que sigo escriben parrafadas de opinión personal sobre el tema, intentando, me imagino, no sentir esta culpa. Como diciendo al mundo: "Yo me posiciono". Pero cuando leo, no encuentro nada nuevo, es como volver en el tiempo a mi niñez, como si la Helena de siete años hubiera tenido Instagram y hubiera dicho al mundo que sabe que no se puede ser equidistante, que hay un opresor y un oprimido. Navego entre artículos con títulos similares y pretenciosos: Las 5 claves para entender el conflicto palestino-israelí y vídeos que exponen a niños llenos de polvo y sangre después de un bombardeo. Y yo, os lo digo de verdad, no sé qué es lo que tengo que hacer. ¿Es que acaso mi voz es importante aquí? Así que me paralizo, por miedo a ser frívola, por miedo a ser simple como una niñita de 7 años, y me callo. Mea maxima culpa.

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