Me gusta la Navidad y, a pesar de esta foto hecha en mi pueblo –conviene mirar el pie que la acompaña para entender este artículo–, aspiro a que me siga gustando. No creo en Dios pero me gusta su fiesta. A veces me digo que haría mejor en despreciarla, en ir a la contra, en buscar mi coherencia, en ser de los que disfrutan yendo solos en un tren en Nochebuena, llevando la contraria al mundo, señalando su incoherencia. En seguida me desdigo porque solo de pensar en dejar de celebrar estos días se me llenan de lágrimas los ojos. La Navidad no es suya, también es mía.
Realmente me gusta mucho. Son tantos los recuerdos bonitos como los años que he vivido –y ya no puedo decir que sean pocos. Y no hablo de familia –o no solo. Hablo también de las ciudades engalanadas y de la gente tranquila vestida de paz, de amor, de ilusión, de la emoción de sentir que compartimos espacio y, algo más importante, tiempo, el único patrimonio universal, el único pan que traemos bajo el brazo. El espacio seguirá aquí cuando cada uno se haya comido su bollo, el que sea que le haya tocado.
Me encanta ver a la gente paseando sus deseos del bien aunque sea por razones equivocadas. Cada uno tiene las suyas y quién es quien para juzgarlas o para imponerlas. A mí con las mías, ateas perdidas, me bastan y me sirven no solo para esta parte del año. También me emociona llevar esta mirada para recorrer la ciudad cuando el calendario no lo marca.
La Navidad es un invento, es el adueñamiento cristiano del nacimiento de Mitra, el Dios persa del Sol, que nació en una cueva la noche del 25 de diciembre, en el solsticio de invierno, la noche más larga del año, donde los magos, guiados por una estrella, vinieron a rendirle culto asegurando que era el hijo de Dios. Mitra fue asesinado por otro Dios, el de la oscuridad, pero resucitó de entre los muertos al principio de la primavera. A los nuevos seguidores de Mitra se les bautizaba con la sangre de un buey o un cordero blanco. Tras ser bautizados ingerían pan y vino en una comunión en masa. ¿Os suena? Era el culto de moda en Roma hasta que Roma decidió cargarse el politeísmo e imponer a Cristo.
Sin embargo, los que no creemos y sabemos que la Navidad es un robo, no vamos por ahí gritando "tontos" en la misa del gallo o despreciando belenes, ni siquiera los envueltos en la bandera, como si ambas cosas fueran lo mismo cuando la Constitución dice que tenemos un Estado aconfesional, que no tiene religión oficial y que cada uno debe creer solo en lo que le salga de los cojones. Los que no creemos respetamos y cuando necesitamos ayuda de servicios sociales, cuando tenemos que pasar por el trance de pedir ayuda para sostenernos, no nos gusta que nos señalen, ni que nos digan qué tenemos que creer o votar o qué creen o votan los que van o no a ayudarte. Las instituciones son de todos, gobierne quien gobierne, y la Navidad también aunque a muchos se les olvida.
Sí. Es un invento, es un cuento, que convirtieron en menos que eso porque no se corresponde con los hechos de quienes lo sustrajeron y no paran de mercantilizarlo desde hace milenios, pero también son vivencias personales imborrables y hermosas, ritos anteriores a quienes se creen sus dueños. Son ideas importantes que, una vez desprendidas de lo superfluo –lo mágico, la hipocresía, la mentira y el negocio–, a mí me dan alegría gratuita, fe en mí y en los otros, un hito de meditación, de conciencia del paso de la vida, y de cómo la vida es siempre con otros.
Para los que fuimos criados en el catolicismo –creamos o no tanto– la Navidad es ese periodo en que uno se pregunta si puede ser mejor persona, en que uno revisa qué va bien y qué va mal, que está haciendo con aprobación de su ética personal, de su idea de estar satisfecho con uno mismo y qué cree que tiene que cambiar, desde el prisma del presunto bien propio y ajeno, de pretender sinceramente lo mejor para uno y para el resto.
Por lo demás, esta noche comeré rico porque lo hago siempre que puedo y siempre que celebro, me reuniré con los míos porque les quiero, he puesto árbol de Navidad con adornos laicos con mi hijo porque recuerdo con mucho cariño cómo lo poníamos con mi madre cuando mi hermano y yo éramos pequeños, nos regalaremos alguna chorrada o algo comprado hace mucho tiempo, o entradas para ver algún espectáculo. Aprovechamos el invento romano para decirnos –nosotros también– que nos queremos y cada uno reza en su casa lo que le da la gana.
Los últimos informes dicen que en España cada vez somos más los que no creemos, que ya somos cuatro de cada diez y que, entre los jóvenes, ya les hemos superado: los no creyentes de 18-38 años son casi el 60%. Así que si quieren seguir celebrando la Navidad, por los siglos de los siglos, deberían esforzarse más por respetar a los que la celebramos por solidaridad y costumbre, por amor a la comunidad, por no joderles el momento, por adaptar lo que creemos a lo que creen ellos. A ver cuando empiezan a hacer lo mismo aunque solo sea porque si no, más pronto que tarde, se les va a joder el invento.
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