Otras miradas

Y a ti te encontré en la calle

Silvia Cosio

Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'

Dejadme que os cuente la vez que me olvidé de que era madre. En mi defensa tengo que decir que no hacía mucho que me había estrenado en eso de la maternidad, no lo digo como excusa, o puede que un poco sí. Lo cierto es que estábamos en un bar muy chulo, que por cierto ya no existe en esta ciudad que va abandonando su personalidad en aras del turismo de masas, en la presentación de una novela gráfica que yo había coeditado, y al acabar, entre las risas y las charlas, alguien propuso que nos fuéramos a tomar unas cañas a otro sitio. Y sin pensármelo dos veces agarré la chaqueta y el bolso y allí que me fui.

No había caminado más de cien metros cuando caí en la cuenta de que me había dejado a mi hija en el bar. Y aquellos cien metros que tuve que desandar puede que hayan sido los cien metros más humillantes y vergonzosos que tuve que recorrer en toda mi vida. Mientras volvía a por mi hija podía sentir en mi nuca la mirada censora de todos los funcionarios españoles y etíopes que habían decidido, y aprobado con sello y todo, que yo estaba capacitada para ser madre.

Entré en aquel bar tan chulo, ya desaparecido, humillada e imaginando a mi hija sintiéndose desamparada, abandonada. Y allí estaba ella, donde la había dejado, concentradísima porque estaba haciéndole un retrato a mi autor, y vigilada por su padre -porque, claro, también me había olvidado de que estaba casada-, toda pancha, tranquila y segura. Y me miró sonriente y me enseñó su dibujo y yo solo quería llorar y abrazarla y pedirle perdón porque por unos instantes me olvidé de que tenía una hija.

Os cuento esto, y al escribirlo siento todavía vergüenza, aunque mi hija se ríe a carcajadas cuando se lo he leído, porque creo que las madres y los padres no solemos contar estas cosas, no acostumbramos a abrirnos y sincerarnos y confesar que la mayoría de las veces vamos a trompicones y no sabemos muy bien lo que estamos haciendo y que improvisamos más que hablamos. Yo no cambiaría por nada el ser madre, pero tengo que confesar que esta ha sido, y sigue siendo, la experiencia más compleja, extenuante, dura, aterradora, contradictoria y maravillosa de mi vida. Porque también ha sido una experiencia voluntaria y buscada.

Os cuento todo esto, no porque quiera hacer un alegato a favor de las maternidades, más bien tenía en mente hacerlo sobre las no maternidades o, para ser honesta, sobre la necesidad de que dejemos de juzgar a las mujeres por las decisiones que toman en torno a la maternidad: que si tener hijos, que si no tenerlos, que si teta o biberón o colecho o escuela infantil o no escolarización hasta que lleguen a la edad obligatoria. Porque no conozco a ninguna mujer que haya tomado un camino u otro sin que sintiera la mirada y el verbo censor poniendo en duda y cuestionando sus decisiones.

Yo fui madre, principalmente, porque me dio la real gana, porque tenía una casita de alquiler, un trabajillo, una pareja que estaba de acuerdo, un grupo de apoyo de familia y amigos con los que sabía que podía contar, y porque las maquinarias burocráticas, administrativas y legales españolas y etíopes se pusieron en marcha en el momento adecuado. Pero también, y a pesar de contar con mi familia, mis amigos, mi trabajillo, mi pareja y mi casita de alquiler, podía haberme dado la real gana y no haber sido madre. Porque con toda honestidad os digo que me hace infinita gracia que se tilde de egoístas a las personas -pero especialmente a las mujeres- que deciden no tener hijos cuando tenerlos puede que sea el acto más egoísta y vanidoso que exista. Levantarse una mañana y pensar que estás capacitada para críar y educar y sacar adelante a otro ser humano. Si lo pienso fríamente me dan escalofríos.

Pero no estoy siendo sincera del todo, y ya que me he propuesto abrirme en canal y confesar que un día de primavera me olvidé de que era madre, me veo en la obligación de confesar también que en el fondo me decidí a tener hijos, o al menos a ser la madre de mi hija, porque tenía fe en el futuro. Que soy madre por una razón intangible: porque tenía confianza en que mi hija algún día se encontraría con un mundo habitable y confortable. Pero esto ahora ya no lo tengo tan claro.

El pasado domingo salí de paseo en manga corta porque hemos superado los 20 grados -en las montañas asturianas no hay nieve-, lo que hace que viva con miedo ante la perspectiva de la llegada del verano y las temperaturas que podamos alcanzar. Mi casita de alquiler, además, se nos queda chica pero ya ni miro las páginas webs de anuncios porque apenas hay en mi ciudad piso habitables a precios razonables o que no se dediquen ya exclusivamente al alquiler vacacional. Mis amigos con hijos mayores los han visto emigrar a todos porque aquí la Universidad de Oviedo los prepara de puta madre, pero luego se tienen que ir a mostrar su talento a Madrid, a Copenhague, a Múnich, en trabajos precarios, con sueldos más precarios y compartiendo piso porque emanciparse como lo hice yo a su edad ya solo está al alcance de las Tamaras y los Froilanes de la vida.

Cuando te paseas por el pasillo del súper llegas a preguntarte en serio si las etiquetas de los precios las ha puesto el señor de Gucci. Y fuera las cosas hacen que a una le tiemblen las rodillas. Si la Corte Internacional ve indicios de genocidio en Gaza, la reacción de Estados Unidos y el Reino Unido es la de cortar la financiación a la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos. Trump vocifera de nuevo, gane o pierda las elecciones, que haya vuelto ya es una derrota. Argentina, Ucrania, los hutíes nos retienen los paquetes de Amazon... Y ahora les venimos a llorar a la gente joven porque no quieren tener hijos, porque la pirámide poblacional se nos da la vuelta. Chicos, ay, ¡las pensiones!

Sí, sí, ya sé lo que muchos me vais a decir: que mis abuelos, que vuestros abuelos, lo tuvieron mucho peor y además vivieron una guerra y la posguerra y la dictadura y el hambre, y eso no evitó que procrearan. Bueno, a mis abuelas nadie les preguntó si querían ser madres, ni siquiera se les pasó por la cabeza que tenían derecho a no ser madres, que podían elegir. Se era madre como se era esposa, porque era lo que tocaba, lo que había que hacer, y las había con suerte y hasta eran felices, o medio felices, en su papel. Por no hablar de la clase de vida que tuvieron muchos de esos hijos: vidas de hambre, de palos, de trabajo infantil y pobreza. Que está muy bien eso de romantizar las vidas simples y sencillas y austeras cuando tienes una casa calentita y una nevera llena de comida y te han querido.

Y es que una cosa muy bonita que pasa cuando permites que la gente elija libremente es que elige libremente, elige incluso cosas que no nos gustan o no entendemos. Y escogen otras formas de amar y de relacionarse y de vivir y sí, claro que todas estas formas de amar y de vivir están atravesadas por el capital y por el patriarcado y por las condiciones materiales, pero esto no es menos cierto para aquellos que nos hemos decantado por lo más tradicional, monogamia e hijos, que para los que han decido construir sus vidas de otra forma.

Pero parece que solo se lo echamos en cara a los que no viven como nosotros. Creemos que hay que vivir porque si nos va bien a nosotros pues a ellos también, que ya son ganas de ser diferente y de llamar la atención. Y ahora somos conscientes de repente de que hay muchas mujeres que han decidido que no les da la real gana ser madres y es nuestra obligación la de entender que no por eso sus vidas están menos llenas, que no por eso son más egoístas que nosotros.

Puede que esto que estoy diciendo sea una obviedad, y en mi círculo ciertamente lo es, pero la vida no se reduce a mi círculo social pues entonces muchas mujeres no se verían constantemente en la obligación de justificar y dar explicaciones sobre algo tan íntimo y personal como el hecho de no tener descendencia. Y de la misma manera que hay gente que lleva dos día discutiendo sobre un cartel de Semana Santa porque Jesús es guapo y está depilado y ya se sabe que eso es sospechoso y de ahí a reírse de los heterosexuales hay un paso, hay mucha gente que entiende que no querer tener hijos es un sindios. Porque si bien es verdad, como decía Shakespeare, que el mundo debe poblarse, también lo es que el mundo ya se está poblando.

Queda preguntarse si, en un mundo tan diverso, donde la gente está constantemente desplazándose, si esa gente lo que realmente teme no es tanto que no nazcan suficientes niños como que no nazcan suficientes niños blancos.

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