Érase una vez una mujer atrapada en la pregunta por el porqué. La mujer-porqué recorría océanos y montañas, y en todos los lugares se preocupaba por conocer los orígenes y motivos de aquello que encontraba. Se preguntaba por qué eran así las calles, por qué reían de cierta forma los niños o por qué ella tenía esos sueños y no otros. La mujer-porqué sabía que, en última instancia, conocer era predecir. Se sentía segura con su botín de averiguaciones, en él yacía una llave mágica: la posibilidad de anticiparse a sucesos, sentimientos y respuestas.
¡Nada pillaba por sorpresa a la mujer-porqué! Antes de que cualquier escenario tuviera lugar, ella ya lo había previsto en el reino de sus especulaciones y con mucho esmero había imaginado cómo y cuándo se daría. Por supuesto, también había desentrañado los porqués del mismo. La mujer-porqué había leído libros y mapas, sabía bien que el mundo estaba plagado de incógnitas, en cambio, ella las evitaba a toda costa. Pues la mujer-porqué, muchos años antes de sus intrépidos viajes, había sido víctima de una maldición. Tiempo atrás, un brujo perverso le había lanzado en un rayo una alergia peligrosa. Desde entonces la mujer-porqué era intolerante a la incertidumbre y, ávida de antídotos y soluciones, había encontrado en la comprensión exhaustiva del mundo un bálsamo para el riesgo que supone vivir tal y como se vive, es decir, sin todas las certezas.
La incertidumbre no es algo agradable para casi nadie; sin embargo, no por ello es menos constitutiva del hecho de vivir. Por supuesto no hablo de la incertidumbre que engendra el modelo capitalista en el que nos desenvolvemos. No saber si podremos permitirnos un techo en el que dormir, hacer una compra nutritiva a final de mes o tener tiempo para dedicar a aquello que nos llena no es algo propio de vivir; sino de hacerlo en este sistema que nos vapulea.
Hablo de la inestabilidad que se siente cuando dudamos acerca de si estamos tomando una decisión correcta, cuando desconocemos una opinión que nos importa, cuando nuestro cuerpo cambia o cuando pensamos en alguien que hoy nos ama y en si algún un día dejará de hacerlo. ¿Cuántos de estos escenarios podemos soportar sin taquicardias? Yo pocos, voy de cara.
Para los días en los que querría amasar el control como el tío Gilito se bañaba en sus monedas de oro he establecido un mecanismo tan agotador como estéril: zarandeo a quienes me rodean y les pregunto por mi futuro como si ellos fueran poco menos que el Oráculo de Delfos. "¿Crees que he hecho bien? ¿Crees que soy capaz? ¿Crees que este chico me conviene?" Cada respuesta es un ansiolítico, una descarga que me hace sentir que, en efecto, tengo el control. No porque yo misma lo crea; sino porque otros lo comprueban.
Vivir así me recuerda a cuándo hacía esos exámenes de matemáticas en los que sumaba 1+1 en la calculadora a pesar de conocer de cabeza el resultado. Sólo porque necesitaba que una instancia superior me lo confirmara y, porque en ese momento de tensión, dejarme llevar por mi propio criterio me parecía incluso una negligencia.
Cuando estas preguntas no me son un calmante suficiente me echo una partida a mi propio Cluedo: tumbada en la cama inspecciono mi vida como una detective. Establezco reglas en base a lo que leo en Internet, a lo que veo en películas, a las conversaciones que tengo o a mi propia experiencia, y busco en ellas pistas fulminantes. Creo leyes que me permitan interpretar eso que me angustia; pero sobre todo, que sean capaces de mitigar mis ansias de respuestas rápidas y contundentes.
Agarro la lupa, me acaricio el mentón y digo: "Si mi pareja sí hace X significa que en realidad sí que me quiere", continuemos. "Si hago X cosas en un día es prueba de que sí tengo una buena rutina", prosigamos. "Si tengo ganas de practicar este hobby X horas a la semana está claro que me gusta de verdad", perfecto. Como si estuviera en el reality de El jefe infiltrado pero de mi propia vida, dejo de experimentar mi cotidianidad para analizarla. Ya no acudo a mis recuerdos para quedarme dormida plácidamente en ellos; los recupero para hacer un balance de cuentas.
Esto, en pequeñas dosis, no tiene por qué ser problemático; pero como todo en esta vida, la clave está en encontrarle la frecuencia. Es difícil eso que dicen de la importancia de estar presente -si alguien sabe cómo se logra esto que me escriba- cuando rara vez te permites saborear aquello que haces; sino que toda vivencia sucede a la vez que su fiscalización. Por no hablar de que, de esta forma, cualquier interacción humana se limita una observación para comprobar si se confirman o se desmienten las reglas que tú misma has establecido sobre cómo debe ser vivir. Una acaba por relacionarse con ella misma y los otros quedan reducidos a conejillos de indias que verifican o falsean lo que una ya había estipulado.
Observo a las mujeres de mi entorno. Ellas también me hacen preguntas como si yo fuera tarotista. Ellas también tienen sus propias reglas para aplacar a la incertidumbre. Detrás de nuestra necesidad de certezas externas hay de fondo inseguridad y miedo: no nos fiamos de nosotras mismas. Las mujeres hemos crecido en un carrusel en el que cada caballito de madera tenía forma de: "estás exagerando", "ya cambiarás de opinión", "ya lo hago yo mejor" o "aún no estás preparada". Por si fuera poco, muchas hemos vivido relaciones abusivas donde nos han mentido o manipulado.
Hemos sabido que nuestros familiares no confiaban en nuestros proyectos de vida. Hemos visto cómo médicos cuestionaban la sintomatología que les narrábamos. Hemos sentido la mirada de paternalismo de compañeros de trabajo en alguna jornada laboral. Ante un escenario así: ¿cómo no vamos a dudar de nosotras mismas? Educadas en una senda que conducía a la inseguridad, escudriñando nuestros propios criterios o incluso sintiendo culpa por tenerlos, ¿cómo no haber perdido la autoestima que requiere confiar en lo que nos pide el cuerpo? Hay una brecha de género en cómo las mujeres y los hombres transitan lo incierto y en cuántas herramientas tienen para hacerlo. Para empezar, en esa travesía perdemos a nuestra mayor aliada: la confianza en nuestro propio criterio.
Pero no sólo nadamos entre prejuicios machistas, también buceamos en una ideología meritocrática. En una sociedad así, el deseo de control se sustenta en un pilar básico: la creencia de que tenemos agencia sobre todo aquello que sucede. El control se reviste de cierta heroicidad. Una persona que ostenta el mando de su vida parece ser alguien disciplinado que marca el rumbo de sus días y que no permite que nada ni nadie se la juegue siendo un obstáculo en sus sueños. Pero lo cierto es que nadie posee el dominio de todo lo que le pasa y mucho menos es responsable de cualquier imprevisto.
En ocasiones los amigos decepcionan, las parejas son desleales o nosotros no logramos algo por mucho que lo intentemos... y no, no siempre son escenarios que podríamos haber visto venir y por lo tanto haber evitado. Sin embargo, buscar obsesivamente las señales que auguraban que ese sufrimiento sucedería ofrece una falsa sensación de control. Como si en esas pistas estuviera la clave para que el día de mañana ante un escenario semejante seamos capaces de frenarlo. Cuando en realidad, ¿quién sabe?, las placas tectónicas de la vida se mueven de formas impredecibles y, además, no toda experiencia dolorosa tiene que servir de escuela para forjar un carácter espartano. Pero además, ¿cuál es el precio a pagar por esto?
Una vez más, algo parecido a pasar exámenes encubiertos a cada acontecimiento, como inspectores que observan y toman nota tras un cristal tintado. No vaya a ser que un día suframos y entonces será Nuestra Culpa porque no hemos sido lo suficientemente ágiles para bordear ese mal trago. Esto no es justo, tampoco saludable. No debemos, especialmente de nuevo las mujeres, vivir en una hiperexigencia en la que cualquier imprevisto comprometa también nuestra identidad, porque hemos sido tontas por no habernos dado cuenta antes. A la tristeza porque el mundo no sea tal y como nos habría gustado, se añade el dolor por esa idea de nosotras mismas como irresponsables que se lo han buscado. No se nos puede exigir esa perfección: hay cosas que no dependen de nosotras, por mucho que el sistema quiera hacernos deudoras desde el pecado original.
La mujer-porqué comenzó a ponerse poco a poco triste. Ya no disfrutaba de los paisajes, estaba cansada después de tantas reflexiones para comprender el porqué de las colinas. La mujer-porqué había pasado tanto tiempo olfateando que le había salido hocico y, pese a haber encontrado muchos porqués que guardaba en botes con betadine, no parecían servirle de digestivo para su intolerancia a la incertidumbre. ¡Todo lo contrario! Cuanto más había hecho por adelantarse, cuanto más había intentado conocer los porqués del mundo, más esclava se había vuelto de las explicaciones.
Una mañana la mujer-porqué se despertó y al salir a la cubierta del barco vio cómo todos los porqués se habían amotinado. Unos habían escalado al mástil y otros sujetaban el timón mientras le advertían que a partir de entonces sería ellos quiénes dirigieran la embarcación. El día que la mujer-porqué se dio cuenta de que el control la había controlado a ella se deshizo de sus pócimas para la averiguación. Se compró un bañador y se tumbó en la orilla. Ese día, la mujer-porqué sintió un rayo de sol en su mejilla, escuchó el romper de las olas y no tuvo ni un solo pensamiento durante al menos un par de horas.
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