Concha Roldán
Directora del Instituto de Filosofía del CSIC
Hace casi un siglo denunciaba Virginia Woolf la invisibilidad de las mujeres en su famoso ensayo Una habitación propia (1929): "suponiendo que Colón o Newton hubieran sido mujeres, los documentos históricos se hubieran olvidado de recoger en sus páginas el descubrimiento de América o de la ley de gravitación universal". Amelia Valcárcel, con la ironía que la caracteriza, escribía no hace tanto en Sexo y filosofía: sobre mujer y poder (2014) que "la invisibilidad de las mujeres es superior a la concedida por el anillo de Giges: las mujeres no se ven", pues si consiguen alcanzar alguna cota de poder, inmediatamente se las aparta de los espacios y tiempos en que se transmite y fragua la jerarquía. Algo que seguimos percibiendo en las mesas redondas o tertulias "de expertos", donde resulta sumamente difícil encontrarse con una mujer experta –tanto en las llamadas ciencias duras como en humanidades y ciencias sociales- a la que no se quiera poner en entredicho.
La invisibilización pública y profesional que padecen las mujeres es producto del encorsetamiento androcéntrico de nuestras sociedades occidentales, algo en lo que no difieren tanto de las otras culturas. Nada ha cambiado –si no es para peor, en nuestras sociedades neoconservadoras- desde que Celia Amorós explicara el fenómeno poniendo de manifiesto que "las razones de los olvidos de la razón se sustentan en una concepción patriarcal de la historia"; esta tesis –sostenida en Hacia una crítica de la razón patriarcal (1985)- sacudió las conciencias en las Facultades de Filosofía, pero una década después no había conseguido calar su mensaje, que se veía obligada a repetir en Tiempo de feminismo (1997).
Los esfuerzos feministas han puesto sobradamente de manifiesto la ausencia de las mujeres en las historias de la ciencia, en las historias del pensamiento o en las historias "oficiales" en general, pero acaso donde más se nota su exclusión es en las Historias de la Filosofía, en las que no figuran ninguna de aquellas "mujeres sabias" que osaron robar prometeicamente el fuego que los dioses habían entregado a los varones para su custodia. Las mujeres filósofas fueron toleradas, e incluso admiradas por sus coetáneos como excepciones (que no engendraban peligro si no constituían norma), cuando no se calificaba de "milagro de la naturaleza" o de "espíritus masculinos en cuerpos femeninos" a quienes "sólo les faltaba la barba para restablecer el equilibrio y armonía naturales" –como se refería Kant a Mme. de Châtelet- y cuyos "desvaríos intelectuales" no habían de tenerse muy en cuenta, porque la única realidad que contaba era la de su inferioridad real: las mujeres eran incapaces "por naturaleza" para desarrollar esa forma de pensamiento abstracto requerida por la filosofía y por la ciencia.
Sólo fragmentariamente (y tras ardua indagación bibliográfica) hemos tenido conocimiento de que a lo largo de la historia de la filosofía existieron unas mujeres filósofas llamadas Aspasia, Diotima, Hipatia, Hiparquia, Hildegard von Bingen, Christine de Pizan, Marie de Gournai, Olimpe de Gouges, Anne Finch Conway, Emilie de Châtelet, Sophie de Grouchy, Mary Wollstonecraft, Harriet Taylor-Mill, y un largo etcétera; pensadoras que se atrevieron a desafiar el orden establecido y que tuvieron una extraordinaria producción filosófica, de la que sólo una pequeña muestra ha llegado a nuestras manos, pues el resto desapareció como los restos de un naufragio, engullido por el mar del olvido. Efectivamente, ha habido avances en los últimos dos siglos, pero seguimos estando ausentes de las historias de la Filosofía, de los programas de estudios de la enseñanza secundaria y universitaria, aceptándose a lo sumo algún botón de muestra –como la imprescindible Hannah Arendt. Asistimos a un creciente protagonismo de las mujeres en la vida profesional y política, pero ¿hasta qué punto hemos alcanzado de facto una igualdad que nadie se atreve a hurtarnos de iure? Una cuestión a la que responden negativamente -de manera sangrante- los casos de violencia doméstica o que, por otro lado, no dejan de poner en entredicho las estadísticas que muestran cómo el porcentaje de mujeres va disminuyendo según ascendemos en la escala de responsabilidades hasta alcanzar el denominado "techo de cristal", que algunas autoras empiezan a calificar de "techo de hormigón".
Parecería obvio que la filosofía, disciplina crítica por excelencia, hubiera debido enfrentarse al problema con otro talante, pero son pocos los filósofos varones que se han acercado al debate sobre el género de una manera que no sea meramente oportunista o anecdótica. No basta con rescatar del olvido las biografías y las obras de las mujeres filósofas, para dejarlas en su gueto, sin tornar permeable a la igualdad la realidad de la filosofía. De lo que se trata es de explicar la historia de la filosofía –la historia de la humanidad- sin sesgos de género. De lo contrario, ¿qué modelos tendrán nuestras alumnas cuando vean que sus maestras pasan por las aulas sin conseguir horadar un hueco en el duro muro de la Academia?
Comentarios
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