Hace apenas unos meses, cuando el PSOE y Junts encarrilaron la investidura de Sánchez y apuntalaron la ley de amnistía, la caverna conservadora sopló las trompetas del fin del mundo hasta agotar el aliento. Yugos y flechas se agitaron al viento en las aceras de Ferraz. Hubo rezos de rosarios, llamadas de auxilio internacional, desmayos, indicios inapelables de hecatombe. Los plumillas de la bulosfera se paseaban cámara en mano recogiendo testimonios de desesperación, llamadas a la subversión, evocaciones nostálgicas del glorioso alzamiento nacional. ¿Pero es que nadie va a pensar en los niños?
El otro día, la ley de amnistía tropezó con su primer bache en el Congreso y nuestra prensa ha vuelto a llenarse de mensajes torrenciales. "Es el fin de la legislatura", dicen unos. "Es una humillación, un oprobio, un desavío", dicen otros. Cualquiera diría que los jinetes del apocalipsis cabalgan ya a rienda suelta por los pasillos gubernamentales. Nos habíamos malacostumbrado a las legislaturas rodadas del bipartidismo, a la trituradora de las mayorías anchas o absolutas, a los gobiernos que gobiernan por las bravas, viento en popa a toda vela, sin tropiezo y sin razón. Se nos olvidaba que la política es la gestión de las diferencias, una guerra perpetua de posiciones.
Pero no hay novedad que no suene de algún modo antigua. El pasado mes de julio, cuando supimos que la supervivencia de Sánchez dependía de un complejo malabarismo parlamentario, intuíamos con claridad algunos escenarios. El primero: que la amnistía nunca fue un tabú proscrito, como planteaban algunos, sino una oportunidad para conciliar lo inconciliable. El segundo: que la derecha más fanatizada no iba a aceptar los resultados y que se activaría una oscura confabulación política, mediática y judicial contra los huéspedes de la Moncloa. Y en esas estamos.
Ahora que la ley de amnistía regresa a la Comisión de Justicia, es el momento de adjudicar responsabilidades. Por tu culpa, por tu culpa, por tu gran culpa. Entiendo que el PSOE quiera transmitir un aplomo de crupier insobornable. Y entiendo, también, que la postura de Junts tiene un matiz sobreactuado y que busca alzar su propio precio en el mercado de las negociaciones. Sin embargo, nadie puede negar que el debate ha sangrado por su herida más delicada, la del terrorismo o, mejor dicho, la del uso fraudulento del terrorismo como arma política. El elefante en la cacharrería. La soga corrediza en casa del ahorcado.
Con la ley de amnistía encima de la mesa, el juez García-Castellón decidió interferir en los acuerdos de Gobierno alentando una delirante inculpación terrorista contra el Tsunami Democràtic. Ahora, con la ley de amnistía a debate, el juez Joaquín Aguirre resucita la teoría de la trama rusa del procés y ubica a Carles Puigdemont bajo la sospecha de un delito de traición. A las acusaciones de Lawfare, la derecha togada está respondiendo con más Lawfare. La sintonía con el Partido Popular y con Vox es sólida. El otro día Ayuso cubrió de flores a García-Castellón y Feijóo adjudicó al independentismo catalán un inverosímil sambenito terrorista.
La embestida contra Sánchez es taimada e indirecta, pues no carga tanto contra el PSOE como contra sus alianzas. Y con vocación ambidiestra. Ayer mismo, y a propuesta del PP, García-Castellón resucitaba una causa contra militantes de EH Bildu en la que reaparece como un fantasma oportunista la alargada sombra de ETA. El pretexto son los homenajes a ex presos que —según reconoce Covite— no se celebran y que —según dictamina la Audiencia Nacional— no constituirían ninguna clase de delito. Pero la realidad y la justicia importan poco cuando se trata de hacer política con chaqueta, con toga o con tricornio.
"Después de mí, el diluvio", dicen que dijo Luis XV para anunciar la anarquía que habría de llegar tras su reinado. "Después del PP, el terrorismo", dicen con la boca holgada los agitadores de Génova mientras los genoveses judiciales allanan el camino de Feijóo a la Moncloa. El problema es que no existe en nuestro horizonte más cercano nada que podamos llamar terrorismo. Aquí es donde los guionistas del terror aguzan su imaginación y extienden el dominio de sus ficciones. Terroristas catalanes de barretina y butifarra. Terroristas vascos de txapela y pasamontañas. Terroristas comunistas. Terroristas anarquistas. Mejor cuanto más burdo sea el estereotipo.
Si el PSOE pretende combatir semejante arremetida, debe manifestar solidez ideológica y refutar con contundencia las interpretaciones licenciosas del concepto de terrorismo. Cuando el ministro Félix Bolaños excluye de la amnistía solo algunas formas de terrorismo, está asumiendo con un gesto implícito esa acepción elástica del terror que ha permitido a la derecha amordazar a toda clase de activistas pacíficos por la vía de los tribunales de excepción. Tuiteros terroristas, raperos terroristas, terroristas todos. Tras la desaparición de ETA, la idea misma de terrorismo se ha vuelto tan conveniente y gaseosa que ya salpica sin querer a todo el mundo.
Ayer supimos que Ruben Wagensberg, diputado de ERC y militante antirracista, se refugiará en Suiza ante la perspectiva de que García-Castellón siga estirando la goma del terrorismo en la causa contra el Tsunami. Aunque los titulares de estos días nos confundan, lo que está en juego no es la ley de amnistía ni la viabilidad de la legislatura, sino el estrecho campo de derechos y libertades que aún tenemos disponibles. La pelea se libra en el barro de las palabras, pero hay personas que lo padecen y lo padecerán en el frío de los tribunales, en el olvidadero de las prisiones, en el viaje forzoso al extranjero.
La mayoría del Congreso tiene ante sus pies una tarea enojosa: no permitir a los jueces de la caverna ni un solo resquicio de oportunidad para que retuerzan las leyes en contra del sentir mayoritario de la cámara. O por decirlo de otra forma, la mayoría del Congreso tiene que saber cerrar las filas y apretar los dientes frente a una derecha ultramontana que está tratando de ganar en los tribunales lo que no ha sido capaz de ganar en las urnas.
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