El otro día en el gimnasio, mientras hacía deporte en la bicicleta elíptica, me dio por contar el número de pantallas que alcanzaba mi vista: enfrente, tenía la del teléfono móvil, utilizado para escuchar música, y la propia de la máquina, la cual iba sumando las calorías quemadas mientras me movía; un poco más allá, distinguía las de otros clientes, igualmente dos por persona, si no más; delante, más retiradas, permanecían colgadas sobre la pared las de tres televisores que proyectaban mensajes motivacionales de ésos que juzgan la salud una cuestión de esfuerzo personal. En total, a horas bajas de ocupación -eran las diez de la noche-, unas doce pantallas, con sus luces y distracciones varias, me rodeaban dentro de un espacio donde la interacción individual es mínima, pues cada quien va con sus auriculares.
Entonces, pensé en qué distopía peor que aquélla podría ocurrirnos como sociedad, hasta que caí en la cuenta del lanzamiento de las nuevas gafas de Apple, vendidas como aparejos "mágicos" que transforman todo el marco de visión en una pantalla en sí mismo. Si es verdad lo que decía Mafalda, que "el empeoramiento está empezando a empeorar", es probable que nos aproximemos peligrosamente a ese momento.
Desde que Steve Jobs, calificado por muchos como "genio", lanzara el Iphone en el año 2007 hemos asistido a la proliferación de unos teléfonos supuestamente inteligentes que nos idiotizan y tornan adictos, en principio concebidos como artículos de lujo y ahora elevados a imprescindibles. No fue hasta 2014 que me compré el primero, a disgusto, obligada por las circunstancias laborales: el horario de los trenes que cogía para ir al trabajo sólo se proyectaba en una plataforma digital, así que, si quería evitar retrasos, necesitaba uno de aquellos artilugios.
Las gafas, todavía pesadas y atadas a un cable, caras (cuestan unos 3.500 dólares y, por ahora, sólo se encuentran disponibles en Estados Unidos), alojan el potencial de convertirse en la nueva experiencia alienante que nos aguarda, falaces en sus promesas. La publicidad de la empresa las presenta como "realidad aumentada" y "mixta", capaz de combinar el mundo verídico con el digital, cuando lo que hacen es desplegar un simulacro de verdad. En otras palabras, al promocionarlas como el primer producto de Apple "a través del cual se mira", en lugar de mirar nosotros al objeto, se niega el funcionamiento del aparato, que no nos permite observar el espacio que nos rodea, sino una grabación del mismo gracias a las cámaras incorporadas. Lo que vemos es una película, combinada con las funcionalidades de un ordenador. El truco sirve también para quien nos contemple: si la tecnología detecta un interlocutor, le muestra una réplica de nuestros ojos, pero no los ojos mismos, pues no son translúcidas. Es decir, tampoco son exactamente gafas, sino una suerte de cascos computacionales.
No llamar a las cosas por su nombre genera una primera gran mentira, de las muchas que ha promovido el capitalismo de la vigilancia, utilizando la definición dada por la pensadora Shoshana Zuboff a un fenómeno consistente en la recolecta masiva de datos personales a través de la digitalización, la comercialización de dichos datos y, finalmente, la modificación de nuestros comportamientos, que –como han demostrado numerosas investigaciones– van desde la pérdida de concentración, el daño a la salud mental, hasta la alteración de la opinión pública y la manipulación del voto, todo lo cual erosiona la democracia y cualquier noción plausible de libertad. Combinadas con la inteligencia artificial generativa, cuyo poder para aniquilar muchos empleos y sumirnos en un universo de médicos, novelistas o soldados tan virtuales como autónomos ha sido probado, lo que parecen prometer los cascos computacionales de Apple es una novedosa actualización de la distopía que, en principio, rastrea la voz, movimientos oculares y manuales y, aquí reside la auténtica novedad, nos encapsula completamente al provocarnos la pérdida de visión real.
A la posverdad, conceptualizada por el filósofo Lee McIntyre como una "forma de supremacía ideológica" que nos obliga a creer algo independientemente de la evidencia, y "un campo de batalla que abarca toda la realidad factual", se sumaría la herramienta definitiva de la mentira, mediante el aislamiento extremo en ese escenario filmado, el cual continuaría los males actuales, tales como la lógica algorítmica de las redes sociales, aplicaciones, etc. No es preciso recalcar las implicaciones filosóficas, políticas y éticas del invento revolucionario que, además, integra una cámara 3D diseñada para "revivir tus recuerdos" y devolverte al fragmento de espacio y tiempo en que la imagen fue tomada; a saber, ampliando el carácter nostálgico de la fotografía y el vídeo, con una dosis extra de alteración sensorial: el sonido y la pantalla te engullen.
Esa distorsión que algunos psicólogos ya investigan en la IA generativa debido a las consecuencias que podrían derivarse durante un proceso de duelo por la muerte de un ser querido adquiere propiedades más inquietantes. Como en el caso de los móviles, gozamos de la capacidad para limitar y legislar los usos, pero, si la historia acaba repitiéndose y la lentitud institucional nos desampara, volveremos a darnos de bruces con un empeoramiento empeorado.
A falta de mejores soluciones, he decidido que mañana no iré al gimnasio; en su lugar, saldré a pasear por el río si la lluvia me concede una tregua. También hay estudios que afirman que caminar al aire libre disminuye considerablemente el riesgo de miopía; parece de perogrullo: si se ejercita la visión en la lejanía, entonces no la perdemos. Quizá nos esté faltando un poco de intuición elemental evolutiva que nos invite a no ponernos estas gafas, que son cascos, hasta la nariz.
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