Surfeo entre los diferentes canales de televisión, entre las plataformas de contenidos, buceo en el océano de los podcast y, por supuesto, me enfrento a las redes sociales. Y me viene a la memoria ese meme que lleva un tiempo circulando por internet en el que un tipo, en plena calle, levanta un cartel en el que puede leerse: "Dejen de hacer famosa a gente estúpida y sin talento". Y es que ese es, de alguna manera, el signo de los tiempos. Habitamos la era de la banalidad. Una época en la que la estupidez y la ignorancia son premiadas.
Quede claro, como arranque de esta columna, que soy muy tolerante con la imbecilidad. Los idiotas que me he cruzado en la vida lo saben. He respetado su idiotez hasta extremos dignos de canonización. Creer en la libertad individual por encima, incluso, de la justicia social. Creo que un individuo tiene todo el derecho del mundo a elegir ser, voluntariamente, idiota. Pero ¿lo idiota es necesariamente insustancial o uno puede decidir, inteligentemente, ser banal?
Me planteo eso ante el tremendo desamparo que me provoca que haya tantas personas interesadas en la docuserie de la familia de María Pombo. Tantas personas -más de tres millones- siguiéndola en su cuenta de Instagram. Si la Pombo fuese un partido político, esos son más de 31 escaños en la Comunidad de Madrid, por ejemplo. ¿En qué modelo de sociedad puede brillar un personaje como María Pombo? ¿En qué tipo de orden mundial puede interesar lo que le pase o lo que piense esa familia?
Me temo que la respuesta está en una sociedad, un orden mundial, anarcocapitalista y ultraliberal. Eso no significa que no haya muchas personas famosas y talentosas. Por suerte, creo que son mayoría. Pero el liberalismo, que como hijo aventajado del capitalismo nos ha arrastrado hasta este pozo en el que nos ahogamos, permitió que la estupidez y la banalidad ocupasen un lugar primordial en el escaparate social. ¿La razón? La única válida para ellos: la rentabilidad. Si cobraron, según cuentan, diez millones de dólares por temporada, ¿qué las convierte en rentables para la plataforma que emite su serie? Las personas que la siguen y que lo ven, obviamente. Yo mismo, que no entenderé su fenómeno ni bajo tortura, estoy aquí, escribiendo sobre ella y su familia en lugar de hacerlo de cosas más interesantes. Nuestro posicionamiento sobre ella y su entorno es indiferente desde el instante en el que la nombramos. Como Candyman, aparece. Da igual que veamos la serie para burlarnos de ellas. Cada uno de nosotros está contribuyendo a la economía familiar de las Pombo. Y eso las hace más inteligentes a ellas que a nosotras.
Las dos preguntas que me planteo entonces son:
-¿es la estupidez rentable?
Respecto a la primera pregunta, entiendo que cuando uno mira hacia algunos líderes políticos pueda pensar que sí. O prestando atención a la cantidad de trabajo que tienen los personajes más bobos del panorama nacional. Y, contestando a la segunda, si observamos que nuestra sociedad prefiere estar entretenida que informada, debemos asumir que también.
En el ensayo Allegro ma non troppo, el historiador italiano Carlo M. Cipolla ya escribía sobre la influencia de la estupidez en la historia de la Humanidad. Pocas conductas humanas han sido tan definitivas como la estupidez. Y estupidez y poder es una fórmula apocalíptica.
Confieso haberme entretenido con la estupidez. Incluso haber exigido banalidad para poder soportar el día de mierda que había tenido. Pero ¿y si todo esto formase parte de la estrategia? ¿Y si el sistema prefiriese que usásemos la insustancialidad para soportar su patriarcal nivel de competitividad, de agresividad, en lugar de cuestionar al propio sistema? Cuidado con eso. Aunque consumamos entretenimiento banal por encima de nuestra capacidad para metabolizarlo, ese hábito no es inocuo. Nada que se decida en un despacho, con una chequera abierta, es inocuo.
Desde la aparición de Gran Hermano, pasando por Jackass o ¿Quién quiere casarse con mi hijo?, transicionando por los vídeos de El Rubius y los podcast, sean pijos o quinquis, hasta llegar al especial navideño de la Preysler o a la docuserie de las Pombo, se ha ido cultivando un enaltecimiento de la banalidad que, tarde o temprano, nos pasará factura. La televisión, hasta la pública, está viviendo una sobredosis de programas que rinden homenaje a la imbecilidad convirtiendo en agraciados con la fama –el premio gordo de una sociedad narcisista- a personas sin más talento que su incultura y su necedad. Y el problema no es la existencia de estos formatos. El conflicto está en que, sin más lógica que la maldita rentabilidad, estén monopolizando el entretenimiento alimentando a una audiencia que acaba ensalzando la ignorancia como una opción fabulosa. Sé que suena boomer decir que hace treinta años la buena fama era una consecuencia del talento. Hoy no. Tiempo atrás, la intrascendencia argumental era patrimonio de monarcas y aristocracia varia. Para ellos estaba reservada la futilidad de la palabra porque no tenían la obligación de esforzarse por aparentar ser más interesantes que los demás. Su clase social ya los destacaba frente al resto.
Y aunque democratizar el derecho a ser intrascendente pueda parecer una victoria de las clases menos privilegiadas, me temo que no es así. Más bien ha sido la sedación perfecta que este modelo de sociedad necesitaba. Solo acostumbrándonos a lo vacuo podremos llegar a votar a un candidato falto de contenido. La estupidez, como argumento ideológico, ha sido necesaria para que un partido como Vox llegara al Parlamento. Todos sabemos que no hay nada más atrevido que la ignorancia.
En su ensayo, Cipolla destacaba cinco leyes fundamentales de la estupidez humana. En todas ellas resultaba significativa nuestra disposición a subestimar. Por eso nos llevamos estos disgustos. Aún más cuando la persona que consideramos ejemplar hace algo estúpido. Ahí el enfado se convierte en decepción. Siento que, abandonada toda posibilidad de combatir la estupidez, hemos optado por encumbrarla. Y, sinceramente, no acabo de ver la estrategia.
Comentarios
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