¿Quién no recuerda a los Milli Vanilli? A finales de los ochenta, en una jungla musical dominada por el torso peludo de George Michael y el moonwalk de Michael Jackson, aparecieron dos tiarrones de largos cabellos trenzados que ponían caritas de intensos en los videoclips y se movían por el escenario como mascotas de un equipo de baloncesto, dándolo todo, levantando a las multitudes con sintetizadores y estribillos pegajosos, girl you know it's true uh uh uh. Aquel verano Gorbachov apuntalaba la Perestroika y Pinochet caminaba hacia la derrota mientras las discotecas de medio mundo se desmadraban con los ritmillos de Milli Vanilli. Luego llegó el escándalo.
En 1990 se descubrió el pastel, el secreto mejor guardado del productor alemán Frank Farian, que había armado el grupo con dos chavales resultones y entusiastas pero sin dotes melódicas. Las voces que escuchábamos ni siquiera eran las suyas. Cuando los muchachos confesaron el pecado, el mundo se les vino encima y la industria musical los aplastó con un irreversible sambenito de estafadores. Los denigraron, los sometieron a público escarnio y hasta les retiraron el Grammy, habráse visto. En un ecosistema dominado por el culto al playback y el postureo, Milli Vanilli terminaron crucificados por llevar la trampa hasta las últimas consecuencias.
Ayer llegó a nuestros cines Girl You Know It's True, la película de Simon Verhoeven que narra las peripecias del fraude, la historia de un ascenso supersónico y un aterrizaje forzoso que dejó algunas víctimas por el camino. Rob Pilatus, la mitad peor parada del dueto, se precipitó hacia la delincuencia y falleció en un hotel de Fráncfort con una macedonia de alcohol y fármacos en las venas. Pero la otra mitad, Fab Morvan, sobrevivió al repudio y a la deshonra y ha viajado a Madrid para presentar el documental y ajustar cuentas con el pasado. Ahora que hasta el más pintado se maquilla la voz con autotune, dice Morvan, ¿no ha llegado el momento del desagravio?
Este mes de marzo, mientras Milli Vanilli se abría camino hacia las salas de cine, la UNESCO divulgaba un estudio sobre la inteligencia artificial y los sesgos de género. Para sorpresa de nadie, la sucursal cultural de la ONU confirma que los nuevos modelos de lenguaje no solo escoran sus respuestas con estereotipos peyorativos sobre las mujeres sino que además se descuelgan con matices homófobos y racistas. En ausencia de auditorías y regulaciones gubernamentales, avisa el estudio, la IA seguirá perpetuando las desigualdades y moldeando subrepticiamente nuestra percepción del mundo.
Allá por 2016, Microsoft parió un chatbot llamado Tay que era capaz de interactuar con los usuarios de Twitter y que terminó desbarrando con comentarios de exaltación nazi e improperios contra el feminismo. La gracia duró dieciséis horas. Los apóstoles de Bill Gates, avergonzados por la controversia, cerraron el chiringuito y achacaron la falla a un troleo coordinado. Puesto que Tay era un mecanismo abierto al aprendizaje, bastaba bombardearlo con mensajes de odio para que los absorbiera y los regurgitara como si fueran ideas propias. En realidad, el chatbot aprendió como aprendería cualquier zagal expuesto día y noche en Internet a la misma tormenta ideológica.
Con los años, la travesura de Milli Vanilli debería parecernos un juego de niños. La inteligencia artificial es ya el playback más estrepitoso de la historia: mueve los labios para fingir que canta pero en realidad repite como una cacatúa las palabras y las ideas de otros. El año pasado, varios artistas pidieron auxilio a los tribunales porque consideraban que Midjourney y Stability AI han sido adiestrados con imágenes extraídas de internet pasando por encima de la propiedad intelectual. Los escritores del Author's Guild demandaron a OpenAI por motivos análogos y el actor Stephen Fry denunció que una IA le había birlado la voz para narrar un documental.
En los últimos tiempos ha emergido una nueva economía basada en la expropiación masiva de datos y en la usurpación de conocimiento creativo. En primer lugar, emerge un desasosiego con respecto a los derechos de autor con implicaciones mucho más intrincadas que las que plantea, pongamos por caso, la demanda de Mediaset, Atresmedia y Movistar Plus+ contra Telegram. Porque las inteligencias artificiales no se limitan a expoliar nuestro trabajo sino que acarician además la tentación de replicarnos y reemplazarnos. El pasado mes de julio, sin ir más lejos, la empresa india Dukaan licenció al 90% de su equipo de atención al cliente para sustituirlo por una IA.
Nos asalta, además, otra inquietud. Y es que las nuevas herramientas digitales se empachan de palabras y conceptos que picotean en el granero de internet para después digerirlos y vomitarlos en nuestras pantallas como hacía el chatbot Tay. En ese reciclaje perpetuo de nuestros aciertos y nuestros errores no hay margen para la novedad ni para la creación, todo es un pastiche de sí mismo, todo es una imitación pálida e insípida de lo que ya ha sido previamente pensado y dicho. Así es como repetimos, por ejemplo, los mismos estereotipos peyorativos sobre las mujeres, los mismos matices homófobos y racistas.
Dice Xavier Nueno, autor de El arte del saber ligero, que el espíritu del big data consiste en predecir el futuro a partir de la agregación de pasados, como si quisiéramos crear una copia de seguridad de nuestros comportamientos y nuestras culturas. Tras esa empresa se esconde la idea nefasta de que no puede surgir nada nuevo en el mundo, que vivimos condenados al mismo bucle, que no existen herramientas disponibles para el cambio. A veces hay que escapar de lo que ya sabemos para que los prejuicios no nos nublen las imaginaciones. No podemos resignarnos a seguir moviendo los labios fingiendo que cantamos con una voz que en realidad nunca ha sido nuestra.
Comentarios
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