Otras miradas

Yo no me quiero morir

Israel Merino

Yo no me quiero morir
Una mortaja en la arena simula el cuerpo de un niño asesinado en Gaza.- Fabio Teixeira / EP

No sé si me estoy volviendo loco, pero a veces tengo la sensación de que os queréis morir.

Hay en la prensa, redes sociales y mundo real un denso aroma prebélico; un tufo a trinchera mojada, rodillas ametralladas y ciudades sumidas en salitre que, no entiendo por qué, hay personas jaleando y expandiendo como si quisiesen ser voluntarios para pegar tiros o que se los peguen.

La situación en medio mundo es complicada, mucho, y estamos a no tantos segundos –pero no tan pocos, espero– de que todo estalle; la paz, es muy chungo decirlo, es tan inestable como la mayonesa en verano y hay demasiadas profecías poco halagüeñas, sin embargo, parece que a algunos esto les encanta.

Tras el brutal atentado islamista del pasado 22 de marzo en Moscú, vi a toda una piara de sujetos –los llamaría personas, pero esa gente no se merece esa etiqueta– ofendidos porque medio mundo le estaba atribuyendo la carnicería a Daesh –¡incluso ellos mismos lo reivindicaron!– en lugar de a Ucrania u otra potencia extranjera.

Para su relato simplón, anclado en viejos bandos bipolares e incapaz de entender que lo que les pica por la noche es un mosquito y no un vampiro, lo mejor hubiese sido que los enemigos geopolíticos de los rusos –nosotros– hubiésemos matado a sangre fría a más de 140 civiles en un centro comercial.

Lo mejor hubiese sido, parece, que la Unión Europea hubiera apretado el gatillo y que Rusia nos hubiese declarado la guerra y, venga, a jugar a las cartas con el destino a ver qué pasa; les hubiese dado igual las muertes provocadas y que el futuro de medio continente fuera ver una luz blanca en el cielo antes de morir carbonizado porque, toma ya, el puto relato de que Rusia es buenísima y Occidente un imperialista malo estaría por fin probado.

Las ganas de jugar a matarnos no vienen solo de los rusófilos más extremistas, pues en el del otro lado, en el pro OTAN, hay también un coro de humanos quintacolumnistas que jalea y jalea y jalea pidiendo mandar tropas a Ucrania y, no sé cómo se puede ser tan bárbaro, exigiendo a los gobiernos occidentales ir hasta el final porque (sic) la historia nos dará la razón. No sé qué pensaréis vosotros, pero la historia me importa tres mierdas: prefiero seguir con vida.

Me cuesta de veras entender estos jaleos bélicos, estas posturas autodestructivas, y no sé si es que la gente juega demasiado al Battlefield 1942 o tiene un chip del Cid Campeador de Chamartín inoculado en las venas; no sé si estos pseudosoldaditos no valoran sus vidas y quieren mandar cartitas empapadas en ginebra desde una trinchera oscura en Bialystok, pero que se apunten un fin de semana a paintball si es así.

La épica ha poseído las vidas rotas y deformadas de algunos, quienes tienen pósteres de ídolos vetarros en sus habitaciones pero no recuerdan ni el cumpleaños de la que los amamantó, y se han olvidado que esas barbaridades que promulgan, esas luchas con las que fantasean porque son muy imperialistas o porque quien saca la batalla cultural solo para enseñarla es un parguela, cuestan vidas. Que la gente acaba muerta. Que no hay más. Que se acaba. Que te revienta un obús a cinco mil kilómetros de casa.

Llamadme individualista por no querer que la historia me recuerde con una plaquita en honor a los caídos en el frente, pero es que no me quiero morir.

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