Otras miradas

Diligencia debida, nada que celebrar

Erika González, Juan Hernández Zubizarreta, Pedro Ramiro y Miguel Urbán

Colapso del edificio de Rana Plaza en Bangladesh, en 2013. AFP
Colapso del edificio de Rana Plaza en Bangladesh, en 2013. AFP

Erika González es co-coordinadora confederal de Ecologistas en Acción; Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro son investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL); Miguel Urbán es eurodiputado de Anticapitalistas.

El 23 de abril de 2013 las trabajadoras del Rana Plaza, un bloque de ocho pisos situado en la capital de Bangladesh que albergaba fábricas textiles de subcontratas de Benetton, Wal-Mart, Primark, Mango y El Corte Inglés, avisaron de la existencia de numerosas grietas en las paredes del edificio y se resistieron a entrar en él. Los supervisores les dijeron que era seguro. Al día siguiente, les obligaron a incorporarse a sus puestos de trabajo. Y a las nueve de la mañana, en plena hora punta, el Rana Plaza —un edificio que era propiedad de uno de los dirigentes del partido del gobierno— se vino abajo. El derrumbe provocó la muerte de 1.134 personas, en su mayoría mujeres, y dejó heridas a más de 2.400. 

Hoy es el aniversario de aquella tragedia, con la que se certificó el fin de la "responsabilidad social" de las empresas trasnacionales. Ya se sabe: una serie de códigos de conducta y acuerdos voluntarios sobre derechos laborales y ambientales que las grandes corporaciones prometieron cumplir, pero nunca fueron más que campañas comunicativas destinadas al greenwashing. La catástrofe del Rana Plaza vino a evidenciar, a ojos de todo el mundo, un secreto a voces: las normas voluntarias no sirven para controlar a todas las multinacionales que, para sostener cada año el incremento de sus beneficios, no paran de empujar a la baja los derechos humanos. 

También hoy, tras cuatro años de negociaciones, se vota en el pleno del Parlamento Europeo el texto definitivo de la directiva de diligencia debida. Tras su aprobación, este 24 de abril volverá a ser calificado por la mayoría de partidos, ONG y sindicatos progresistas como "un día histórico frente a la impunidad de las multinacionales", como una victoria que hará que nunca más vayan a producirse hechos como el del Rana Plaza. A nuestro entender, sin embargo, lejos de la lectura triunfalista que hace la gran mayoría de la izquierda institucional —y mucho más lejos aún de quienes, a la derecha del arco parlamentario, insisten en que no se pueden establecer normas para controlar a los agentes del mercado porque supuestamente son los mayores generadores de crecimiento, riqueza y desarrollo—, no hay nada que celebrar con la aprobación de esta normativa europea. Aquí lo argumentamos, a modo de tesis, en diez puntos. 


  1. Del mismo modo que se cumplen once años del derrumbe del Rana Plaza en Bangladesh, acaban de cumplirse tres años de la muerte de 28 trabajadoras de una subcontrata de Inditex en un taller textil en Tánger y dos desde que Repsol provocara con su refinería frente a las costas de Lima el mayor desastre ecológico de la historia reciente de Perú. Apenas son algunos ejemplos del largo listado de impactos socioecológicos provocados por la expansión global de las empresas transnacionales en las últimas décadas. Por su parte, las grandes compañías han venido anunciando auditorías, firmando acuerdos con las principales centrales sindicales y publicitando su apuesta por los "objetivos de desarrollo sostenible". Pero la historia vuelve a repetirse a cada tanto, porque no se trata solo de manzanas podridas: es todo el cesto el que está construido en base a la explotación de los seres humanos y del conjunto de la naturaleza. Ante lo que son violaciones de derechos humanos de carácter sistemático, se requiere con urgencia una normativa internacional que obligue a las multinacionales a cumplir las mismas reglas en cualquier parte del mundo.
  1. El poder —económico, por supuesto, pero también político y jurídico— de las grandes corporaciones se sigue afianzando y ampliando. El aumento continuado de sus ganancias, la acumulación de riqueza y la concentración de grandes fortunas son indicadores de ello. No hay más que comprobar la cuenta de resultados de las grandes marcas occidentales implicadas en el Rana Plaza para certificar la asimetría, cada vez más acentuada, entre los derechos de las empresas transnacionales y sus obligaciones. O lo que es lo mismo: entre la lex mercatoria y el derecho internacional de los derechos humanos. A eso hay que añadir la multiplicación de tratados de comercio e inversión, la consolidación de los tribunales de arbitraje y la proliferación de normas, protocolos, pactos y directrices que van apuntalando una tela de araña institucional favorable al despliegue de las multinacionales en el nuevo capitalismo verde militar. La asimetría normativa se ha situado en el vértice de la jerarquía internacional. Y no puede disociarse de la captura corporativa de los poderes legislativos y la complicidad generalizada del poder ejecutivo con los intereses de las transnacionales.
  1. Mientras se blindan los negocios de las grandes empresas, el sistema de derechos humanos se desploma en el ámbito internacional y se ve colonizado por normas privadas favorables a las élites político-empresariales. En este marco, las grandes corporaciones y fondos de inversión transnacionales se han lanzado a la destrucción de cualquier barrera que impida la mercantilización a escala global. La necesidad de incrementar los dividendos empresariales hace que se extremen las prácticas contra las personas, las comunidades y los ecosistemas. El crimen internacional cometido contra las trabajadoras del Rana Plaza no puede catalogarse como un fallo puntual, sino como la expresión de una lógica corporativa basada en la destrucción de derechos. Y lejos de detenerse, esta lógica se va extendiendo al conjunto de la actividad económica de las compañías privadas, afectando a los núcleos centrales del conjunto de los derechos humanos. Avanza la arquitectura jurídica de la impunidad.
  1. Necesitamos controles fuertes y eficaces para atar en corto al poder corporativo. Y la diligencia debida, lamentablemente, no supone un avance real en ese sentido. Se podrá decir, con razón, que esta directiva es vinculante. Pero, como sucedió en su momento con el Acuerdo de París sobre cambio climático, es una norma obligatoria que ha sido vaciada de contenido: se trata de una sofisticación jurídica que no implica avanzar decididamente en el establecimiento de mecanismos eficaces para poner fin a la impunidad de las transnacionales. A lo que va a obligar a las empresas, en la práctica, es a contar con planes de riesgos en los que identifiquen y expresen medidas frente a las potenciales  violaciones de derechos humanos que puedan cometer a lo largo de toda su cadena de valor. Y estos planes apenas incluyen cuestiones generales, no hay un contenido específico obligatorio que deban incorporar. Se trata, básicamente, de un ejercicio de autorregulación fundamentado en la unilateralidad empresarial.
  1. En serio, con la que está cayendo, ¿alguien cree que estos planes de gestión de riesgos aplicados a las industrias militar, minera, energética, textil y turística, al agronegocio o al sector financiero, van a servir para frenar la vulneración de derechos de la actividad nacional e internacional de estas empresas? ¿Será que los crímenes económicos y ecológicos internacionales van a quedar impunes y la responsabilidad penal fuera del ámbito de la nueva directiva? Pues sí, al final, una nueva "expertocracia" al servicio del poder corporativo creará esquemas contractuales ad hoc y reinterpretará la directiva desde las exigencias del capital transnacional. Los grandes despachos de abogados, verdaderas multinacionales del derecho, utilizarán todos los conceptos jurídicos indeterminados, las disposiciones vagas  y los "refugios" de la legislación para eludir cualquier obligación de carácter imperativo que atraviese el cuerpo normativo de la directiva. Y la hiperinflación de normas favorables a las grandes corporaciones, con toda su especialización, complejidad técnica, fragmentación y oscuridad, se impondrán a la fragilidad de la directiva europea.
  1. La diligencia debida podría tener sentido como parte de una iniciativa legislativa más amplia, una ley marco que contemplase una completa batería de medidas para controlar al capital transnacional: obligaciones directas, responsabilidad solidaria, mecanismos efectivos de acceso a la justicia y reparación a las víctimas, instrumentos de control público-social. Al contrario, lo que hace la directiva europea es descansar el esqueleto de la norma sobre una sofisticación jurídica que reenvía todas las obligaciones corporativas al marco de la unilateralidad. Contar con planes de riesgos empresariales basados en la prevención no es negativo per se; el problema central es que la diligencia debida sea la única herramienta que se contempla para el (pseudo) control de las grandes corporaciones.
  1. La diligencia debida no es una alternativa surgida de los Estados para seducir a las empresas transnacionales en el camino hacia el establecimiento de sus responsabilidades, sino una pieza más de la lógica jurídica basada en la autorregulación que impera en el seno de la ONU. Primero vino el Global Compact, luego llegaron los Principios Rectores, más tarde los Planes de Acción Nacionales, en este momento la diligencia debida. Así es como se han ido retocando y mejorando las propuestas para apuntalar la asimetría jurídica y desactivar cualquier medida alternativa de control. Los consensos asimétricos, el realismo  subordinado a las relaciones de poder y el etapismo como forma de embridar a las corporaciones lo conocemos bien; el resultado final, más impunidad y destrucción de derechos. Es un síntoma del desplazamiento a la derecha del marco de lo posible el que ahora haya tantas organizaciones políticas, sociales y sindicales que vayan a avalar nuevas normas que carecen de exigibilidad y justiciabilidad efectivas.
  1. Dar por válida la diligencia debida, además, puede debilitar el resto de normas que actualmente están en negociación: del tratado en la ONU a las regulaciones sobre energía y materias primas, en vez de exigir a las empresas transnacionales que cumplan el derecho internacional de los derechos humanos se les impulsará a promover mecanismos de prevención unilaterales. En la actualidad, de hecho, se están reelaborando normativas y políticas a nivel europeo para rebajar aún más las instancias de control ambiental, social y fiscal para las grandes corporaciones. Si, como dice Luigi Ferrajoli en su último libro, ya la Carta de la ONU de 1945 y las diversas convenciones sobre derechos humanos posteriores resultan ser llamativamente inefectivas por la falta de funciones e instituciones de carácter supranacional, parece claro que por la diligencia debida no va a ir el camino.
  1. Una regulación basada en el principio de diligencia debida se aleja mucho de lo que durante mucho tiempo hemos venido exigiendo desde las comunidades afectadas y la mayoría de las organizaciones sociales y plataformas que abogamos por el control de las empresas transnacionales. La diligencia debida aparece como el principal instrumento regulatorio, cuando se trata de una tecnificación jurídica que no implica la creación de nuevas obligaciones directas de carácter extraterritorial. Tampoco va a servir para impulsar un centro público con participación social enfocado en el seguimiento de los negocios transnacionales, ni mucho menos un tribunal que pudiera enjuiciar a las compañías y a sus responsables por sus abusos sobre los derechos humanos. Tomando como referencia los debates que se vienen desarrollando en Naciones Unidas, las normas basadas en la diligencia debida tienen bastante más que ver con los Principios Rectores que con la resolución del Consejo de Derechos Humanos aprobada en 2014, con la que se estableció la necesidad de promover un instrumento internacional jurídicamente vinculante sobre empresas transnacionales y derechos humanos. La directiva europea marca la línea a seguir y, a la postre, va a operar como un palo en la rueda del tratado en la ONU.
  1. Si algo nos enseñan los cuatro años que han transcurrido desde el estallido de la pandemia es que, técnicamente, todo se puede hacer. Desde la suspensión del Pacto de Estabilidad y Crecimiento hasta las modificaciones presupuestarias sobrevenidas para aumentar el gasto militar, cada vez que los Estados europeos han querido saltarse las normas de la Unión para rescatar a las oligarquías empresariales, lo han hecho sin mayores miramientos. Que no nos digan que no se pueden poner los derechos humanos, como mínimo, al mismo nivel que los derechos (negocios) del poder corporativo. Si no se hace, es porque no hay voluntad política. Y no podemos esperar que eso vaya a darse sin presión ni articulación social. Con las luchas de las personas, comunidades y pueblos que defienden sus territorios frente al poder corporativo, toca seguir construyendo propuestas alternativas y redes trasnacionales contrahegemónicas que exijan y hagan efectivos los derechos de las mayorías sociales

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